Cuídate compai (Son)

Cuídate compai

de los que dan candela

de los que cogen fuego

de los que tienen callos en la lengua,

cuídate de las cuentas y los cuentos.

Cuídate compai

de los que van de sabios

de los que van de necios

de las lisonjas y de los agravios,

cuídate de los mansos y los mensos.

Cuídate compai

del que no quiere nada

del que lo quiere todo

de las salidas y de las entradas,

cuídate del también y del tampoco.

Cuídate compay

de quien te dé el sufragio

de quien te pida el voto

de los de prisa y de los despacio,

cuídate de la fundas y los fondos.

Cuídate compai

de los que van de locos

 de los que van de cuerdos

de los caminos y de los recodos,

cuídate de los vivos y los muertos.

Cuídate compai

de quien te quiera siempre

de quien nunca te quiera

de los de espaldas y de los de frente,

cuídate de las fustas y las riendas.

Cuídate compai

de los viejos responsos

de los nuevos profetas

de las caperucitas y los lobos,

cuídate del amor y de las penas.

 

(Estribillo)

Cuídate compai que te lleva el diablo

busca otro compai para que no te lleve.

 

 

El Vaivén (Bolero/1)

Si regreso del sueño y no maldigo el día

y en el espejo alerto la estima de mis canas

y enredado en las nubes distraigo una sonrisa

y me asombra el misterio que esconde una avellana.

Si festejando esquinas oigo abrir las ventanas

y el bullicioso vuelo de un enjambre con alas

y me viene al carajo que me avise la prisa

si me detengo al lado de una estrella caída…

es que nada me importa mientras quede un bolero

y si al pasito lento de este vaivén divino

me quieres y te quiero.

Si regreso del día y no bendigo el sueño

y en el espejo miento las canas de mi estima

y perdido en las sombras concreto una amenaza

y me aburre la simple bondad de la avellana

Si deambulando aceras miro cerrar las puertas

y el silencioso paso de una pena embriagada

y me viene al carajo que me avise una estrella

porque no me detenga ni arriba ni debajo…

es que nada me importa si ya no estás conmigo

y si al pasito lento de este vaivén maldito

me olvidas y te olvido.

 

 

 

¿Accidentes o crímenes perfectos?

Otra vez Nissan, una empresa de automóviles que, por cierto, ya es reincidente en la producción de aberrantes anuncios que, en el mejor de los casos, rayan en el delito, vuelve a las andadas.

Cuenta, como todas las demás empresas de automóviles empeñadas en ver cuál es la que alcanza mayores cotas de perversidad publicitaria, con la complicidad de los medios de comunicación que nada tienen que objetar al respecto siempre que les reporte los beneficios de los que viven.

El nuevo anuncio de Nissan presenta a unos cuantos vehículos de  su último modelo, como si fueran monopatines,  ejecutando insólitas acrobacias en una ciudad en la que no existen los seres humanos. “Nissan hace de la ciudad tu campo de juego”. Ese es el eslogan en el que esa firma vuelve a relacionar en su publicidad dos conceptos antagónicos cuya asociación debiera estar prohibida: juego y automóvil.

Ya antes, Nissan había promocionado su anterior modelo con un eslogan semejante: “diseñado para jugar con la ciudad”.

Tampoco es la única compañía.  BMW, hace un año, proponía “sal a jugar”.

Vincular, desde la publicidad, la conducción con el juego puede resultar más letal que asociarla al consumo de alcohol.

Son las “ideas Peugeot” declaraba la firma antes de garantizarte la fiesta de la velocidad: “Nos vamos a divertir”.

Los fabricantes de automóviles producen modelos cada vez más caros, más rápidos y menos seguros. Ellos sólo se deben a las ganancias y las ganancias las reportan las ventas. Para aumentar los beneficios se reducen los costos de producción sacrificando la investigación y la seguridad. Sólo el capítulo de la publicidad ve crecer sus recursos. Una publicidad que crea y fomenta hábitos, que perfila maneras y gustos, y que en su apología de la velocidad y el juego  es tan responsable como la industria o el Estado de las muertes que deja el negocio del transporte.

“Nissan, hace de la ciudad tu campo de juego” porque la conducción, obviamente, es un recreo, un jocoso esparcimiento al que se convoca, sobre todo,  a los más jóvenes. Toyota  “redefinía el placer de conducir” y lo atestiguaba un conductor que reía, y Mazda  representaba “la puerta para escapar de la rutina”. “¡Escápate!” gritaba su último modelo.

Hay que jugar, hay que divertirse, porque hasta “la naturaleza puede ser aburrida” como se lamentaba SEAT ante la imagen de una patética tortuga en medio del silencio.

