Una sola inquietud

Ninguna propuesta aúna tantas voluntades y genera mayores consensos que el empeño manifestado por la clase política de mirar el futuro.

El futuro lo ha mirado Zapatero varias veces durante el año que termina, entre otras, cuando agregaba “conservar la memoria” luego de que ETA anunciara el cese de su actividad armada, y cuando proponía mirar al futuro para que volviera a ser “el Partido Socialista un partido de gobierno”.

También Dolores de Cospedal y Rajoy han insistido en “mirar el futuro”. Cospedal lo invocaba para “no volver al pasado con portavoces del GAL”, y como argumento electoral que rindiera beneficios. Rajoy, no contento con mirar el futuro, sugería “… y dejar de levantar el puño”, amén de encontrar en la socorrida mirada al futuro la confianza en su gobierno que hoy demanda.

Esperanza Aguirre nos felicita las fiestas deseándonos “mirar el futuro con esperanza…”; Yolanda Barcina, sorprendida entre comisiones y omisiones en un nueva escena de sofá, apelaba a “mirar el futuro y olvidar el pasado”; Carme Chacón se retiraba en mayo de las primarias de su partido que elegirían al derrotado en las elecciones de noviembre, porque había que “mirar el futuro”; Francisco Camps, consciente de la impunidad de su ejercicio, también persiste en “mirar el futuro”, como Rodolfo Ares, González Pons, Rubalcaba, el Rey, la familia real…

Hasta Ferrán Adriá sigue empeñado en que “la cocina mire más al futuro”.

Pero, al margen de mis dudas sobre si será posible mirar al futuro con ojos del pasado, hay algo que me inquieta, que me desvela, que me tiene angustiado entre tanto general emplazamiento a mirar al futuro. ¿Dónde he dejado las gafas?

 

Somos

(Para http://www.desacato.info)

Somos un glorioso ejército de hormigas dedicado a la noble tarea de sembrar,  y unas siembran maíz, otras palabras y martillos, algunas más aldabas y alegrías, las hay que siembran abrazos y ladrillos… para entre todas sembrar los buenos días que, nadie lo dude, habrán de ser mañana.

Y poco importará cuando amanezca sí ese día faltamos a la cita, porque estaremos siempre, como estamos, en cada sueño, en cada aurora, en cada hermano.

Violencia machista

Por hablar o por callarse, por denunciarlo o por exculparlo,  por soñar o por resignarse, nunca ha de faltar hasta que lo impidamos, el insulto, la amenaza, el golpe de un macho despechado y violento.

Por salir o por quedarse, por obediente o por insumisa, por fuerte o por vulnerable, nunca ha de faltar mientras lo consintamos, la discriminación, la violación, la violencia machista.

Porque es por ser mujer que se la margina, que se la excluye, que se la mata.

Y ello ocurre con la connivencia de una justicia que descarga de culpa al acusado so pretexto de haber sido provocado; con la complicidad de unos medios de comunicación que siguen amparando en crónicas y titulares los llamados delitos pasionales; con la indolencia de una Iglesia que no tiene más propuestas que rezar y arrepentirse; con el beneplácito de un Estado que siempre se las ingenia para encontrar alguna nueva prioridad en la que disponer políticas y recursos; y con la indiferencia de una sociedad que sigue sin demandar respuestas porque, en su triste ignorancia, ni siquiera tiene conciencia de la más terrible tragedia que afecta su desarrollo y su convivencia.

¿Para cuándo en las escuelas dominicanas?

 

Ahora que acabamos de asistir a un nuevo aniversario del Día Internacional de los Derechos Humanos oportuno es insistir en que en ninguna persona, como en la mujer, vamos a encontrar representada la orfandad de derechos que pueda llegar a padecer un ser humano. Toda conculcación de un derecho humano siempre encuentra un agravante más, otro nuevo ingrediente que sumar a su desamparo cuando la víctima agrega a su condición de refugiada, de pobre, de presa, de negra, de desempleada… su condición de mujer.

Y erradicar la discriminación de la mujer y la violencia machista como su más sangrante sesgo, es una larga lucha a llevar a cabo en todos los espacios sociales.

Hacen falta leyes, es verdad, que encaren con rigor y  contundencia la discriminación de la mujer y la violencia machista,  pero también son necesarios jueces capaces de interpretar las leyes al amparo de prejuicios tan comunes en ellos. Recuerdo, años atrás, las declaraciones de un magistrado con respecto al caso de una niña secuestrada en plena calle y violada, que llamaba la atención sobre “la actitud irresponsable de las madres que dejan a sus hijas caminar libremente”. A falta de un mejor culpable, el juez responsabilizaba a la madre, al parecer, única custodia y salvaguarda de su hija, de permitirle “caminar libremente” por la calle, como si hubiera otra manera de regresar a casa, y como si las violaciones, la mayoría lo son, no fuesen cometidas por familiares de la víctima y, precisamente, convirtiendo el propio hogar en la escena del crimen.

