FINALIZA VII FESTIVAL INTERNACIONAL DE TEATRO EN SANTO DOMINGO

Tras diez días de intensa actividad, entre montajes, talleres y charlas, cayó el telón en la República Dominicana del VII Festival Internacional de Teatro.

Compañías de Argentina, Chile, Colombia, Cuba, Costa Rica, Ecuador, Venezuela, Perú, España, Israel y la República Dominicana, conformaron un apretado calendario que, aunque tuvo en la capital dominicana su principal expresión, también se dejó sentir en otras localidades del país.

En principio, concluido el festival, lo único que cabe es el aplauso, especialmente, para quienes con más entusiasmo que recursos se esforzaron por conducir la empresa a buen puerto. Jóvenes y no tan jóvenes ligados al teatro y la cultura dominicana que, no obstante la precariedad con la que se vieron obligados a trabajar, hicieron cuanto estuvo en sus manos por hacer lo mejor posible su trabajo… pero sólo en principio cabe el aplauso, porque más allá del agradecido esfuerzo, el saldo no puede ser positivo. Tampoco es una novedad que no lo sea. El problema de esta edición, como de otras pasadas entregas, es que la concepción del festival se dirime en superiores despachos, en instancias no precisamente ligadas al teatro, y se ejecuta en relación a intereses que nada tienen que ver con la cultura.

Si el estado, simplemente, se limitara a poner en manos de los teatreros los medios necesarios, así sólo fueran los posibles, los festivales de teatro tendrían más que ver con los propósitos que afirman perseguir que con los que fines que explican su fracaso.

La propia inauguración del festival dominicano fue, en su diseño, un perfecto ejemplo de esta dual y triste realidad. Desde las puertas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y a los acordes de una banda de música que lo precedía, arrancaba un popular desfile con los estudiantes de teatro caracterizando llamativos personajes, algunos sobre zancos, creando situaciones jocosas; los típicos diablos cojuelos dominicanos danzando más atrás y haciendo sonar sus silbatos; un trencito transportando invitados, más actores y niños; y más gente bailando… en resumen, una fiesta teatral y participativa, libre y bullanguera, que recorrió varias calles hasta acabar desembocando a las puertas del Palacio de Bellas Artes. Allá comenzó la segunda parte, cuando esa alegre caravana comenzó a diluirse y desvanecerse por entre las butacas del teatro para que lo que hasta entonces fuera una fiesta popular se transformara en un acartonado y tedioso acto protocolar, himnos patrios incluidos. Curiosamente, dos de las “excelentísimas personalidades” que tomaron la palabra coincidieron en citar a Lorca y la propuesta del poeta y dramaturgo granadino por un teatro vital y comprometido socialmente, todo lo contrario del sopor a que se nos condenaba entre tanta vacua grandilocuencia y el recital de títulos y honores que engalanaban el pedigrí de cada funcionario.

Si fuera el mundo del teatro el verdadero gestor del festival, los festivales sólo serían discretas y espaciadas citas en el calendario, porque todo el año habría teatro, y servirían los festivales para celebrar lo que hay y podemos, y no para disimular lo que falta y queremos.

A nadie se le condenaría a una semana de ayuno para resarcirle su endémica desnutrición con un grosero banquete que, en el mejor de los casos, antes de volver a la abstinencia, sólo empacha.

Los festivales los organizan los estados, los mismos que ni siquiera  son capaces de cumplir con sus propios y ridículos presupuestos educativos, el 4% en la República Dominicana, para tratar de lavarse manos y conciencia ante una opinión pública que demanda más teatro y menos festivales, más educación y menos excusas.

Un festival debe servir para que puedan compañías y grupos de distintos países conocer e intercambiar experiencias, y para que puedan los pueblos disfrutar la fiesta del teatro y la cultura. De ahí la necesidad de que los festivales se organicen en función de los intereses de quienes lo hacen posible, sea desde los escenarios, la calle o las butacas.

Los intereses que mueven a los gobiernos nada tienen que ver con ello. Sólo buscan el relumbrón, siempre fugaz, que les procura el festival, el ruido que ensordezca la reivindicación de una propuesta popular. Eso han venido siendo los festivales de teatro iberoamericano celebrados en Santo Domingo, que hasta ese sesgo continental han terminado por perder con la forzada irrupción en la presente edición de Israel.

