Balaguer

Hubo presidentes que, a su paso por la llamada silla de alfileres, dejaron lucrativos negocios en manos de allegados y parientes.

También los hubo que dejaron bancarrotas, deudas acumuladas, gastos contables e incontables, contratos fraudulentos, erarios distraídos,  solares yermos…

Y  hubo quien, a su paso,  por no dejar no dejó ni aspavientos. Viudas en todo caso, muchas viudas y huérfanos, hijos bastardos y páginas en blanco.

 

Lecciones inolvidables

Yo tenía nueve años y en el orfanato en el que crecía y me educaba, dirigido por curas salesianos en el barrio de Los Capuchinos, en Málaga, por ser uno de los más pequeños, disfrutaba el privilegio de vender los domingos, durante la función de cine, entre el resto de los internos y para beneficio del centro, unas tortas de harina.

Una vez ocurrió que, al hacer el habitual arqueo, hubo una torta de menos. La torta se la había comido mi hermano mayor que, por supuesto, no la había pagado.

En prefectura y a solas frente al padre, yo me encomendé a todos los santos en la esperanza de que el dispendio pasara inadvertido, pero no iba a ser posible. El padre quería saber qué había pasado con la torta desaparecida. Parado en medio del despacho, yo guardaba silencio alegando no saber nada.

El padre, con una paciencia digna de mejor causa, insistía en que me sincerase y le contara lo ocurrido. Una y otra vez sumaba y restaba tortas y pesetas, tratando de que yo entendiera sus muy atinados cálculos.

-No sé- respondía yo, con los ojos perdidos en el suelo.

Me amenazó, ya un tanto alterado, con mantenerme de pie, sin cenar ni salir de su despacho, hasta que le dijera la verdad y para demostrármelo, se ausentó durante casi dos horas. Cuando regresó me encontró en la misma posición.

-No sé- volví a repetir yo.

Me advirtió entonces que si persistía en mi silencio nunca más volvería a vender tortas, ni a salir de paseo las mañanas de los domingos, ni a disfrutar del recreo de las tardes…

-No sé-.

Cambió entonces de estrategia y en un tono paternal, mientras me acariciaba la cabeza, comenzó a hablarme de la importancia de ser siempre sincero, de lo mucho que Dios valora la verdad, de cómo la virtud de un ser humano la determina su capacidad para encarar sus actos, de la importancia de ser responsable. Me habló del infierno en que se abrasa el mentiroso, de lo orgulloso que se sentiría mi padre, de estar con vida, si yo decía la verdad…

Y entonces, rompí a llorar y delaté a mi hermano.

De la primera bofetada del padre prefecto fui a parar a los pies de su surtida biblioteca y contra ella recibí el resto de los golpes. Cuando ya le dolían las manos, recurrió a uno de sus voluminosos ejemplares hasta que lo desencuadernó contra mi cabeza dando por aprendida la lección.

Nunca lo olvidé.

Supongo que es por ello que cada vez que escucho a un cura celebrar la verdad, ellos que tanto mienten; alabar la tolerancia, ellos que siempre agravian; bendecir el diálogo, ellos que nunca escuchan; ensalzar la virtud, ellos que más ultrajan, sólo recuerdo a aquel inolvidable cura  y me repito… no sé.

Paradojas electorales

Los tahúres exigen el “fair-play”, los dementes reclaman la cordura, los impunes alaban la justicia, los sinvergüenzas pregonan la moral, los indecentes aplauden el decoro, los ladrones ensalzan la virtud, los hipócritas proclaman la franqueza, los hijoputas celebran a su madre…y España es una democracia y Patxi López el nuevo lehendakari.

La tortura en el Estado español

 

La eliminación por parte del congreso español de 2 artículos del Código Civil que permitían a padres y tutores “corregir razonable y moderadamente” a los niños, ha convertido en ilegal el popular bofetón con el que tantos adultos enseñaron a la infancia, especialmente en el pasado, respeto y obediencia.

A partir de ahora, quienes pretendan levantar la mano contra un niño, deberán recordar primero que semejante acción puede conducirlos a la cárcel, no importa el parentesco o los motivos que aleguen en favor de su benemérito delito, porque no hay justificación alguna que ampare la violencia contra la infancia, así se trate de un simple guantazo, un sopapo o una torta.

Pero para los tantos sesudos violentos, letrados de los golpes, que aprendieron su oficio con sus hijos y hoy ven frustrada su carrera, no todo está perdido. No hay que desesperarse.

Antes de renunciar a la virtud del golpe y hacer entrar la letra con moderada y razonable sangre, quienes todavía no acepten semejantes disposiciones o sigan creyendo en los valores terapéuticos de la bofetada aplicada a la infancia, sólo deben esperar a que el niño, sobreviva, se desarrolle, crezca y se convierta en joven, y si además es vasco, tanto mejor, porque entonces podrán mantenerlo desnudo e incomunicado durante cinco días, propinarle toda clase de puñetazos y patadas, o simular su asesinato de un tiro en la cabeza, aplicarle la “bañera” y provocar su asfixia, violarlo introduciéndole un palo por el culo, entre otras aberraciones y torturas.

Si ya no es posible recurrir al hombre del saco para que el niño se coma la sopa, siempre se podrá apelar al hombre de la bolsa para que el joven se trague el cuento, se confiese el lobo o firme ser la bruja perversa y desdentada que envenenó a la princesa.

Si hoy es censurable castigar al niño de rodillas, de cara a la pared, por haber sido niño, siempre tendrán a mano castigar al joven de rodillas, de cara a la pared, por seguir siendo joven.

Si ya no se acepta el cuarto oscuro como destino del niño que no entre en razón y se niegue a crecer, siempre quedará el recurso del cuarto oscuro para el joven que no entre en razón y se niegue a morir.

Y todo ello sin que la justicia se interese en el caso, la ciudadanía se alarme y los medios de comunicación se enteren.

El mismo Estado español que escrupuloso como nadie de las buenas formas y los mejores modos, penaliza la bofetada asignada a la infancia con la cárcel, nada tiene que decir al respecto de la tortura aplicada a personas que no sea negarla hasta su evidencia y justificarla con su impunidad.

Amnistía Internacional, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y otros muchos organismos nacionales e internacionales han venido y siguen condenando al estado español por tolerar y promover la tortura.

Con harta frecuencia llegan denuncias de nuevos casos de torturas practicadas a personas detenidas bajo la acusación de terrorismo que, antes de pasar por un tribunal que dilucide su inocencia o culpabilidad, podrían ser bomberos,  pasan por las salas de urgencia de los hospitales donde curar sus “confesiones”.

Uno creía que la tortura, la más aberrante de todas las violencias, es incompatible con eso que llaman estado de derecho; que la tortura, el más infame método de terror, es inconciliable con eso que llaman democracia, pero ocurre que no, que en el Estado español todo principio moral y jurídico tiene sus excepciones y bien lo saben ellas, porque si existiera la justicia, más allá de la burla de la toga y el birrete; si la ética no fuera un mal respingo, por ende inoportuna y nada lucrativa; si los medios fueran independientes y no cautivos de los intereses de sus dueños; si la verdad no estuviera secuestrada tras un código de barras y fuera la dignidad la única propuesta; si la impunidad no siguiera amparando a quienes no responden a la vergüenza de sus cargos y han sido, además, recompensados con cargos sin vergüenza, si este Estado fuera sólo un remedo de lo que dice ser… no existiría la tortura.

Yo, por si acaso, me declaro culpable. Que ellos pongan los cargos.