Otros jueces han preferido encontrar en la brevedad de unas faldas o en la “provocativa” manera de vestir de la víctima la causa y la culpa del crimen.

Recientemente, un juez español, Juan del Olmo, dictaminaba que llamar “zorra” a una mujer no constituye menosprecio o delito. En todo caso, la intención de compararla con un animal para que “actúe con especial precaución”. Y especial precaución, efectivamente, debía tener la mujer que interpusiera la denuncia porque había sido amenazada de muerte.

Y también hace falta un lenguaje que no esconda a la mujer, que no la subordine ni anule, que no la dé por supuesta cuando no la nombra, pero también hablantes que no desvirtúen las palabras, que no las contaminen, que no contemplen acepciones tan disímiles como el zorruno ejemplo que citara o las diferencias que pueden deducirse entre un hombre público o una mujer pública. Son incontables los términos que responden a un doble lenguaje en función del género, tantos como los eufemismos con que se justifica y ampara la discriminación y la violencia machista.

Siguen los medios de comunicación insistiendo en hablar de “delitos pasionales”,  como si no tuviera pasión por el dinero el atracador que roba un banco, o pasión por el poder el político que elimina a un adversario, aunque a nadie se le ocurra denominar como delito pasional un asalto o un golpe de Estado. Siguen los medios aceptando la excusa del amor y de la propiedad para justificar un crimen.

“Yo fui el primero que la vivió”  alegaba un hombre que asesinara a su esposa frente al tribunal que lo juzgaba. También fue el último que la mató. Para muchos hombres, las mujeres nacieron muertas, fueron creciendo muertas, se desarrollaron muertas y así han vivido muertas hasta que, finalmente, un varón,  en un desprendido gesto de generosidad decidió darles la «vida», porque la vida, tal parece, es una condición ajena al hecho de ser mujer, una prerrogativa que a las mujeres les llega de afuera y cuyo portador, inevitablemente, debe ser un hombre. La «viví», la «gocé», son expresiones tan comunes como repugnantes, entre otras razones, porque excluyen del gozo y de la vida a la mujer, porque la convierten en un simple recipiente inanimado a ser usado con o sin su consentimiento, porque la deshumanizan reduciéndola a una condición aún más penosa que la animal para que nunca un concepto tan hermoso como «vida» haya tenido tan triste connotación.

Un padre desolado por la violación y asesinato de su hija declaraba a los periodistas, luego de que un haitiano fuera detenido y acusado del crimen, que él sabía que el haitiano le estaba «enamorando» a su hija. Y ese verbo «enamorar», tan vinculado a los sentimientos, tan «disculpable», tan «humano», tan «hermoso», tan común en nuestros campos para definir o explicar relaciones, no responde a los hechos cuando quien está siendo «enamorada», como era el caso, tiene 11 años y es un adulto el «enamorador».

La cobertura sentimental con que arropamos en nuestro lenguaje las más viles y machistas conductas, descargan de culpa sus responsabilidades y, tanto en las esquinas, en las redacciones de los periódicos  como en los tribunales, transforman en «pasional» el crimen, vuelven comunes y entrañables los «celos» asesinos, y convierten al criminal en un “enamorado”. Al fin y al cabo, la mató «porque la quería», «porque no podía vivir sin ella», porque fue el primero que la «vivió» y cuando sólo trataba de «enamorarla».

El amor no es una enfermedad que inevitablemente desencadene síntomas como los celos o genere angustias, reproches y violencia. El amor no mata y habrá que buscar otros culpables para explicar la razón de que en República Dominicana seis de cada diez mujeres muertas violentamente lo sean en su nombre.

Reiterar como «delitos pasionales» los asesinatos de mujeres descarga de culpa al homicida, presa de una «pasión irrefrenable y común, por demás comprensible», y contribuye con el asesino a la edificación de una coartada que lo justifique. Frente a terroristas que «matan por matar», fundamentalistas que «asesinan por odio», psicópatas que «disparan por ser locos», satánicos que matan poseídos por el diablo, un nutrido grupo de asesinos, el más numeroso, el más impune y el que más muertes provoca, curiosamente, mata «por amor».

Un amor que, en algunos casos, otra burla cruel, hasta se permite la mensual recompensa de la pensión de viudedad a quien fue condenado por asesinar a su mujer. El caso, no es el primero, se denunciaba en estos días en la prensa gallega. Un hombre condenado a 26 años por matar a tiros a su mujer y a su hijo en 1998,  ha venido cobrando desde entonces de Hacienda  alrededor de 800 euros como pensión de viudedad. El caso habla por sí solo de la desidia administrativa en relación a la violencia machista.

