En televisión, la credibilidad de una noticia o información depende, en buena medida, del rostro, de los gestos, de las maneras a las que apele quien nos la comunica El tono en que exponga la noticia, las pausas que se tome, los guiños que establezca con la audiencia, van a contribuir, especialmente, a la huella y, sobre todo, a la credibilidad que la noticia deje en la memoria del televidente.
Hasta hace no muchos años, ignoro si porque no nos creían tan idiotas, podía ocurrir que el mismo locutor que el lunes reclamaba la democracia en Hungría, por ejemplo, sonriera el martes la gracia del ministro del interior local cuando aseguraba que la calle era suya. O que el presentador que alentaba el viernes el derecho a la autodeterminación en Lituania, censurase el sábado el mismo derecho en el País Vasco. Solían tomarse un día de descanso, a veces dos, entre una función y otra.
Actualmente, sin embargo, porque ya nos tienen por mucho más imbéciles no tienen que esperar al día siguiente. En el mismo noticiero, una información más tarde, el mismo locutor que apelando a su más sobria fachada lamentase las víctimas del palestino ataque terrorista, indiferente reseña, a continuación, los daños colaterales ocasionados por el éxito de los objetivos israelíes.
Y todo ello mientras contraen o estiran el rostro, cambian de frecuencia las palabras, tosen o hacen muecas. Ellos acompañan con sapiencia de actores el texto al que, además de la voz, también imprimen su carácter. Y la noticia gana o pierde relevancia dependiendo de su trabajo.
Hay locutores que cuando tienen que valorar ciertos hechos u opiniones, exhiben una criticidad extraordinaria, la que les autoriza su vasta experiencia leyendo entre líneas y deduciendo carraspeos y pausas, a los que difícilmente se les escapa una vacilación, un respingo, que se las saben todas y hace años que dejaron de creer en los cuentos con que los periódicos elaboran sus primeras páginas y los informativos sus editoriales aunque se esmeren en reproducirlos porque, curiosamente, a los mismos se les nubla el sentido y la razón cuando siendo los mismos hechos son otros sus intérpretes. Su acostumbrada destreza averiguando los entresijos de las crónicas oficiales se transforma en singular torpeza hasta acabar bendiciendo el más pueril relato.
Hay periodistas que, tras rendir al público su comprensión de la fábula sin arquear una ceja, sin fingir un asombro, aún tienen tiempo para indignarse con quienes no pueden declararse lerdos.
Son tan hábiles y coherentes que en el mismo noticiero pueden pasar de condenar al soldado Bradley Manning, detenido por revelar las atrocidades del ejército estadounidense en Iraq, a respaldar segundos más tarde las medidas que en Estados Unidos buscan convertir a cada ciudadano en delator de su vecino.
Son tan objetivos que pueden hacer de una guerra un acto humanitario y de un proceso de paz una acción de guerra; tan ecuánimes que, en el mismo informativo pueden censurar al “régimen” venezolano las “violaciones” a los derechos humanos y, sin inmutarse, ponderar los progresos de la “democracia” hondureña silenciando el asesinato de la dirigente indígena Berta Cáceres, o callar el crimen de Anabel Flores, periodista asesinada en Veracruz, México, hace menos de un mes.
Exhiben sus mejores sarcasmos para hacer mofa del hechicero de una tribu africana pero, inmediatamente, se muestran crédulos y solemnes si han de referirse a europeas majestades; censuran abiertamente prácticas religiosas de otros países mientras significan las tradiciones muestras de recogimiento de los penitentes que ocultan sus capirotes o de quien se flagela o crucifica en nombre de Dios en un país cuyos ministros condecoran a vírgenes o apelan a ellas para resolver problemas como el paro.
Son verdaderos maestros en las artes de la representación, figurines de lujo para un proscenio tan cotidiano como el estudio de la televisión, esa cara que mece la noticia y que miente cuando dice y cuando calla.
(Euskal presoak-euskal herrira)