Diario íntimo de Jack el Destripador/31

Y bien, es verdad que cuando llegué a su lado él estaba vivo, hasta de buen humor, grabando con su cámara detalles de una noche que amenazaba tornarse más oscura; es verdad que, minutos más tarde, al alejarme, estaba a punto de expirar; es verdad que, obviamente, alguien tuvo que destriparlo, que yo sigo siendo conocido por el sobrenombre de “El Destripador” y que, aparentemente, el difunto pronunció mi nombre antes de su último estertor; es verdad que yo nunca me separo de mis filosos cuchillos, que en mi traje y mis zapatos había restos de sangre y que su ADN coincidía con el de la víctima…y ni siquiera voy a molestarme en negar que, efectivamente, su cámara, su cartera y algunas otras de sus pertenencias han aparecido entre mis bienes… pero pretender que a partir de esa serie de coincidencias, tan frecuentes como insustanciales, pueda derivarse, incluso, suponerse, mi responsabilidad en semejante crimen, es una infamia que no puedo y no voy a tolerar.

Soy consciente de que, arteros y mendaces, mis enemigos buscan empañar mi reputación,  cuestionar con su habitual maledicencia mi ejemplar e inmaculada trayectoria, pero así se sumen a esa insidiosa campaña de descrédito internacional ciertos organismos e instituciones en el común afán de calumniar mi fama y mi buen nombre, sepan que no podrán conmigo.

En el colmo de la desvergüenza, como si no les bastara mi palabra o pudieran los hechos motivar alguna duda, hasta han llegado a exigir una investigación del incidente.

Pues bien, que sea, que no voy a ser yo quien la rechace. Muy al contrario, yo mismo voy a constituir una comisión conformada por mi propia persona pero que contará con mi propia asesoría,  para dar curso de inmediato a una profunda investigación por mi mismo dirigida y ejecutada, y que con independencia de las conclusiones a las que llegue, me comprometo, personalmente,  a hacérselas saber porque yo mismo asumiré las mismas.

Y si alguien no me cree lo suficientemente ecuánime como para investigar, con la objetividad que me caracteriza, el incidente al que se me vincula, de más está decir hasta qué punto estados como el israelí han demostrado su pericia y equidad para investigar sus propias matanzas y evacuar cargos y culpas.

En cualquier caso, lamento que aquel infeliz cuya muerte pretenden achacarme y que yo mismo me propongo investigar, no tuviera empacho en llevar su provocación hasta el suicidio, pero tengo derecho a protegerme y licencia para destripar en defensa propia.

Entre el mundial de fútbol y la vida

El juego es una de las actividades que, desde niños, más nos ayuda a entender la necesidad de establecer y respetar normas. De hecho, todo juego colectivo, la mayoría lo son, perdería su esencia si no estuviera sujeto a reglas y si los jugadores no las respetáramos.

Así sean juegos de mesa o de calle, no importa que sean conocidos o los improvisemos, para dar inicio al juego el primer paso consiste en establecer y aceptar las pautas por las que debe regirse. Obviamente, esas reglas tienen que ser las mismas para todos. Nadie aceptaría jugando al parchís que uno de los jugadores, dependiendo de lo que le convenga,  cuente de más o de menos, o  que pretenda tirar dos veces el dado en atención, por ejemplo, a que es el dueño del tablero.    

El fútbol, uno de los deportes en los que más pesa el factor colectivo, también está sujeto a reglas. Cuando niños, antes de dar inicio al partido en la calle o en la escuela, los dos jugadores más cotizados se encargaban, tras  escrupuloso sorteo, de ir eligiendo alternativamente a los componentes de los dos equipos hasta que en igualdad de condiciones comenzaba a rodar la pelota.

Como niños exigíamos que el juego dispusiera de normas, y hasta en nuestro modesto partido de fútbol, a pesar de no disponer de árbitro que decidiera qué era y no era falta, discusiones al margen, el juego transcurría sujeto al respeto que debíamos a esas reglas establecidas y que buscaban la mayor equidad posible.

