¡Torero…torero…torero!

(Del libro “Diario íntimo de Jack el Destripador”, escrito por Koldo Campos Sagaseta e ilustrado por J.Kalvellido)

Lentamente me quité la capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras, oteando al enemigo.
Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.
Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.
Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.
Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.
El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.
Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.
Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.
Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.
Ya estaba medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.
Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.
Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.

La otra memoria histórica

Entre los muchos argumentos que los taurinos han venido esgrimiendo contra la soberana decisión del parlamento catalán de prohibir las corridas de toros en Cataluña los hay de todas clases: cínicos, hipócritas, paradójicos…
Quienes han prohibido, por ejemplo, partidos políticos, han cerrado medios de comunicación, han censurado voces e ideas, y siguen prohibiendo toda manifestación y derecho que no compartan con el mismo empeño en que lo hicieran en el pasado, curiosamente, expresan ahora su pesar, apelando al derecho a la libertad, por esa prohibición que los deja sin fiesta en Cataluña.
Quienes nunca consideraron que el que no quiera aborto, que no lo practique; que el que no quiera divorcio, que no se separe; que el que no quiera ejército, que no se enrole; que el que no quiera misa, que no vaya; que el que no quiera España, que no la comparta…hoy razonan, por fin, que el que no quiera corridas de toros, que no asista. Eso sí, en cualquier caso, que las pague y subvencione porque son muy caras y sin dinero público que las sostenga, ni siquiera haría falta prohibirlas.
Se acusa, paradoja inexplicable, que el nacionalismo atente contra la fiesta “nacional”, cuando es sabido no existe el nacionalismo español, no obstante la constancia de fiestas nacionales, audiencias nacionales y demás patrimonios nacionales tan poco nacionales como indisolubles.
Quienes han conducido al paro a más de 4 millones de personas y no han mostrado empacho en seguir alimentando esa cifra, de improviso, hasta se conmueven por la suerte que pueda correr el único catalán que ejerce de torero y la única plaza de toros que queda en Cataluña.
Hasta ha habido quienes como el filósofo, con perdón, Fernando Savater, ha considerado un privilegio del toro ser degollado en una plaza tras una “principesca” existencia.
Pero si alguna defensa a favor de las corridas me ha parecido vil, tanto como contraproducente para quien la esgrime, es apelar a la memoria histórica, curiosamente, quienes más sufren de amnesia, y recordar, como han hecho numerosos medios, aquellos viejos tiempos en que la Monumental de Barcelona, los domingos y fiestas de guardar, abarrotaba sus tendidos de españolas mantillas, castañuelas y caudillos. Harían mejor en no recordárnoslo pero entonces no serían tan cretinos.

Una mujer

Amo a una mujer que no pacta compromisos
ni se aviene a consensos delante del espejo.
Una mujer que ya no cree en profetas
ni acepta más historia que sus manos.
Una mujer que abre ventanas
aún con más rapidez que yo las cierro.
Una mujer que nunca tuvo
verdad más aprendida que sus pasos.
Una mujer que ama las rosas
pero no por mujer sino por rosas.
Una mujer que no se agota
ni denuncia al reloj por desacato.
Una mujer que no se alquila
ni enmarca ni encuaderna.
Una mujer que me ayuda a ser hombre.

