Sostenida y sustentable

Sí, es posible que algunos no lo entiendan y, lo que es peor, que ni siquiera terminen de creerme pero, mientras el día sustancia su trajín habitual de ajustes, más ajustes y recortes, generalmente sostenidos y sustentables, yo sigo aquí sentado, absolutamente en blanco, sin sustento alguno como idea que sostenga la virginal cuartilla.

Y sí, lo confieso, también es verdad, estoy harto de oír hablar de la sostenibilidad del empleo, de economías sustentadas, del sostenimiento del progreso, de los retos sustentantes que habremos de sostener para sustentar las sustantivas inversiones a la espera de futuros, por supuesto, sustanciosos, que hagan posible  el desarrollo sostenido y sustentable.

¡Estoy harto, lo reconozco, no puedo sostener tanto sustento! Y como el sustentador de informaciones en la televisión persista en contarme y sostener más sustanciales noticias, mucho me temo que, en cualquier momento, va a darme un sostenido ataque al sustentable y van a tener que trasladarme a un sostén de urgencias o, incluso, internarme en un sustentáculo especializado.

¡Ya no aguanto más que todo se sostenga y se sustente…el déficit previsto, el plan de viabilidad, las reformas laborales, la retirada de Afganistán, la primavera árabe, el kilo de antxoas, el divorcio de la duquesa, el juego de Ronaldo, los buenos días y las buenas noches…

En fin, y no voy a seguir abrumándoles con más sostenidas y sustentables confidencias, que a estas alturas de la columna ya habrán notado que se trata de una muy sustanciosa reflexión, obviamente, sostenida y sustentable.

 

La experiencia y los pendejos

La experiencia y los pendejos

 

No hay valor que reivindique más un banco que su experiencia ni político que no ensalce entre sus atributos mayor virtud.

Bankia vendía su experiencia como su principal activo, y por ello contaba en su dirección con un experto gerente, Rodríguez Rato, quien ya había demostrado su experiencia como ministro de economía del Estado español durante ocho interminables años que le abrieron las puertas de la dirección del Fondo Monetario Internacional, no fuera a ser que su experiencia se perdiera.

Entre los políticos, no hay aspirante a un cargo que no alardee de su experiencia. Hasta se ufanan en ponderar todos los días sus pasados desempeños y fructíferas gestiones, así fueran presidentes, ministros, alcaldes o simples funcionarios.

No hay experto ministro de economía que, cumplido su ciclo como tal, no comprometiera su experiencia con la empresa privada, ni ex presidentes que no hayan hecho valer sus experiencias en manos de importantes compañías.

La experiencia es un grado aseguran los expertos en la Bolsa de Valores. Y la experiencia pasa por los juzgados, sube al púlpito, se exige en los mercados de trabajo, descansa en los cuarteles…

La verdad es que la experiencia es una de las más estimadas capacidades que adorna a los seres humanos. Hasta me atrevería a segurar que su mayor virtud, si no fuera porque todavía no se ha privatizado y, para manifestarse, precisa la memoria.

Y ahí es donde naufragan todos los honorables miembros de esa fauna de expertos en la ruina, porque no importa lo que cubran o corten, lo que callen o mientan, nosotros seguimos conservando la memoria.

Se lo digo por experiencia, antes que guardar ese dinero que no tiene en el mejor y más experto banco, le recomiendo el peor colchón. Al fin y al cabo, los paraísos fiscales ya están llenos y, además, no aceptan calderilla. Y con el colchón no tiene que hacer fila, ni rellenar instancias, ni firmar documentos, ni aportar garantías o avales. El colchón no le cobra comisiones, no tiene horario, y tampoco le inunda el buzón con propaganda. Sí, es verdad, el colchón no regala platos y, lo que es peor, carece de experiencia, pero con el dinero que se ahorra en comisiones puede ir a comer a un restaurante y consolarse pensando si le roban, que no fue el mismo compulsivo delincuente que le ha robado siempre, sino otro pendejo como usted.

Y antes de volver a depositar su voto y su confianza en los tantos  expertos en trajinar miserias por congresos y ayuntamientos, busque la inexperiencia de los recién llegados,  sus blancos sumarios, sus nuevos expedientes, y consuélese pensando si le engañan, que no fue el mismo apremiante mentiroso que lo ha engañado siempre, sino otro pendejo como usted.

 

El cuento de la justicia

Había una vez un ministro de justicia español llamado López Aguilar que,  para mejor calzar la ley con su criterio y evitar que los presos vascos recobraran la libertad, así ya hubieran cumplido las condenas que él mismo les impusiera, decidió que a esos presos se les “construyeran nuevas imputaciones.”