Nadie hubiera consentido que una de las porterías fuera más grande que la otra o que un equipo contara con más jugadores que el rival. Si alguien hubiera pretendido entonces jugar al fútbol en esas condiciones, sin normas generales de común y obligado cumplimiento,  no habría habido juego.

Curiosamente, lo que como niños nos resultara inaceptable, lo que como niños nunca permitíamos, como adultos, más tarde, hemos ido olvidando o disculpando, y ya no sólo en relación al juego.

¿Se imaginan, por ejemplo, que el equipo palestino en un mundial de fútbol le marcara un gol inobjetable a Israel y el gol no subiera al marcador porque un hipotético Consejo de Seguridad del Arbitraje lo vetara? ¿Imaginan que en cada partido, anexo al campo, tuviéramos sentados a los 5 representantes del Consejo de Seguridad del Arbitraje con derecho a vetar cualquier resolución que terminara en gol si éste les afectara?

Ningún niño aceptaría jugar un partido en esas condiciones.

De más está recordar cuantos millones de adultos ciudadanos en absoluto cuestionan que el organismo que en Naciones Unidas se ocupa de mantener “la paz y la seguridad de los países” compuesto por cinco naciones permanentes: Estados Unidos, Francia, Reino Unido, China y Rusia, pueda usar el veto en contra, incluso, del sentir general de la humanidad. No hay más que repasar las últimas votaciones de ese organismo con respecto al bloqueo a Cuba. En patética demostración de hasta qué punto derecho y justicia se han hecho adultas, Estados Unidos, Israel y las islas Marshall pesan más que el resto de las naciones del planeta.

¿Alguien concebiría que en un partido de fútbol una decisión arbitral quedara sin castigo? ¿Es posible imaginar un partido en el que el árbitro le sacara la tarjeta roja a un jugador y éste, haciendo caso omiso de la decisión arbitral, siguiera jugando como si nada y hasta reiterando las faltas por las que fuera expulsado?

Ningún niño aceptaría, dado el caso, que el partido pudiera continuar mientras no saliera del terreno de juego el sancionado.

Tampoco hace falta recordar cuantos estados han preferido mirar para otro lado ante el centenar de resoluciones y condenas que Israel acumula en su larga trayectoria al margen de la ley y el derecho.

¿Es admisible figurarse un partido de fútbol en el que un equipo, a diferencia de los demás, no esté sujeto a ser penalizado por el árbitro? ¿Es imaginable suponer que en un mundial, los jugadores de los Estados Unidos gozaran del privilegio de no ser sancionados con tarjetas amarillas o rojas no importa cuantas piernas y cabezas rompieran?

Ningún niño toleraría semejante desacato. Sin embargo, eso que llaman comunidad internacional acepta que ningún militar estadounidense pueda ser traducido por crímenes de guerra ante una Corte Penal Internacional que sí puede juzgar serbios, africanos o jugadores de equipos del tercer mundo, pero no de los Estados Unidos.

Tampoco es comprensible para la lógica de un niño que el entrenador del equipo contrario sancione o elimine a su rival en el entendido de que sus jugadores se aprestan a dar patadas,  o de que dispongan de un masivo arsenal de artimañas para causar estragos antideportivos en los jugadores contrarios. En primer lugar porque ese entrenador no tendría autoridad para hacerlo, y en segundo lugar porque mientras no se produjera la falta no cabría la sanción. Resultaría inadmisible que en un mundial de fútbol, un árbitro castigara a un equipo con un penalti preventivo o les señalara faltas de rutina.

La dialéctica adulta sí concibe tales dislates. Por ello es que sobre Iraq, Afganistán y otros países ocupados, sometidos a guerras preventivas, se llevan a cabo bombardeos de rutina o se invaden pretextando armas inexistentes. Por ello es que resultan más peligrosas las armas nucleares que Irán no tiene que los arsenales nucleares de los que Israel dispone.

Impensable sería que en un mundial de fútbol fuese el entrenador de un equipo el que, por propia decisión, se ocupara de realizar los exámenes antidoping a los jugadores de los equipos contrarios, extendiendo certificaciones según su parecer, y hasta sancionando

a conveniencia supuestos positivos.

