Manda la caballería

 

El canal 4 nos presenta el caso de una residencia psiquiátrica de Madrid gestionada por monjas que se niegan a dejar entrar a miembros de Protección Civil. Avisada la Policía de que algo extraño pasa, entran y se encuentran los cadáveres de dos monjas. Llevaban varios días muertas. Hay también una docena de residentes infectados y algunas monjas que tienen el virus. Por suerte (la locutora eleva el tono) “llegan miembros del Ejército por tierra y aire y logran controlar la situación”. Pasan imágenes de militares armados y de un helicóptero militar aterrizando (se ignora donde).

Todos los días y en todos los canales vemos reportajes con militares levantando hospitales de campaña, desinfectando estaciones, trasladando cadáveres, patrullando las desiertas calles, dando partes de guerra por televisión haya o no haya novedad en el frente. Hasta el rey aparece al mando.

Y me pregunto para qué carajo necesitamos bomberos que desinfecten, expertos que informen, municipales, transportistas, funerarias, médicos, enfermeras, biólogos… incluso monjas. ¿Para qué?

Es más, que CONFEBASK reemplace a los trabajadores en sus industrias, factorías y altos hornos por militares que lleguen por tierra, mar y aire.

Lo cantaba Evaristo con La Polla en su Séptimo de Michigan: “Va mal el negocio, manda la caballería”.

(Preso politikoak aske)

 

La normalidad

 

Que podamos volver cuanto antes a la normalidad es el deseo más compartido en el mundo. Volver a la normalidad de nuestras vidas, volver al trabajo, a la escuela, al paseo, a la panadería, a la parada del urbano, a reencontrarte con la familia, con los amigos… volver a la normalidad.

No es por avinagrar el vino del festejo pero, cuando volvamos a la normalidad, me gustaría recordar que seguirán siendo normales los casi dos millones de personas que mueren al año en el mundo de cáncer de pulmón, como el millón y medio que mueren de diabetes y hepatitis, o el millón y cuarto a los que mata la tuberculosis y la malaria, para no hablar de los 25 mil muertos diarios de hambre en el mundo, tan normales como los millones de menores sin escuela deambulando por las calles, oliendo pegamento, convertidos en mineros o en sicarios, menores buceando en vertederos…

Esa “normalidad” en la que deseamos reinstalarnos, y yo me incluyo en el deseo, no debería ser la misma. Sobrecoge pensar que esta experiencia colectiva tan dura se incorpore a la “normalidad” que venga con la misma indiferencia de entonces, que nada hayamos aprendido, porque esa “normalidad” a la que nos hemos habituado es tóxica. Yo quiero una “normalidad” que no me avergüence de mi condición humana y que me permita respirar la vida sin joder a nadie.

(Preso politikoak aske)

Desde la residencia

De improviso, de un día para otro, las sonrisas hay que suponerlas detrás de las mascarillas, las rutinas cambian, se alteran los espacios… Hay que estar a dos metros, hay que lavarse las manos todos los días y con agua y jabón, cuando sales al jardín y cuando vuelves, antes y después de comer, cuando te levantas y antes de acostarte… y ya no hay visitas. No se sabe por cuánto tiempo, no se sabe lo que está pasando. Queda claro que hay que guardar la distancia y lavarse las manos porque hay un virus y está muriendo mucha gente, sobre todo ancianos y, especialmente, en las residencias.

Y se corre la voz de silla en silla, cada dos metros mal contados, de canal en canal, de habitación en habitación. Y la voz gana matices conforme va corriendo, añadiendo ingredientes, desmintiendo rumores que, un día más tarde, se contarán como certezas antes de volver a desmentirse.

Vas a ver que para el lunes… es cosa de unos días… tal vez una semana…”

Ya saben que no, que se va a salir del virus pero no todavía, que esto va para largo y hay que ser pacientes.

El urbano sigue pasando pero ya no deja ni lleva pasajeros y cuánta falta hacen las visitas. Aunque el humor es un bálsamo y sigue siendo bueno el ánimo, cada día que pasa agrega un punto de incertidumbre y de inseguridad en quienes, con más de 80 años en su mayoría, nunca habían pasado por algo así. Encontrarte en la televisión a militares dando el parte facultativo del país tampoco resulta muy tranquilizador cuando los militares siempre andan en guerras y cuando, además, el paciente puedes ser tú. No se trata de una guerra sino de una pandemia. Los tanques no son muy efectivos contra los virus.

En el comedor, el simple carraspeo que hace un mes pasara inadvertido ahora concentra los ojos de la sospecha. Las toses podrán ser menos pero ya no son las mismas, o eso es lo que parece a quienes buscan su origen. Se acumula el cansancio, aparece el miedo.

Cómo explicar lo que está pasando. José lo definió mejor que nadie: “Han apagao el mundo”.

(Preso politikoak aske)

Los servicios del virus

 

Y bien, aquí estamos, pongamos que en un día de confinamiento, cada día más cerca del pico, pero con muchos más días en perspectiva. Hay portavoces que ya empiezan a vislumbrar los brotes verdes, como no hay día sin sobresalto ni cretino que no tenga un día de gloria. Toda la ciudadanía del mundo enclaustrada en casa. Hasta los sin techo han sido recogidos de la calle para que cumplan con el mandato de “quedarse en casa” y dormir en pabellones deportivos lo que dure la pandemia, momento en el que serán de nuevo depositados en su acera de referencia. Todo el mundo en su casa. También el vecino y el de enfrente, todos refugiados en nuestras colmenas en el entendido de que resulta imprescindible este confinamiento para preservar el bien común y lo más preciado que tiene: la vida.