La principal desgracia que tiene República Dominicana y muchos otros países donde ser mujer puede costar la vida, es la violencia machista, y el problema es que ni siquiera parece haber conciencia de la insoportable gravedad de una situación que, al margen de puntuales excepciones, sólo la encaran organizaciones de mujeres, casi siempre desconsideradas, sometidas a la burla y el escarnio por unos medios de comunicación que son, consciente o inconscientemente, sostenedores de las causas que alientan esa violencia.

Lo son, a veces, por lo que dicen, cuando ensalzan inobjetables y distinguidas reputaciones en absoluto afectadas por una conducta violenta y machista si por el medio suenan los apellidos o los recursos del delincuente; y lo son, también,  por lo que callan, secundando las  versiones oficiales sin mayores reparos ni objeciones, como cuando aceptaron de buen grado el suicidio en 1998  de dos niñas de doce años que habían sido halladas muertas. Aún en el caso de que así hubiera sido, a los doce años no puede haber vida de la que arrepentirse ni arrepentimiento que pueda costar la vida. Sólo cuando esos pocos años se han visto sacudidos por toda suerte de maltratos, de vejámenes y agresiones, es que dos niñas pueden llegar a buscar en el suicidio la infancia que se les ha negado, pero entonces no estaríamos hablando de suicidio, sino de un crimen perfecto, un crimen con tantas huellas que no sería posible acusar a nadie sin acusarnos todos. El crimen, el mismo crimen que nuestra sociedad comete todos los días contra niñas maltratadas por quienes están llamados a ser sus guías y su amparo, violadas por quienes tienen la responsabilidad de protegerlas, vendidas a prostíbulos por quienes deben procurar su bienestar.

Son esos medios, precisamente, quienes más pueden contribuir a enfrentar la ideología machista negándole sus coartadas, sea desde crónicas o titulares; rechazando la publicidad sexista; suprimiendo las emisiones de música que propongan “comerse ripiada a una mujer”, o “matarla porque no tiene corazón”, por ser “mala mujer”, o porque “le gusta la gasolina”; eliminando la difusión de cualquier contenido que aliente o justifique la discriminación de la mujer, porque mientras esta sociedad siga considerando a la mujer como un objeto, como una propiedad; mientras se siga denigrando a la mujer a través de burdas y soeces canciones; mientras siga siendo motivo de repulsivos chistes en tertulias de medios;  mientras persista la discriminación laboral, jurídica o de cualquier índole; mientras siga utilizándose a la mujer como reclamo sexual de cualquier comercial, concurso o vídeo‑clip; mientras sigamos hablando de «delitos pasionales» y los celos sigan siendo la más humana de las excusas y el alcohol el más socorrido de los pretextos; mientras las denuncias contra los malos tratos sigan siendo atribuidas a «pleitos de marido y mujer»; mientras el asesinato de una mujer pueda representar para algunos criminales, incluso, prestigio y reconocimiento social; mientras sigamos advirtiendo en cualquier gesto amable de mujer una inequívoca señal de interés personal, en cualquier cortesía de mujer una desesperada invitación a la cama y en cualquier sonrisa de mujer una irrefrenable incitación al sexo; mientras sigamos sin entender que la violencia machista no es el problema sino la consecuencia de una ideología que esta sociedad encumbra y esconde en la bragueta de abajo y en la bragueta de arriba, no tendremos derecho a ser una sociedad, ni a progreso alguno, ni a soñar con un mejor futuro, tampoco a la dignidad que se supone a la condición humana.

Y sí, hay que crear leyes, hay que formar jueces, periodistas, profesionales capaces de entender la discriminación de la mujer y todas sus brutales secuelas y, en consecuencia, enfrentar la ideología machista, pero si hay un espacio en el que esta sociedad debiera volcarse, ese espacio es la escuela.

Cuenta Eduardo Galeano que, hace 200 años,  Simón Rodríguez, director de Educación en la bolivariana Venezuela, a pesar de quienes creían que “el cuerpo es una culpa y la mujer un adorno”, “sentó a estudiar juntos en las escuelas a niños y niñas que, además, estudiaban jugando.” Así debía de ser, afirmaba Simón Rodríguez, “para que desde niños, los hombres aprendan a respetar a las mujeres y las mujeres aprendan a no tener miedo a los hombres”. También decía que había que ayudarles a pensar, a usar su propio juicio, a preguntar lo que ignoran, “porque pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbran a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos”, y señalaba Rodríguez que “al que no sabe cualquiera lo engaña, y al que no tiene cualquiera lo compra”. “Enseñen y tendrán quien sepa; eduquen y tendrán quien haga”, insistía quien fuera maestro de Simón Bolívar.