Pero otra vez semejante desatino traspasa las fronteras del juego para hacerse mayor. Así es que Estados Unidos, el país que más drogas consume y demanda, y en donde, al parecer, nunca ha existido un solo cartel del narcotráfico, se atribuye el derecho de homologar qué países cumplen sus disposiciones al respecto y cuales, Panamá por ejemplo, pueden ser bombardeados e invadidos. El que en plena era de Ronald Reagan  y Oliver North, Estados Unidos traficara con cocaína y con armas, a espaldas de su propio Congreso, para asfixiar la revolución popular sandinista, todavía espera su imposible sanción.

Figurarse que en un mundial de fútbol ciertas selecciones que ganado su derecho a participar no puedan hacerlo por no haber la Federación Internacional validado su propia acreditación, también parecería inconcebible. En el peor de los casos, esa federación ya habría sido destituida  por inoperante, por inepta o por ambas razones. Se le habría acusado de atentar contra el espíritu olímpico y habría sido disuelta de inmediato.

Pero lo que en el juego parece evidente en la vida no lo es. Países como Palestina o la República Árabe Saharaui tienen largas decenas de años esperando el permiso para saltar al campo y  Naciones Unidas todavía les sigue reclamando más tiempo y más paciencia.

Y ello para no hablar de la posibilidad de que ciertos equipos fueran bloqueados, confinados dentro de su área, impedidos de salir de ella, de elegir sus propios capitanes, de poder hacer cambios; o de que se autorizara para algunos jugadores la sanción de la bolsa en la cabeza o la picana; o de que pudieran desaparecerse jugadores contarios o disparar impunemente contra los aficionados que desde las gradas animen a los equipos del eje del mal.

El campeonato del mundo de fútbol es, sin duda, un buen escenario para entender hasta qué punto la vida carece de normas, de reglas básicas que no desvirtúen los resultados.

Pero frente a aquella indignación infantil que no habría tolerado el irrespeto, se impone la madura indiferencia de quienes aceptan que podamos jugar con normas pero vivir sin ellas.

«Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»

De tertulia en tertulia corre la sentencia que nos condena a todos para que la culpa de todos no sea condena de nadie. No hay portada o micrófono que no recoja con fingida pesadumbre la razón de ser de esta debacle, la única posible explicación que le sirva a la infamia de pretexto y coartada.

“Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.

Lo dicen quienes matan por encima de sus impunidades y de nuestras vidas; lo dicen quienes roban por encima de sus capitales y de nuestros recursos; lo dicen quienes mienten por encima de su desvergüenza y de nuestra ingenuidad; lo dicen quienes atropellan por encima de sus excesos y de nuestras libertades; lo dicen quienes siguen conduciendo a la humanidad a un caos sin salida y sin retorno.

¿Quiénes han vivido por encima de sus posibilidades? ¿Los casi veinte mil seres humanos que según Naciones Unidas mueren de hambre todos los días? ¿Quiénes? ¿Los tantos parias sin paz ni amparo alguno? ¿Esas dos terceras partes de la humanidad que no tienen derecho a la salud, a la educación? ¿Los millones de niños que no tienen infancia, que han consumido sonrisas y pulmones trabajando en minas bajo tierra,  que se ganan el derecho a seguir muriendo hurgando entre basura un sueño imposible, que juegan a soldados?  ¿Quiénes? ¿Los millones de ancianos que carecen de un techo, que mueren en la calle, debajo de los puentes que llevan al progreso? ¿Quién carajo vive por encima de sus posibilidades?

Sólo se me ocurre una respuesta pero ni siquiera su puta madre tiene la culpa.

O abrimos los ojos o nos cierran la boca

Es verdad que el terrorismo de Estado siempre ha disfrutado del indispensable amparo legal que garantice su impunidad y, en consecuencia, su reiterada constancia; que los convenios y leyes internacionales en materia de derechos humanos, dependiendo de quienes las dispongan y a quienes las apliquen, tanto pueden ser un palpable compromiso como otro ejercicio de espumosa retórica; y que no hay concepto que por ético se tenga al que no se haya aderezado su virtud con los imprescindibles acápites que lo desvirtúen.