Tampoco ayudaron al éxito del festival los medios de comunicación dominicanos más atentos a la presencia en el país de Sor Glenda, una monja chilena cantante, cuyo único concierto consumió más crónicas y titulares que todo el festival, o las habituales reseñas de los medios sobre el nuevo aniversario del restaurante Lolita o la desazón de Bisbal por su reciente divorcio.

Las propuestas, algunas elegidas y otras impuestas, han sido desiguales, con espacios, incluso, para la mediocridad, pero hubo también propuestas extraordinarias, y en ellas prefiero centrarme, como la presencia de Kulunka Teatro y su montaje “André y Dorine” que en dos únicas funciones y a partir de una hermosa concepción y puesta en escena, entusiasmó a todo el mundo. Otro sobresaliente montaje fue la obra dominico-argentina “La Mujer”, dirigida por María Isabel Bosch y que contó con la actuación de Verónica Belloni sobre un texto de Juan Bosch. Emotiva historia, felizmente dispuesta y ejecutada, que a la excelencia del montaje, tan sencilla como conmovedora, agrega la oportuna denuncia de la violencia machista. Y a resaltar también la obra “Luna de miel y Lotra de sal” de los ecuatorianos Teatro del Cielo.

Deben destacarse igualmente los merecidos homenajes al director, actor y dramaturgo dominicano Iván García y al venezolano Rodolfo Santana, así como algunas de las conferencias, charlas y talleres que tuvieron lugar y que dada la escasa asistencia de público por la falta de promoción, al igual que muchas de las obras y propuestas, acabaron resultando un doloroso desperdicio.

Que ojalá una próxima edición de este festival quede en las exclusivas manos de los teatreros, sean sus intereses los que den forma a la cita y, sobre todo, se piense en los actores, con independencia de a qué lado del escenario estén.

Reimúndez no sabe euskara

Habían jurado ya los cargos en la constitución del nuevo ayuntamiento de Azkoitia los 8 representantes de Bildu, los 6 del PNV y los dos de Azkoitia Bai, cuando le tocó el turno al último convocado: Miguel Reimúndez, único electo del PSOE.
A pesar de su dilatada y solitaria carrera como concejal de ese partido en el ayuntamiento y los muchos años residiendo en Azkoitia, Reimúndez no sabe euskera.
Obviamente, no saber euskara no es un delito, así se viva en una ciudad euskaldun, como tampoco es delito no saber castellano aunque residas en Madrid, pero si pretendes convertirte en alcalde, sea de Azkoitia o de Madrid, hablar la lengua del lugar parece una condición recomendable cuando no imprescindible, por más que el actual lehendakari siga sin superar esa asignatura pendiente.
En sus muchos años como azkoitiarra y concejal Miguel Reimúndez no ha aprendido euskara, hasta el punto de que el ayuntamiento le tenía asignado un traductor en los plenos para que no se perdiera detalle.
Todo ello, sin embargo, es comprensible y ajustado a derecho. Tanto como que Reimúndez, antes de jurar su cargo en castellano, pidiera a la funcionaria que leía la breve fórmula de procedimiento que, también, se la tradujera al castellano. Es verdad sí, que la conocía pero estaba demasiado entretenido con “el temblor de las manos del nuevo alcalde y su claro desprecio de la minoría” como para prestar atención a una lengua extraña. En cualquier caso, seguía estando en su derecho. El mismo derecho que tienen los 16 miembros restantes del ayuntamiento, incluido el alcalde Pello Bastarrika, a que les traduzcan al euskara lo que Reimúndez hable en castellano. Me consta que saben castellano, pero no tienen porqué renunciar a hablar y a oír su lengua materna, no tienen porqué seguir observando esa deferencia con quien no es capaz de corresponder a la misma y, además, manifiesta de tan grosera manera su desprecio hacia la mayoría.
Si ha de seguir habiendo un concejal en el ayuntamiento de Azkoitia a quien se traduzca al castellano lo que se trata en el pleno, también debieran traducirse al euskara para el resto de concejales las intervenciones de Reimúndez.
Aunque sólo sea por contribuir a la cacareada normalización lingüística.