Los jóvenes, precisamente, son los que con más frecuencia ocupan los trágicos titulares de los fines de semana. El juego que se les proponía se interrumpió en una curva,  el placer se quedó dormido, la escapada se estrelló contra otro juego.

Nadie ha podido confirmar que los llamados muertos de la carretera, que no del automóvil ni de sus publicidad, tengan para su consuelo la gloria de la risa. Nadie ha visto a un muerto celebrar su vida, ni ganan indulgencias las alegrías por más que sean funestas, pero para ciertas empresas y publicitarias, un automóvil no es un medio de transporte, no es un vehículo en el que trasladarse, es, sobre todo, la ocasión de divertirse, de explayar la euforia cantando mientras se conduce, de espantar la tristeza de las sosas tortugas.

Jugar y conducir… Jugar, por ejemplo, a mantener el equilibrio de una botella sobre el capó de un coche, en lo que Fernando Alonso también demostraba ser un campeón.

Pero… ¿un vehículo es un juguete? ¿Son las carreteras o las calles salas de juego? ¿Qué hay que hacer para ganar el juego?  Tal vez lo que promovía otro anuncio de coches meses atrás en las páginas de algunos periódicos digitales: girar sobre dos ruedas en una rotonda virtual.

Los muertos nunca son virtuales. Muy al contrario, suelen ser jóvenes que gracias a esos medios de comunicación,  a esos publicistas, a esa industria, mientras el Estado mira para otro lado o subvenciona vehículos, salieron a “jugar” y perdieron la vida.

¿Qué más puede hacerse al mando de un volante o de un pedal? Al fin y al cabo, la diversión es el signo de los tiempos y, aseguraba Citroen, dispone de un fiel aliado: “el imparable poder de la tecnología”. Renault aún fue más lejos: “que nadie te diga lo que tienes que hacer”. Hasta Aznar tomo nota del eslogan.

Todos los días, en el mundo, miles de personas pierden la vida en calles y carreteras. El poder de la tecnología no fue capaz de salvarlas, la diversión derivó en tragedia y la fiesta en funeral.

Y todo por no saber que un automóvil no prolonga tu pene más allá de tu engaño, no rejuvenece tus arrugas, no te disimula la papada, no te hace deseable; que un automóvil no te da la mano, no te arrima el hombro, no te cede el paso, no es tu compañero; que un automóvil no te gana el respeto de tus hijos ni te garantiza el solidario abrazo de los tuyos, no es tu familia; que un automóvil no carga su combustible, no repara sus fallas, no paga en el peaje, no es independiente; que un automóvil no te comprende, porque no te escucha ni te habla, porque no compartes con él la misma cama, porque nunca coincidís en una calle, y no es tu amigo ni es tu amante.

Un automóvil no decide el destino, ni mete la primera, ni pone la segunda, ni elige adelantar por el desvío, ni se hace cargo de las vacaciones… o del hospital. Tampoco es Dios.

Un automóvil sólo es una máquina en la que vas y vienes, que te lleva y te trae. El día en que lleguemos a entenderlo serán tan pocos los accidentes y sus consecuencias que, en verdad, sólo entonces podrán considerarse como tales.

El penalty era de atún

Un jubiloso repique de campanas cerraba las aulas a las seis de la tarde para que todos, en aquel colegio de curas salesianos que también hacía las veces de orfanato, nos encontráramos en el patio. Todos, los externos y los internos. Hasta el día siguiente no volveríamos a abrir un libro. Había llegado la hora de la merienda y, sobre todo, del trascendental partido de fútbol que acompañaba la ingesta.

Cualquiera que se hubiera asomado al patio por primera vez habría podido distinguir sin el menor esfuerzo a los dos equipos.

Los internos, huérfanos llegados a aquel centro malagueño desde todo el estado español, por aquello de prevenir piojos y otras especies semejantes andábamos con nuestras cabezas al raso, como reclutas, y una bata de sospechosas rayas verticales por todo uniforme, que no disimulaba nuestra extremada delgadez.

Los externos, residentes en Málaga, tenían licencia para llevar pelo sobre su cabeza y vestir su ropa de calle sin alusiones carcelarias.

Había también otra circunstancia que a cualquier observador le hubiera permitido diferenciarnos. Los internos, una vez irrumpíamos en el patio como tropel, formábamos fila frente a dos  canastos de pan y chocolate. Entre ambos, un cura se encargaba de controlar que nadie fuera a equivocarse y a tomar una pieza de más.

