«…sólo con avemarías»

“No se puede administrar la Iglesia sólo con avemarías” declaró el cardenal Paul Marcinkus allá por los ochenta y en medio de un mayúsculo escándalo en el que, además de su púrpura figura, resultaron implicados el Instituto para las Obras de Religión que se ocupa de las finanzas de la Iglesia, el banco del Espíritu Santo, el banco Ambrosiano y otras instituciones vaticanas.

Marcinkus que, curiosamente, había nacido en Chicago, nunca perdió la compostura. No la perdió entonces, no obstante la secuela de asesinatos, supuestos suicidios y más que sospechosos accidentes que costaron la vida a media docena de implicados, como el propio Calvi, director del banco Ambrosiano y cuyo cadáver apareció colgando de un puente del Támesis.

Tampoco la perdió cuando fue acusado de estar detrás del atentado a Juan Pablo II y de la desaparición de Emanuela Orlandi, una niña italiana.

“No se puede administrar la Iglesia sólo con avemarías” insistía el cardenal.

Marcinkus nunca fue procesado. Se mantuvo al frente de las finanzas vaticanas hasta que algunas avemarías más tarde, tras pronunciarse el Tribunal Supremo Italiano y con la venia del Papa, consideró conveniente su retiro a los Estados Unidos. Ni siquiera entonces dejaron de acosarle las sospechas, en este caso, del Departamento de Estado de los Estados Unidos y por tráfico de oro, pero acabó sus días, plácidamente, en una lujosa mansión de Arizona, próxima a los campos de golf de Sun City, donde practicaba ese deporte y rezaba avemarías.

Su entrañable amigo Ratzinger, ya convertido en el Papa que nunca quiso ser, acosado por los años y las filtraciones, vía su mayordomo, de ciertas interioridades muy poco edificantes sobre su pontificado y su entorno, acaba de presentar su dimisión.

“Las cuentas del hombre sin Dios no salen”, había dicho Benedicto XVI poco después de asumir el cargo. Las cuentas de la Iglesia sí.

Tenían razón los dos: “No se puede administrar la Iglesia sólo con avemarías”.

¡Chorizos!

Son una recua de maleantes y ladrones; un atajo de hipócritas y mangantes; una camarilla de atracadores, de evasores, de farsantes.

Y ni siquiera es necesario ponerles nombres y apellidos a quienes conforman la surtida nómina de delincuentes con licencia a la que aludo porque es tal la unanimidad entre la gente para reconocerlos y señalarlos que cualquiera sabe de quienes estamos hablando; es tan grande el consenso al respecto de a qué salteadores nos estamos refiriendo que ni siquiera es necesario identificarlos.

Basta que uno salga a la calle y, simplemente, pronuncie la palabra “chorizo” para que nadie tenga la menor duda de que no estamos hablando de embutidos y sepa, además, con precisa exactitud de qué clase de fiambre se trata.

Ya no sólo en el Congreso gozan de mayoría absoluta. Ahora también la han conseguido en el código penal hasta el punto de que ya no queda artículo en ese código que haya resultado ileso.

Sí, son ellos, los mismos, los de siempre, los que nos reprochaban haber vivido por encima de nuestras posibilidades; los que nos exigían trabajar más y cobrar menos; los que nos demandaban nuevos sacrificios; los que se lamentaban de tener que aplicar medidas que, no siendo de su gusto, eran inevitables; los que nos animaban a salir de esta crisis con perseverancia y esfuerzo, los que nos exhortaban a soportar las cargas y recortes con comprensión y humildad, los que se proponían la regeneración de la política, los que aseguraban no tener nada de lo que avergonzarse.

Y son lo que son, una turba, una horda de chorizos, una banda criminal al gobierno de un estado delincuente.