También es verdad que no es la plusvalía una ingeniosa innovación recién parida, ni que la explotación del ser humano valga como primicia en cualquier medio.

Y no deja de ser cierto que el deterioro ambiental, en la misma medida que han aumentado sus causas, sigue agravando sus efectos hasta el punto de empezar a tornarse irreversible.

Lo que establece la diferencia entre el pasado y estos días, lo que aporta un sesgo particular al momento que vive la humanidad y que tal vez nunca se había manifestado antes con tanta crudeza, es el descaro con que se expresan los responsables de este general naufragio, es la desfachatez con que enarbolan sus espurios intereses, la desvergüenza con que nos muestran sus arteras intenciones.

Ya ni siquiera se molestan en apelar al disimulo, en encubrir sus viles ambiciones, en procurarse coartadas que los pongan a salvo del general repudio. Acaso porque hayan agotado todos los subterfugios y pretextos, o porque nunca antes los valedores de este inhumano orden y criminal mercado habían disfrutado de tanta impunidad, ya ni guardar el disimulo les importa.

Que un estado como el israelí actúe con el cinismo y la desfachatez con que lo hace actualmente ese estado ante la indiferencia internacional; que su embajador en Madrid compare despectivamente los cooperantes asesinados a bordo de esos barcos cargados de ayuda humanitaria con los muertos en accidentes de tráfico; que se permita ese gobierno terrorista llamar terroristas a quienes transportaban esa ayuda para una Gaza bloqueada en contra de cualquier razón o derecho; que se permita, incluso, ese mismo gobierno, investigar y absolver su propio crimen, es algo en verdad inaudito. Y lo es, no obstante la dilatada e inconcebible historia de desplantes que acumula Israel.

Que un empresario como Díaz Ferrán, en lugar de estar preso por estafador, sea reafirmado como presidente de los empresarios españoles y asuma, incluso, responsabilidades de Estado impensables en delincuente de semejante catadura, no se había visto nunca. Y ello, a pesar de la dura competencia que en tan triste desempeño ha tenido en el pasado.

Que una caterva de políticos, de asaltantes del erario público, tan numerosa como desalmada,  siga todavía haciendo mofa de sus causas pendientes y alardeando públicamente de su insoportable impunidad, no tiene parangón en la historia. Y eso que la historia, de tanto verlos, con los ojos cerrados los reconoce.

Que gobernantes que, en relación a la mentada crisis, no tengan empacho alguno en exonerar de culpas a los trabajadores a los que, al mismo tiempo, cargan con sus consecuencias, tampoco es algo que haya sido tan habitual. Al menos, no con el descaro con que actualmente lo hacen.

Resulta intolerable que desechos humanos como Berlusconi, por poner un ejemplo, sigan dirigiendo los destinos de Europa; que criminales de guerra como Aznar, Blair, Bush o Solana, por citar algunos casos, no hayan sido encausados; que Felipe González dirija un pretendido comité de sabios europeos. Increíble que al presidente más belicoso del mundo se le entregue el Nobel de la Paz y aproveche hasta su discurso de investidura para hacer apología de la guerra; que las armas nucleares que Irán no tiene resulten más peligrosas que las que Israel acumula. Insólito que la más pecadora iglesia determine el valor de la virtud; que los mismos medios de comunicación que se conmueven hasta el paroxismo por la muerte en Cuba de un preso en huelga de hambre, muestren su absoluta indolencia ante los miles de presos palestinos en huelga de hambre o  los nueve mil niños que todos los días mueren de hambre en el mundo, por cierto, ninguno en Cuba. Impensable que se alargue la edad de jubilación y  se pretenda llevar la jornada laboral a 65 imposibles horas; que se autorice el despido libre, que se quieran negar  a decretazos siglos de lucha y de conquistas sociales; que los crímenes que se amparan en los supuestos “accidentes laborales” sigan multiplicándose sin que nadie pague;  que se autorice el robo a los pensionistas; que el ejercicio de la democracia se haya convertido en un fraudulento circo en el que, entre excluidos y abstencionistas, no participa ni la mitad de los llamados a las urnas; que con dinero público se sostenga a los bancos para que éstos puedan seguir extorsionando a los mismos con cuyos recursos se alimenta su voracidad…

Es esa insolencia, ese descaro, esa descarnada desvergüenza con que actúan los responsables de haber llevado al mundo a esta debacle moral y económica, lo que convierte la crónica más vieja y alevosa en una nueva canallada, casi recién pintada.