I love USA

La primera leche que bebí en mi vida, al margen de la que mi madre dispusiera, fue la leche en polvo americana que la parroquia del barrio entregaba a mi progenitora, viuda y con 5 hijos, obsequio del Plan Marshall.
El primer juego que disfruté fue Fort Apache, con sus correspondientes y plásticos jinetes del Séptimo de Caballería y algunos desnudos indios como triste oposición.
La segunda vez que pasaron los Reyes Magos por mi casa me dejaron un Winchester que disparaba flechas y un Colt plateado de cachas nacaradas que, si bien no disparaba, al menos hacía ruido.
El primer destino que ambicioné fue ser sheriff de Alabama, de Tucson, de Arizona…
Comencé a amar el cine viendo Bambi, y La Reina y el Vagabundo de Walt Disney.
El primer sueño erótico del que tengo memoria fue Marilyn Monroe.
Supermán fue el primer comic que cayó en mis manos.
Las citas más esperadas en la televisión, la de los martes con El LLanero Solitario y la del sábado con Bonanza.
Mi primera mascota, Rin tin tín, antes de que llegara Flippers.
La primera risa propia se la debo a Groucho Marx y sus hermanos. La segunda a Charlie Chaplin y Buster Keaton.
El primer muerto honorable que mis nueve años enterraron fue John F.Kennedy.
El primer afiche que colgué en mi habitación fue el de Paul Newman, al que siguió Marlon Brando, Elizabteh Taylor y Lee Marvin.
Al igual que Kirk Douglas, también fui Espartaco, y el hijo de Odín con Tony Curtis, y Bogart en Casablanca, y Walter Matthau y Jack Lemmon en todas sus geniales comedias.
Mi primera reivindicación fue ponerme los «jeans» que les veía a los demás niños en lugar de mis pantalones cortos de «pata de gallo» regalo de una tía a la que nunca perdoné el agravio.
Mi bebida preferida, una soda negra con burbujas.
La exquisitez más deseada, una hamburguesa con papas fritas.
Mi primer secreto, los humeantes y cancerígenos cilindros que me fumaba en el baño.
En 1969 fui el cuarto astronauta en poner el pie en la Luna, y con excepción de Frank Sinatra, nadie ha cantado mejor que yo «Extraños en la Noche».
La primera vez que enloquecieron mis piernas fue oyendo a Louis Amstrong y tampoco fui inmune a Elvis Presley.
La primera vez que vi a un hombre volar, luego de Peter Pan, fue a Michael Jordan.
La primera vez que me soñé poeta fue escuchando a Bob Dylan y a Joan Báez.
La vez que me hice adulto fue esa noche en que la razón y el derecho pesaron más en mi conciencia que todas las emociones que he citado y algunas más que ya ni importan, y aprendí que nada tienen que ver todos los irrenunciables amores que guardo de ese gran país que es Estados Unidos, con esa indigna recua de presidentes y gobiernos infames y asesinos; con ese imperdonable historial de crímenes y atropellos, de invasiones e invadidos; con esa maldita visión de la vida que cree que el tiempo es oro y que el mundo termina en río Grande; con ese brutal desprecio hacia todo aquello que no quepa en el inglés; con esa perversa ingenuidad que transforma a los niños en psicópatas; con esa desgraciada fantasía de neón en la que no caben los negros, los latinos, las mujeres, los «ninguneados» que no tienen con qué pagarse el «sueño»…

Gestos por la paz

Que a uno de los pretorianos municipales que Yolanda Barcina, alcaldesa de Iruña, paga y emplea para que aporreen ciudadanos, le diera por amenazar en plenas fiestas de la ciudad a un vecino con cortarle el cuello, en un inequívoco gesto con el dedo, bien mirado, nada tiene de particular y hasta podría justificarse al calor de un buen caldo sanferminero. Tampoco es la primera vez que ocurre ni son, las pasadas, las primeras fiestas en las que a los uniformados mamporreros se les van las manos y demás extremidades. Para eso es que están y por eso es que cobran. Vulnerar derechos e irrespetar ciudadanos es su cometido y en él se afanan.
Pero que a la siempre modosa y circunspecta vicepresidenta del gobierno español, esa que nunca pierde la compostura, tan recatada ella, tan elegante, tan señora, se le fuese el dedo en el mismo grosero y violento gesto, y no en la conflictiva calle, sino en el sosiego de su parlamentario escaño, a cualquiera sorprende y preocupa.
Sólo dos posibilidades se me ocurren capaces de explicar la infeliz coincidencia entre el gesto del guardia municipal de Iruña y el de la vicepresidenta del gobierno español, con el agravante de que las dos posibilidades son desoladoras y que hasta podrían darse ambas a la vez.
O Doña María Teresa Fernández de la Vega nos tenía engañados y tras su apacible y serena presencia escondía, realmente, el intelecto de un bodoque pretoriano pamplonés, o ese guardia municipal de la Barcina cuenta con todos los atributos y condiciones necesarias para llegar a ser algún día vicepresidente del gobierno.