Había una vez otro ministro de justicia español llamado Mariano Fernández Bermejo que, cuando se cansaba de evacuar sentencias, salía de cacería a matar animales sin disponer siquiera de licencia, menos aún de discreción, en compañía de otros amigos y honorables jueces como el versado en monterías Baltasar Garzón.

Había una vez un presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial español, llamado Carlos Dívar, que  cuando se aburría de atender tantos asuntos y despachos,  aburrimiento que acostumbraba a comenzar los jueves, daba inicio a su “semana caribeña” por Marbella, a donde trasladaba su agenda de reposo, sus siete guardaespaldas, sus coches oficiales, sus más íntimas cenas, y cargaba las cuentas al Estado.

Pues bien, este no es el cuento que prometí en el título sino la crónica diaria de una justicia que castiga la opinión con la cárcel y amnistía fraudes fiscales, banqueros y duques; que ha convertido la resistencia pacífica en desacato y que sanciona como organización criminal la movilización; y que ha transformado la cadena perpetua que no existe, en “condena indefinida”. Este no es el cuento sino la insoportable agonía de un monarca que, desde que se lo permiten sus safaris, pronuncia frases tan elocuentes como: “la Justicia es igual para todos”,  la historia de un país que se desploma y al que le deseo suerte y, sobre todo, que no salpique.

El único posible relato que nos queda es el que estamos escribiendo y que, no importa los oráculos mientan que es un cuento, habremos de convertir en nuestra historia, sin brujos entogados ni coronados necios. Si acaso, en esa historia habrá una niña, una puerta abierta, un viejo árbol, un abrazo en la calle, una mesa común y una mano fraterna.

 

 

 

«Egin» vive

El diario vasco Gara, en su edición dominical, publicaba un amplio reportaje sobre el estado en que se encuentran las instalaciones del periódico Egin y de la emisora Egin Irratia, medios cerrados en 1998 por orden del juez Garzón y con el beneplácito del Estado.

Hace 3 años, el Tribunal Supremo, declaraba improcedente la clausura de esos medios e instalaciones que siguen, no obstante la sentencia, sin devolverse a sus legítimos propietarios.

Escribía Fermín Munarriz al respecto: “Atravesar  la puerta principal de Egin es viajar al corazón de las tinieblas judiciales”.

Y al denunciar el lamentable estado en que están esas instalaciones Munarriz describía, más que su abandono,  la ruina en que se encuentra la justicia española, una justicia agrietada y hundida, que apesta a ácido, que tanto como polvo acumula escombros y pastosos charcos. Una justicia cuyos valores han sido arrancados, su independencia saqueada, sus materiales revueltos, sus archivos desbaratados y de la que no han dejado ni los pasamanos ni las barandillas. Una justicia expuesta a que las aguas sucias de sus cloacas sigan introduciendo desperdicios, para acabar formando una gran barricada de desechos.

De la larga e impune cadena de atropellos han transcurrido ya 14 años. Once periodistas siguen estando presos y secuestrados dos medios de comunicación.

Muy pronto, aunque siempre será tarde, esos once periodistas libres volverán a casa. La noticia la podremos leer en Egin, así se llame Gara… Lamentablemente, también entonces, la justicia española seguirá siendo la misma barricada de desechos que hoy nos niega el derecho a la vida.

El Nobel de la Paz no se merece a Fidel

Otra vez,  distintos organismos e instituciones se están dando a la tarea de promover a Fidel Castro como Nobel de la Paz.  Encomiable esfuerzo, sin duda. Yo, sin embargo, no soy de esa opinión. Me consta que quienes respaldan la iniciativa no lo hacen con ánimo de insultar a Fidel Castro, pero ocurre que siendo el dirigente cubano uno de los seres humanos que más ha contribuido a hacer posible la paz,  el Premio Nobel de la Paz no se lo merece a él.

Fidel y el pueblo cubano llevan años ganándose el respeto de quienes en el mundo seguimos empeñados en soñarlo de otro modo, pero el premio Nobel no se creó para reconocer los esfuerzos que Fidel Castro y su pueblo vienen realizando desde aquel bendito fin de año en que comenzaron a reescribir su historia y la nuestra. El Nobel de la Paz no se otorga por los logros que en materia de salud, de educación, de respeto a los derechos humanos, entre otras virtudes,  han puesto de manifiesto Fidel y su pueblo.

Ignoro si lo hicieron desde su inicio y si acaso esa fue siempre la intención de quien les dio el apellido pero, en cualquier caso, poco tardaron los premios Nobel en poner en evidencia sus vergüenzas con reconocimientos intolerables.