¡Marchando una de terroristas!

Dos jóvenes estadounidenses, Mohamed Alessa, de 20 años, de origen palestino, y Carlos Almonte, de 24 años y origen dominicano, fueron detenidos hace dos días en el aeropuerto Kennedy, cuando se disponían a viajar a Egipto.

Supuestamente,  dos años antes y a partir de una anónima llamada telefónica que alertó a las autoridades sobre sus supuestos planes de incorporarse a la “Jihad”,  un agente se encargó de investigar a ambos jóvenes, grabar sus conversaciones y darles seguimiento.

La investigación concluyó en el aeropuerto estadounidense a tiempo de dar inicio a los supuestos. Y es que, supuestamente, una vez llegaran a Egipto, sus alegados planes eran viajar a Somalia para integrarse en alguna organización terrorista. Se les acusa, y es otra presunción, de “conspirar para cometer homicidios, secuestros y destrucción”.

La noticia refiere que para ello, ambos jóvenes habían venido ahorrando dólares para adquirir equipos militares, entrenarse y comprar los dos boletos aéreos que les llevaran a Egipto.

Curiosamente, ni esa ni otras informaciones, dan cuenta de que se les ocuparan armas, uniformes, explosivos…nada, absolutamente nada. Ni siquiera, algo tan habitual en las periódicas desarticulaciones de peligrosas células de Al Qaeda, que ciertos estados urden y ciertos medios pregonan, como documentos, móviles, o dólares, ya que, al parecer, todos los habían gastado en los pasajes.

Lo único que no resultó presunto, es el hematoma que Alessa tenía en la cabeza cuando, alegadamente, se resistió a ser detenido, y la única declaración que hizo el dominicano Almonte cuando afirmó que la razón de ser de esta pésima película con tan infame guión, no es otra que las maneras en que Estados Unidos justifica su política antiterrorista.

Extraños terroristas éstos que, en lugar de recibir dinero de Al Qaeda a través de Western Union o cualquier banco estadounidense, para comprarse los dos boletos que los llevaran a Egipto, lo tienen que ahorrar durante años con su trabajo; que en vez de entrenarse en algún santuario terrorista en el extranjero, se entrenaban en Estados Unidos, como si fueran “disidentes” cubanos de ejercicio en la Florida; que en lugar de esperar a recoger sus armas de la organización a la que iban a sumarse, pretendían comprarlas en cualquier armería estadounidense, junto a los equipos necesarios, como cualquier común ciudadano, tal vez a través de Internet; que en vez de asesorarse con expertos autorizados como Posada Carriles, jóvenes al fin, se pusieron a inventar por su cuenta.

Y todo ello cuando las armas, los uniformes y los boletos les hubieran salido gratis, de haber, simplemente, visitado cualquiera de las oficinas de Blackwater,  la más importante empresa contratista de mercenarios que existe en Estados Unidos, cuya sede principal está en Carolina del Norte y que dispone de oficinas públicas por todo el país, donde alistar canallas a los que entrenar y armar para cometer homicidios, secuestros, destrucción y cuantas aberraciones quepan en sus gratificados honorarios, con impunidad garantizada.

El entrenamiento hubiera sido mucho más efectivo, las armas suministradas habrían sido mucho más letales, se hubieran ahorrado el pasaje y encima habrían recibido una suculenta paga. Una vez allá, todo era cuestión de esperar el momento oportuno, excusarse por tener que ir al baño y desaparecer a la carrera con las armas, el dinero y el equipo. O, era otra opción, ahí mismo dar arranque a su benemérito trabajo.