Los listos de la clase

Todavía se insiste en hacerle creer al llamado tercer mundo que su fatídica y postrada condición, vinculada a los genes o a divinos designios, que no al destino que le han impuesto los dueños del Mercado, es la inevitable causa de que atraiga, amén de esa desgracia, toda suerte de desastres.
Y en su infortunio, reitera el primer mundo, quienes fueran continentes y hoy son contenedores, ni siquiera son capaces de administrar sus accidentes. Ninguna otra expresión como la de “tercermundista” para mejor retratar una gestión torpe, contraproducente y tardía. O sea, nefasta.
Curiosamente, en el último año, para no ir más lejos, los accidentes que han ocupado las portadas de todos los medios, y les doy el beneficio de llamarlos accidentes, han tenido como protagonistas a los listos de la clase.
En abril del 2010 explotaba y se hundía una plataforma petrolera en el Golfo de México propiedad de la compañía Transocean y que trabajaba en concesión la British Petroleum, con licencia del gobierno estadounidense. Sólo la incompetencia que la administración de ese gobierno exhibiera en relación al huracán Katrina, antes y después de la tragedia, podría competir en desafueros y falsedades con la catástrofe ocurrida en el Caribe. Acusaciones entre la compañía propietaria y la multinacional inglesa, engaños, desmentidos, informes desaparecidos, dimisiones… Obama, comprensivo y cauto al principio, acabó por irritarse ante la ineptitud demostrada por los tantos expertos y sus geniales ideas en su afán de interrumpir el vertido. El presidente estadounidense, que había autorizado la explotación de hidrocarburos en base a plataformas petroleras en el mar, hasta dejó en suspenso por unos días la medida. Detrás habían quedado playas arruinadas, aguas contaminadas, flora y fauna perdidas, y unos cuantos muertos que no fueron noticia. No eran demasiados.
Los protagonistas: los listos de la clase.
Fukushima todavía se hace sitio en los medios para seguir desmintiendo, sea con cuentagotas, todas las mentiras vertidas, casi tanta como el agua contaminada que han arrojado al mar. El ministro japonés Takeaki Matsumoto pretendió tranquilizar a la opinión pública sobre el vertido de miles de toneladas de agua radiactiva, dado que “los niveles de radiación no ofrecen riesgos a la salud humana”. Y por si acaso sus declaraciones todavía generasen suspicacias, hasta puntualizó que “el vertido de agua contaminada al mar no viola ninguna ley internacional”, horas antes de que su gobierno pidiera “disculpas” a países vecinos por esas miles de toneladas vertidas que ni vulneraban leyes ni afectaban a la salud. Nadie sabe todavía porqué se pedían disculpas, y si eran sólo disculpas lo que cabría esperar luego de que trascendiera, además de las excusas, que la contaminación en el océano sobrepasaba en 7,5 millones de veces los límites legales. Hasta las ballenas van a seguir prefiriendo que las arponeen.
Como ocurriera con el desastre del Golfo de México, también en Japón se dieron cita los más sesudos expertos, por ende japoneses, para superar en su incompetente y mendaz gestión el caso del derrame de petróleo en el Caribe. Se llega, incluso a tener que corregir desde París la magnitud de la alarma que mentía Japón.
Reproches, excusas, incoherencias, datos que se borran, antecedentes que se ocultan, y una interminable sucesión de propuestas que en cuestión de horas se aprueban y suspenden, mientras sigue ampliándose el diámetro de la desgracia y multiplicándose el número de desalojados y muertos.
Los protagonistas: los listos de la clase
Meses atrás, en Alemania, estallaba el escándalo de los huevos con dioxinas. Fue visto y no visto. La noticia, como si se tratara de un número circense de prestidigitación, se asomó a alguno de los grandes medios de comunicación y, con la misma discreción con que se nos presentara, desapareció al día siguiente de puntillas, sin hacer ruido, no fuera a provocar otro estado de alarma. Detrás quedaron millones de huevos con dioxinas en mercados europeos, decenas de miles de toneladas de piensos contaminados, casi cinco mil granjas avícolas y porcinas cerradas en Alemania, alrededor de 25 fábricas de piensos involucradas y millones de pérdidas… Y, por supuesto, las correspondientes explicaciones de las autoridades alemanas que se apresuraron a tranquilizar a la ciudadanía, la propia y la ajena, porque los niveles de dioxinas detectados no constituían un riesgo para la salud humana. Y si así hubiera sido, que no lo era, aseguraban los expertos, “sólo consumiendo muchos huevos y durante mucho tiempo podría resultar afectada la salud de los consumidores”, pero hasta en esas circunstancias, las autoridades sanitarias estimaban que “la mezcla de los huevos habrá diluido los niveles de dioxinas y se cree que no presentará riesgos para la salud”.
No había porqué inquietarse. Ni siquiera el hecho, tan viejo como consentido, de que para la fabricación de piensos se utilicen grasas y aceites industriales no aptos para el consumo humano, debe intranquilizar a nadie. Como tampoco hay que preocuparse por el hecho de que la contaminación de los huevos con dioxinas ya estuviera en conocimiento de las autoridades casi un año antes de que, finalmente, se denunciara y trascendiera.
En la eficiente y laboriosa Alemania es que también ha surgido el brote de ‘E.coli’ que primero se achacó al pepino y después a la soja, a la espera de que el tomate demuestre su inocencia y la alcachofa pruebe su coartada antes de que la berenjena sea interrogada.
Pasan los días, aumenta el número de muertos y de hospitalizados, y las autoridades alemanas siguen sin dar con el origen del brote infeccioso, repasando el santoral de verduras para dar con la que más convenga, entre discusiones, incongruencias, disimulos, pretextos…
Los protagonistas: los listos de la case.
Y mientras tanto, el tonto de la clase, aquel alumno a quien los listos de la clase prohibieran primero y bloquearan después, aquel a quien intervinieran, aquel con quien
desfogan sus peores humores, aquel de quien los listos hicieran mofa burlándose de su subdesarrollo, tan contento, dándole a los listos cátedras de ética y moral y enseñándoles a andar en bicicleta.