En memorias del Fuego (II tomo) cuenta Eduardo Galeano algunos de los méritos que hizo el ex presidente estadounidense Teddy Roosevelt para obtenerlo: “Teddy cree en la grandeza del destino imperial y en la fuerza de sus puños. Aprendió a boxear en Nueva York, para salvarse de las palizas y humillaciones que de niño sufría por ser enclenque, asmático y muy miope; y de adulto cruza los guantes con los campeones, caza leones, enlaza toros, escribe libros y ruge discursos. En páginas y tribunas exalta las virtudes de las razas fuertes, nacidas para dominar, razas guerreras como la suya, y proclama que en nueve de cada diez casos no hay mejor indio que el indio muerto (y al décimo, dice, habría que mirarlo más de cerca) Voluntario de todas las guerras, adora las supremas cualidades que en la euforia de la batalla siente un lobo en el corazón, y desprecia a los generales sentimentaloides que se angustian por la pérdida de un par de miles de hombres. Este fanático devoto de un Dios que prefiere la pólvora al incienso, hace una pausa y escribe: Ningún triunfo pacífico es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra. Dentro de algunos años recibirá el Nobel de la Paz”.

A semejante personaje siguieron otros de la misma ralea.

Desde 1901, en que se creó el premio, hasta 1936, en que fue distinguido el argentino Carlos Saavedra, nunca había sido elegido un latinoamericano, africano o asiático. Todos los homenajeados con tan gloriosa distinción habían sido estadounidenses o europeos, como si la paz no dispusiera de otros acentos y no fueran estos más creíbles.

Tuvieron, de todas formas, que pasar otros 24 años para que en 1960 el sudafricano Albert Lutuli,  aportara su nombre al esfuerzo de la paz convirtiéndose en el primer africano en ser homologado como Nobel y en el segundo caso en 60 años en que los jueces no encontraron un presidente estadounidense a mano o un candidato europeo que cubriera el expediente.

Ni siquiera Mahatma Gandhi, que entre 1937 y 1948 fue nominado en cinco ocasiones, fue elegido en alguna. Y los lamentos por tan imperdonable olvido que, ante el clamor popular, años más tarde reconociera el comité de sabios que administra el premio, no sirvieron, de todas formas, para restituirle su derecho a quien, curiosamente y después de la paloma, más se ha utilizado como símbolo de la paz.

En Suecia, los responsables de elegir a los premiados, ignoran que el llamado tercer mundo, no por casualidad  sino porque carece, precisamente, de la paz,  la practica y la valora aún con más amor y constancia que occidente. Quizás por ello, salvo algunas cuidadas y obligadas excepciones, como el vietnamita Lee Duc Tho en 1973,  (compartido con Kissinger) Teresa de Calcuta en 1979, Pérez Esquivel en 1980, Mandela en 1993 o Arafat al año siguiente, los elegidos como Nobel de la Paz o han sido excelentes administradores de la guerra, Anwar el-Sadat en 1978, Gorbachov en 1990, Carter en el 2002,  Lech Walesa en 1983, Oscar Arias en 1987, Al Gore recientemente, o han sido destacados intérpretes de la barbarie y el terror. Y en este capítulo, siniestros asesinos como el estadounidense Henry Kissinger y los israelitas Simón Peres, Isaac Rabin o Menachen Begin, todos Nobel de la Paz, son el mejor desmentido a un premio que, lejos de honrar, envilece a quien lo obtiene.

Barack Obama, a los pocos meses de ser presidente del país que más enarbola la violencia como conducta, la tortura como terapia, el crimen como oficio, la guerra como negocio, se ha convertido en el último canalla Nobel de la Paz  festejado nadie saber porqué. ¿Por mandar más tropas a Afganistán? ¿Por multiplicar sus bombardeos? ¿Por llenar de bases militares Colombia? ¿Por propiciar el golpe de estado en Honduras? ¿Por celebrar tiranos con licencia?

Sé que el propio Fidel Castro va a declinar la posibilidad de que, a través de ese premio,  se reconozca su valor, sus aportes, sus innegables méritos en relación a la paz y su irreprochable vida al servicio de la más hermosa y humana causa. Y no porqué Fidel, repito, no sea merecedor de ese reconocimiento, sino porque nunca podría compartir con delincuentes como los descritos su acreditación como Nobel. Por supuesto que Fidel  se merece ese y cualquier reconocimiento que quiera hacérsele, probablemente, al ser humano que en los dos últimos siglos más ha contribuido a la causa de la paz. Lo escribí hace dos años, cuando algunos insistieron en el reconocimiento, y lo vuelvo a repetir ahora: El Nobel de la Paz no se merece a Fidel.