Nunca había pasado en el mundo nada parecido. Cerrados los bares, las iglesias y sin fútbol, ni Formula 1, ni Eurocopa, ni toros, ni fiestas, ni procesiones, ni Olimpiadas, ni Eurovisión, ni viajes, ni idiotas a hostias por ver quien salta antes la reja del Rocío, ni turista borracho saltando del balcón…

No es por nada pero, además de algunas gratas suspensiones, si algo no le reprocho al virus es su indiscriminado modo de proceder, que no enferme ni mate a los mismos, a los de siempre, a los que de igual modo se irían con la gripe, con la diabetes, con el cáncer… que en eso consiste precisamente la peligrosidad de este virus, en que no discierne entre linajes y pelajes. De hecho, ya tiene en nómina a algunos presidentes, celebridades y altezas, además de decenas de miles de súbditos. No es agradable reconocerlo pero este virus, amén de otras consecuencias no tan agradables, le ha permitido un respiro a un planeta urgido de apagar chimeneas y tubos de escape y de cesar vertidos y de recuperar oxígeno y vida. Frenar el cambio climático, paliar sus consecuencias así sea por unos días lo ha conseguido el pánico que ha provocado el virus, demostrando que es posible enfrentarlo.

Y hay otro servicio que el virus nos esta brindando porque esta colectiva reclusión también puede ser una oportunidad, debiera serlo, para replantearnos todas esas certezas que teníamos por archivadas y que sería bueno desempolvar antes de decidir su futuro. Sin pretenderlo, este virus, los que vengan, no son sino las últimas expresiones de un sistema que colapsa y cuya fragilidad queda a la vista con asomarse a la ventana. La “normalidad” a la que deseamos reintegrarnos, yo también, sigue teniendo en la mujer a su primera víctima, sigue costando la vida por hambre y desnutrición a 25 mil personas al día, tres personas de cada cinco carecen de agua potable y otras tantas de una vivienda digna. Millones de menores en el mundo no van a la escuela, deambulan por las calles, se colocan oliendo cemento y pegamento, son prostituidos, asesinados para traficar con sus órganos, terminan como mineros, como sicarios, buceando en vertederos, uno de cada cinco vive en zona de guerra… Estos son solo algunos aspectos de la normalidad que estamos añorando. A fuerza de no querer saber de ella, de no mirarla, casi hemos llegado a creer que no existe, pero no es verdad, está ahí.

Y sin embargo esta podría ser la ocasión de darle la vuelta a la insatisfacción, de plantearnos qué podemos hacer al respecto, que no debemos seguir haciendo. Esta también es una buena ocasión para acercarnos a los afectos más queridos, para repensar nuestro futuro, dónde queremos estar, junto a quiénes y haciendo qué. Nada debería ser igual cuando el mundo vuelva a esa añorada “normalidad” y se recuperen las bolsas y el índice de crecimiento sume un dos por ciento más y se terminen de contar y de enterrar los muertos. Esa “normalidad” cuenta con tantas cruces que hasta cerrando los ojos las tenemos delante. El coronavirus, no está siendo cualquiera, pero solo es la última en llegar.

Cuando pase todo… ¿de verdad que no podremos hacer nada para que la ciudadanía que vuelva a la calle sea más consciente, más comprometida? Personas, familias que llevan semanas de confinamiento, que han asistido de un día para otro a la suspensión y restricción de buena parte de sus derechos civiles y humanos, cuando se les restituya su condición… ¿en serio que no vamos a ser capaces de inventarnos otra vida antes de que no tengamos tiempo ni para lamentarnos?

Alguien escribía una oportuna reflexión sobre el momento: “Hemos pasado de soñar con viajar en coches voladores a aprender a lavarnos las manos”.

Y de eso se trata, de lavarnos las manos, sí, y también la cara y la conciencia hasta que no haya virus, tampoco indiferencia.

(Preso politikoak aske)

¿Corona… qué?

 

Lo siento por los sordos, y ojalá que no se enfaden conmigo por esta columna de hoy. No es nada personal pero me veo en la obligación de denunciar que son los sordos quienes más contribuyen a propagar el coronavirus.

Cuando le preguntas cualquier cosa a un sordo, como no oye bien, tiene que acercarse más y más y mucho más allá de lo recomendable, que viene siendo alrededor de dos metros, y como a pesar de acercarse tanto no oye lo que le dices porque está sordo y tiene que acercarse más y más y mucho más allá de lo prudente, que algunos dicen que metro y medio es suficiente, pues la conversación empieza a ser, como poco, inoportuna y hasta me atrevería a asegurar que peligrosa. No hay forma de mantener a raya a un sordo empeñado en oír. Ni siquiera un repentino estornudo que frene su avance o un paraguas que marque la distancia pero, finalmente, consigues que te oiga, o eso es lo que crees, y el sordo responde a tu pregunta pero lo hace bajito, muy bajito, tal vez para mortificarte, y entonces es uno el que se acerca más y más y más allá de lo debido, a un par de palmos, como si yo fuera el sordo o tuviera la obligación de oírlo, y uno se acerca más y más y mucho más allá de cualquier distancia, hasta que mi oreja queda al alcance de su boca y, a bocajarro, me deletrea su respuesta…

-¿Corona… qué?

(Preso politikoak aske)