Un minuto de gloria

En Iruña, a la salida de algún agasajo real, una joven interpeló al príncipe Felipe. Quería saber cuándo iba ella a poder elegir entre seguir siendo una súbdita o empezar a ser una ciudadana. Peteneras aparte aguantando el tipo, finalmente, al príncipe le venció su condición y, antes de darse la vuelta, tuvo tiempo para un arrogante exabrupto: “Ya has conseguido tu minuto de gloria”.
Yo no sé si la pamplonesa hubiera deseado que su glorioso nacimiento fuera “razón de Estado”, si hubiera querido que los medios recogieran en grandes titulares sus primeros y gloriosos pasos, si le habría encantado ser filmada en sus gloriosas regatas y que sus gloriosas vacaciones abrieran las noticias de todos los canales. Ignoro si esa joven ha ambicionado alguna vez la gloria que el magnánimo príncipe le regalaba pero, en cualquier caso, es preferible defender un derecho en un minuto de gloria a la gloria de un espermatozoide.

Amenaza a la vida

Antes fue el pepino, ahora es la soja, mañana podría ser la berenjena. Declaran los expertos y aseguran los medios que “se apunta a la soja como origen del brote de E.coli”.
Ni siquiera le cabe el presunto. Si los sesudos magistrados no encuentran indicios suficientes en la lechuga o resulta cierta la coartada del tomate, todo apunta a que el origen, para no hablar de la culpa, es de la soja.
La naturaleza no da tregua y persiste en su inhumana campaña por contradecir nuestro progreso.
Las vacas decidieron contagiarnos su locura, las aves infectarnos su gripe y, como parte que son de ese contubernio animal que rechaza nuestro desarrollo, nos llegó también la fiebre aftosa cuando los ovinos se sumaron a la agresión. Los cerdos no tardaron en agregar los piensos a su porcino inventario de agravios con que disculpar amenazas y estragos, mientras los pollos aportaban sus hormonas al caos alimenticio, confabulados todos en el único y artero propósito de desmentirnos, de desautorizar nuestro estilo de vida.
Y los productos del campo y los animales cuentan con aliados naturales en esa agresión desatada contra nuestro progreso.
Incontroladas, las maléficas fuerzas de la naturaleza envenenan la tierra, contaminan el aire, aumentan el calentamiento del planeta…
Ríos desaprensivos deciden un mal día retomar su viejo camino, su curso natural, y llevarse por delante vidas y viviendas; montes desvergonzados optan, de repente, por derrumbarse, so pretexto de haber sido horadados, sepultando personas y bienes… Terremotos, tsunamis, inundaciones, tornados… La naturaleza amenaza la vida humana.
Y por si no bastara con su desoladora violencia, tienen como cómplices a unos cuantos depravados, supuestos racionales, que mientras siguen sin condenar la locura de las vacas, repudian la cordura del mercado; que al tiempo que defienden la gripe de las aves, rechazan la salud del negocio; que justifican, incluso, a la medusas por asesinas y a los mejillones por emigrantes y que, sobre todo, insisten en señalar a nuestro idílico modelo de desarrollo como origen, único origen, de todas las desgracias.