Mientras los internos devorábamos, en lógico silencio, nuestros panecillos con chocolate rancio, los externos desenvolvían sus suculentas meriendas, sus apetitosos bocadillos de tortilla, de jamón y queso, de chorizo, junto a la otra portería, al tiempo que dilucidaban titulares, suplentes, tácticas de juego, estrategias, posiciones, relevos, ayudas…

Tanto rigor en el planteamiento del partido les había dado siempre grades satisfacciones. De hecho, ninguno entre los internos recordábamos algún partido que  hubiéramos ganado. Todo el mundo sabía que íbamos a perder. La pregunta era por cuánto.

En cualquier caso, si algo habíamos aprendido los internos con aquella interminable sucesión de derrotas era no dejarnos abatir por tan cruel adversidad y, todas las tardes, salíamos al patio con el mismo renovado entusiasmo que media hora más tarde sería goleado.

Hoy, sin embargo, teníamos algo a nuestro favor. Estaba lloviendo.

Inmediatamente desplegaron sus armas los externos. Era el mismo once que nos había derrotado siempre. Un portero infalible, una defensa impenetrable, un medio campo trabajador y creativo y, sobre todo, Serrano, apodado “Pelé”. Verdad es que algunos le regateaban sus méritos deportivos pero los números hablaban por Serrano. Salía a dos goles por partido… aunque fueran de penalti.

Engullidos panes y chocolates, los internos no perdíamos el tiempo diseñando nuevas alineaciones. Jugábamos los mismos que perdíamos siempre. Tampoco discutíamos estrategias o razonábamos variables diferentes. Nos daba igual, incluso, quien jugara de portero o de extremo izquierdo. Lo único que desde que acabábamos la merienda nos preocupaba era determinar a quién le correspondería esa tarde darle la patada a Serrano.

Y vuelvo a insistir en las críticas que se hacían a este jugador, a quien se le reprochaba su torpeza o su extremada lentitud, no obstante ser el máximo goleador en la historia del centro salesiano, porque Serrano, nuevamente, volvería a ser  protagonista.

Los externos, todos con sus correspondientes bocadillos en las manos, sólo esperaban que nos situáramos en el patio para empezar a avasallarnos… y resolvimos. Hoy la patada se la daría yo.

Antes de que tuviéramos tiempo de enterarnos ya los externos habían marcado su primer gol y no tardó en llegar el segundo. Había que reaccionar y reaccionamos. Luchando denodadamente logramos que el tercero no llegara hasta poco antes del descanso. Cambio de portería y Serrano que, por fin, encuentra una pelota y se decide a correr. Lo veo venir, me aparto medio metro, pasa la pelota y… levanto la pierna. Lo alcanzo en el estómago, se dobla, camina a cuatro patas, patina y se desploma sobre un charco de agua.

‑!Jo, siempre igual…lo has hecho a posta!‑ reaccionó molesto Serrano mientras se frotaba la rodilla magullada.

‑!Lo siento…fui al balón y…!‑

Después, recogí del suelo el bocadillo de Serrano, lo froté contra mi bata tratando de limpiarlo y devolverle su pasado esplendor, y se lo ofrecí.

‑!Ya no lo quiero!‑ respondió indignado.

Yo insistí en la disculpa, acepté sin rechistar el penalti con que se me sancionara y que supuso el cuarto gol de los externos, por cierto, de Serrano, y mientras éstos celebraban gozosos la goleada, desentendiéndome del partido, agradecí a la madre de Serrano sus sabios consejos sobre la conveniencia de no llevarse a la boca alimentos que hayan ido a parar al suelo y le entré a dos manos al bocadillo que fuera de Serrano. Perdimos cinco a cero.

Aquel día era de atún.

Globalización

Temprano comenzó a sangrar el rojo.

A borbotones secos suicidó sus fulgores, gota a gota, pincelada a pincelada, ante la desolación de los demás colores, incapaces de evitar tanta descolorida desgracia.

El verde presenció la roja desventura y, herida de muerte la esperanza, se dejó caer desde su altura.

El amarillo, mudo testigo de la calamidad que los convocaba, fue incapaz de asistir en silencio al verde derrame y al rojo desangrarse, vertiendo sus tonos y matices hasta sumarse al colectivo funeral.

Tampoco el naranja pudo seguir ajeno al general desplome de colores y, abrumado por la soledad, apagó sus relieves y se arrojó en los brazos del olvido.

El azul, que callado retenía en sus pupilas la tristeza de tanto desconsuelo, cerró también sus ojos para siempre.

Y entonces el violeta comenzó a llorar lágrimas rojas y verdes y amarillas y naranjas y azules, y tras despedirse de pájaros y flores, hundió su violeta condición en el silencio.

Solo, el añil buscó a su alrededor aquellas gratas compañías con las que tantas lluvias y soles compartiera, y fue languideciendo al no advertirlas, hasta decolorarse y extinguirse.

Así fue como el Arco Iris quedó globalizado.