Dos siglos después seguimos necesitando en República Dominicana instituir esa imprescindible zapata social

para la convivencia y el desarrollo que es la escuela, en la que restituir en cada ser humano todos sus derechos a ser y manifestarse, en la que aprender a construir entre hombres y mujeres relaciones de equidad y respeto.

Y esta necesidad no admite un solo día de espera.

«Vienen tiempos muy duros»

Lo acaba de advertir el rey mientras despedía al gobierno que sale y daba la bienvenida al gobierno que llega.

Hace algo más de diez años, un día, el informativo de Televisión Española nos puso al corriente de la renovación de la flota de aviones de Iberia. A un costo de 2.500 millones de dólares y durante seis años, unos 80 nuevos aviones irían sustituyendo a los existentes, pero más que la noticia me llamó la atención entonces el tono de despilfarradora euforia con que el locutor anunciaba la buena nueva y que, además, completó con las ya tradicionales estadísticas que situaban la orden de compra española como la más importante, por su volumen, de la historia de Europa. O lo que es lo mismo, que nunca antes un país europeo se había gastado tanto dinero comprando aviones.

Me llamó la atención el desmedido entusiasmo del locutor del informativo porque tú, como yo, seguro que estás acostumbrado a escuchar las quejas de quienes luego de ir de compras al supermercado, regresan a casa lamentando los precios que debieron pagar. “¡Cincuenta euros y no he podido comprar ni la mitad de lo que necesitaba! A nadie, en esas circunstancias se le ocurre volver a casa para comunicarte entre saltos de alegría que acaba de hacer una compra ruinosa y que ningún vecino se ha dejado tantos cuartos en la registradora del supermercado. Nadie te va a confesar alborozado que ha batido el récord del barrio en pago de facturas.

Siguieron pasando los años y sucediéndose las compras y los gastos millonarios en el mismo exultante tono: aeropuertos sin aviones, trenes de alta velocidad sin pasajeros, estadios olímpicos sin deportistas… Los campos se llenaron de hoyos, pero no para sembrar patatas sino para “birdie”, para “eagle”, dado que pronto nos convertiríamos en el país europeo en contar con más campos de golf.

Otro día, volví a asistir en el mismo informativo a una nueva exhibición de júbilo, tan exultante como la que citaba al principio, cuando nos informaron la compra, a cargo del Ministerio de Defensa del Estado español, de 24 misiles estadounidenses Tomahawk.

A un coste de 72 millones de euros, la operación incluía la integración de los artefactos en fragatas y submarinos. Con la elegancia que requería la noticia y el imprescindible toque de entusiasmo que aportó el locutor, la armada española dispondría de un misil capaz de alcanzar un objetivo situado a 1.600 kilómetros de distancia con un margen de error de sólo diez metros y sin necesidad de arriesgar a sus pilotos. Todo lo cual, agregaba alborozado el locutor, “posibilitará que España se convierta en el tercer país del mundo en disponer de dicha arma, tras Estados Unidos y Reino Unido”. El uso de los misiles, siguió el locutor ponderando las virtudes de la compra, quedará limitado a las ocasiones en que las Fuerzas Armadas españolas operen en coalición con las de Estados Unidos.

Nadie, cuando vuelve del supermercado, extiende regocijado su compra sobre la mesa mientras declara al resto de la familia, entre ovaciones, que acaba de hacer la compra más cara del año y que sólo el vecino del 2-B y el del 1-A han comprado tantas y tan caras angulas.

Lo normal es que tus compras en el supermercado se discutan en familia, se cotejen los precios, se comparen ofertas, se elija el día más adecuado, se busque la mejor manera de comprar lo imprescindible y pagar lo inevitable. Y a nosotros,  al menos todavía, no hay cláusula de compra, como en el caso de los misiles, que nos obligue a que la merluza que compramos en la pescadería, además de pagarla, debamos comérnosla con la dependienta, pero  quienes regían los destinos del mercado que, por cierto, siguen siendo los mismos que hoy lo dirigen, no compartían nuestra desconfianza y hasta lamentaban no haber gastado algunos millones más en circuitos para Fórmula-1, familias reales, guerras de perejil, visitas del Papa,  finos trajes o medallas de oro del Congreso estadounidense, aunque fuese a costa de eliminar subsidios, de recortar derechos, de aumentar el desempleo.

Claro que, había una clara diferencia entre sus compras y las nuestras que explicaba porqué a nosotros nos alarmaba e indignaba el despilfarro y a ellos les daba risa, y es que nuestras cuentas debíamos pagarlas nosotros y las de ellos… también.

Hoy, mientras siguen, porque siguen los mismos, multiplicando dislates y beneficios, ya en otro tono,  nos reprochan haber vivido por encima de nuestras posibilidades y nos anuncian, sin cuidar ni el disimulo, como si ni si quiera conserváramos la memoria, que vienen tiempos muy duros y que, a partir de ahora, hay que pagar el café.