¿Y de dónde es que son?

(Para Tali Feld Gleiser)

Se que a mis habituales compañeros de mesa en la residencia de ancianos les llaman la atención mis dos pulseras. Una era de mi hermana Mey y, tras su muerte, me la puse. Junto a ella llevo otra pulsera de diminutas bolitas que alguna vez fueran verdes y naranjas, regalo de mis hijas, para seguir andando con ellas de la mano.

Nunca me han comentado nada en cualquiera de las tres veces al día en que nos sentamos juntos a comer pero me consta que mis dos pulseras, si no de comentario, han sido motivo de reflexión alguna vez.

Hoy que me puse la tercera no se pudieron contener. Tali, una gran amiga, dejó olvidada en su última visita una hermosa pulsera hecha a base de pequeñas banderas palestinas y, ya que Tali no ha vuelto este verano, me he decidido a darle uso a su olvido.

-¿Y esa bandera de dónde es? -preguntó Celestino.

Cuando respondí que las banderas eran palestinas Celestino no dijo nada. Dejó pasar el rato y, finalmente, se atrevió a salir de dudas.

-¿Y por qué la llevas?

-En recuerdo de una amiga judía.

(euskal presoak-euskal herrira)

Desolación educativa

Lo decía Simón Rodríguez hace más de dos siglos: “Enseña y tendrás quien sepa; educa y tendrás quien haga”. Y aquí estamos nosotros, dos siglos más lejos.

Sabemos contra quien debutó Sandy Koufax con los Dodgers de Brooklyn y conocemos todas las propiedades de la baba de caracol… pero nadie sabe qué hacer ante un corazón roto.

(euskal presoak-euskal herrira)

¡Y el ganador es…!

Era tan ágil, tan rápido y tan fuerte, que en las Olimpiadas de la Supervivencia especuló mejor que nadie, defraudó como ninguno, malversó sin competencia, expolió a todos.

Era tan sensato, tan perseverante y tan inteligente, que en las mismas olimpiadas falseó la memoria ante el aplauso general, calumnió la verdad para salir a hombros, prostituyó la razón, nos mintió a todas.

Cuando ganó la medalla de oro en las Olimpiadas de la Supervivencia no hubo nadie que pudiera colgársela del cuello.

(euskal presoak-euskal herrira)

¿Por qué el pollo ha cruzado la carretera?

(Viejo planteamiento anónimo que circulaba por Internet y al que le he introducido algunas nuevas voces)

Respuestas:

-Descartes: Para ir al otro lado

Platón: Por su bien. Al otro lado le espera la verdad.

-Aristóteles: Porque está en la naturaleza del pollo cruzar la carretera.

Hipócrates: Ha cruzado la carretera por culpa de un exceso de secreciones en el páncreas.

-Moisés: Y Dios le dijo al pollo: “Cruza la carretera”. Y el pollo cruzó y vio que era bueno.

-Sigmund Freud: Que haya gente que se preocupe porqué el pollo cruzó la carretera ya revela un sentimiento de inseguridad sexual latente.

-Bill Gates: Precisamente ya va a salir al mercado el nuevo programa Office-Pollo-2017 que además de cruzar las carreteras le permitirá al pollo incubar huevos y archivar los granos de maíz.

-Zen: El pollo puede cruzar la carretera en vano porque solo el maestro conoce el ruido de su sombra detrás de la pared.

-A.Merkel: ¿Y cuánto va a costar?

-Unión Europea: Nosotros vamos a acoger 5 mil pollos y confiamos, antes de que termine el año, en recibir la primera docena y terminar el muro.

D.Trump: El hecho de que el pollo haya cruzado la carretera representa un ataque directo a la democracia y a la libertad, y no voy a tolerar más provocaciones por lo que ya he dispuesto el envío de la más impresionante fuerza militar que se haya conocido para que borre cualquier asomo de vida avícola eliminando todos los gallineros y carreteras hasta que nunca un pollo se aventure a cruzar la carretera porque ya no habrá pollos ni carreteras. ¡Que Dios bendiga a nuestros pollos y a nuestras carreteras!

-Mariano Rajoy: Cuanto peor mejor para el pollo y cuanto peor para el pollo mejor, mejor para mi el suyo, beneficio avícola, porque es el pollo el que elige la carretera y es la carretera la que quiere que sean los pollos la carretera, que los pollos son muy pollos y mucho pollos. La verdad es que me gustan los pollos porque cruzan carreteras, que un pollo es un pollo y una carretera es una carretera. En cualquier caso por las carreteras deben ir los coches y de los aeropuertos tienen que salir los aviones. ¡Viva el vino! Fin de la cita.

(euskal presoak-euskal herrira)

Jack el Destripador en los Sanfermines

 

Antes de que respinguen, me siento en la obligación de confesarles que sigo vivo y que las únicas dos verdades que se han dicho o escrito sobre mi persona es que me llamo Jack y que mi leyenda nació en Londres.

Nada tuve que ver con los crímenes que se me imputaron. Cierto que, para entonces, yo me había ganado una sólida reputación como degollador privado, pero doy fe de que sólo aplicaba mis buenos oficios a violadores, pederastas y proxenetas. Nunca he levantado ni mano ni cuchilla contra mujer o infante. Tampoco contra un animal.

Lo que ocurrió en Londres y que fue la causa de que empezara a tejerse la mala fama a la que debo mi buen nombre, es que Scotland Yard al no saber dar con la respuesta a la violencia machista que tenía a la ciudad en vilo, optó por buscar a un Jack expiatorio al que poder acusar de todos los feminicidios pendientes. Caso cerrado. Scotland Yard había hecho su trabajo y, al día siguiente del anuncio, Londres amanecía en paz.

Para la patriarcal sociedad inglesa era preferible centrar todo el horror en una sola persona que aceptar que, detrás de cada cuchillo feminicida, siempre hay más de una mano, y que ningún crimen tiene tantos cómplices como el que le cuesta la vida a una mujer.

Tuve que huir de Londres y, gracias a mi rentas en blanco y diferido, dedicarme a hacer turismo por el mundo releyendo a cada rato mis andanzas en esos medios de comunicación que, no teniendo a mano una maldita guerra de la que ocuparse, se dedicaban a especular sobre mi identidad e itinerario.

Viviendo en Estocolmo me descubrieron en Tananarive; los diez años que residí en Marsella, fui visto en California y Katmandú, y peor suerte corrí en Beirut donde se llegó a anticipar mi muerte. De mi estadía en Santo Domingo no se enteró nadie. Para entonces yo andaba por Bucarest, Ankara y la Polinesia.

Lo que tampoco nadie supo nunca fue que, entre puertos y aeropuertos, un buen día recalé en Pamplona.

Casualidad también: “Sanfermines!”

Conseguí, y un 6 de julio, la última plaza hotelera que quedaba en la ciudad y fue gracias a una repentina anulación en el hotel en el preciso momento en que yo le insistía al encargado que comprobase, por favor, si no le quedaba alguna habitación libre. Un australiano que había llegado a Pamplona decidido a tirarse de cabeza de la fuente de Navarrería, se entrenaba en su habitación lanzándose desde arriba del armario de cabeza a la cama y falló el tiro. Antes de perder el conocimiento acusó a un desconocido que se había colado en la habitación de haberle movido la cama en el momento del lanzamiento y, lo que es peor, también en el momento del impacto. El testigo era yo y, al margen de desmentir sus infundios, nada pude hacer por él. Antes de que se lo llevara la ambulancia anuló su plaza y yo ocupé la habitación en el hotel La Perla en el que, por cierto, aseguran que se alojaba Ernest Hemingway.

Del hotel salí a la calle por curiosear un rato y comprar el periódico. Ya no volví al hotel. Desde que la primera charanga me pasó por al lado mis piernas decidieron seguirla y, una hora más tarde, cuando ya lo había bailado y cantado todo, una comparsa de txistularis y gaiteros me salió al paso en Chapitela. Junto a tres mozos más con los que había empezado a andar, tinto arriba y tinto abajo, rendido caí frente al Ayuntamiento a tiempo del txupinazo. Tras el cohete y el champán, la locura se apoderó del gentío y, en volandas, trago va trago viene, bailé junto a mis cinco amigos por San Nicolás hasta arribar a la Plaza del Castillo, tal y como acostumbraba Hemingway.

Me sentía como en casa, hasta en sus más húmedos detalles. Le llaman “txiri-miri”. Estaba feliz… bueno, y un poco menos abstemio de lo que siempre he sido, pero es que en El Marceliano, donde acostumbrara, dicen, a comer Hemingway, la txistorra pide vino como los calamares una buena cerveza. Me fascinaba el humor natural de este pueblo. En Pamplona la gente, para bailar y reír, no tenía que pedir permiso. Hasta me decidí a correr en el encierro, al igual que Hemingway. Es cierto sí que, si del animal dependiese, seguro que preferiría seguir pastando tranquilamente en su retiro o contribuyendo a traer terneros al mundo, pero al menos no lo torturan ni lo matan como en una corrida de toros.

Junto al monumento a los fueros, unos tragos más tarde, disfruté la música y la danza de este pueblo, su manera de ser y compartir. Ya éramos ocho la alegre cofradía que reconfortaba el espíritu de taberna en taberna; y muy pronto fuimos una docena los feligreses que asistimos en Navarrería al tradicional salto de la fuente de la que también, me dicen, saltaba Hemingway. Al que no vi fue al australiano del hotel. Una hora después ya éramos veinte los nazarenos que nos flagelábamos kalimotxos y txupitos para mejor sobrellevar la oportuna visita a las barracas.

Los fuegos artificiales me sorprendieron solo en un banco de la Vuelta del Castillo y, a su término, levantada la veda de la ginebra por unas horas, proseguí mi periplo por los bares del Casco Viejo donde me fui a encontrar con Hemingway hasta en cuatro barras, para acabar, Hemingway y yo, emborrachándonos en las “txosnas” y paliar a dos manos horas más tarde la común resaca con un chocolate con churros en La Mañueta.

Tarde, pero de buen humor, amanecí al día siguiente. Lo que no recuerdo es dónde. Sé que iba paseando por la calle de la mano de mi resaca cuando en una esquina, de improviso, se me heló la sonrisa en pleno Julio . Volví a leer el cartel que me sobrecogiera y se volvió a repetir el mismo escalofrío. No lo podía creer y, desolado, pedí ayuda al primero que me pasó cerca para que me lo explicara. El buen hombre acabó confirmando todas mis sospechas. Yo no podía apartar mis ojos del cartel. Me estaba quedando sin aire y, esta vez, no podía echarle la culpa sólo al enfisema. Y era cerca de allí, en la Plaza de Toros.

No tarde más de diez minutos en llegar. Lentamente me quité la capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras, oteando al enemigo.

Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.

Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.

Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.

Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.

El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.

Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.

Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.

Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.

Ya estaba medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.

Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.

Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.

Una hora más tarde abandoné Pamplona. Ni siquiera me pude despedir de Hemingway.

(Euskal presoak-euskal herrira)