Confesión

No creo en la otra vida, pero si algún día me desdigo y termino aceptando la certeza de una eternidad para la que hoy no me basta la fe, será porque piense que vidas tan generosamente entregadas a las mejores causas de los seres humanos, como la del padre Pedro Casaldáliga, no tendrían sentido sin esa prolongación de la existencia donde se vean cumplidos los mejores sueños y anhelos de todos, porque algo así debe ser la otra vida.

No creo en el cielo, pero si algún día me arrepiento de tanta agnóstica ignorancia, y acabo  agradeciendo esa divina referencia en la que todos los seres humanos sean por fin iguales, será porque, finalmente, acabe apreciando que ejemplos como el que brinda el padre Ernesto Cardenal supieron transformar el más empobrecido infierno de este mundo en la más hermosa y humana fiesta de la solidaridad, porque algo así debe ser el cielo.

No creo en la Iglesia, pero si en algún momento de mi vida reconduzco la incredulidad que hoy manifiesto en esa santa institución y termino mi vida de rodillas, implorando perdón por mis pecados y buscando en su seno mi redención eterna, será porque ejemplos como el que ofreció monseñor Arnulfo Romero, desde su vocación y entrega a la causa de los más necesitados, me demuestren con algo más digno y confiable que meras palabras, que hasta incrédulos como yo podemos tener cabida en esa fe, porque algo así debe ser la Iglesia.

No creo en Dios, pero si algún día me convierto en otra oveja más de su rebaño, será porque termine encontrando a Dios en la humildad y sencillez de vidas ofrendadas a su servicio, como la del padre Leonardo Boff, Helder Cámara, Gaspar García Labiana, Ellacuría, Patxi Larraínzar, Jesús Lezaun, Regino Martínez, o las de tantas y tantos sanadores de almas que han convertido la palabra de Dios en diario ejercicio de fe, que han predicado el amor allá donde más se hace preciso su ejemplo, que han sacrificado cualquier aspiración personal y mundana en el fraterno abrazo solidario con aquellos más desprotegidos y necesitados, porque algo así debe ser Dios.

 

La vida en cifras

Pasan los años, ronroneando como gatos en celo, pasa el tiempo que pasa, la noche en los espejos, pasa la vida y pienso que ya se me ha hecho tarde para ser el cuarto Matamoros o el otro Pancho que no tuvo bolero.

Ya casi ni registra mi memoria aquella isla de la Polinesia que descubrí a los veinte en un documental televisivo, aquella playa a la que prometiera retirarme cuando los cuarenta fueran viejos, aquella isla de ensueño, con su velero en el embarcadero, el mero en la parrilla, una hamaca a la sombra de un par de cocoteros, un pájaro, una ola, y una nativa bailando el ukelele.

Y sé que no debe quedar nadie que pueda dispensarme la confianza de creerme si le miento que, a los quince, soñé con emular a Julio Verne y viajar al centro de la Tierra, luego de que a los nueve sucumbiera a misioneras invocaciones que, para fortuna de la Iglesia, no insistieron, porque seis años más tarde también quise ser Galileo entrando al Vaticano sobre un caballo de Bastos, y quemar a Cisneros en la hoguera, y preñar a la Virgen de los Sueños.

Pasan los años, murmurando sus futuros infiernos, el día en los trajines, pasa la vida y tarde, temo, que ya se me ha hecho nunca para convertirme en el quinto mosquetero o sobarle las maracas a Gardel, que ya no estoy a tiempo de inventar la guía universal de la nostalgia o hallar mi luna llena entre las ruinas que tampoco ha respetado el tiempo.

Y dudo que el domingo que queda por pasar vaya feliz a despertarme en la Sierra Maestra y que el noticiero de las nueve, finalmente, me cuente que vencido y desarmado el ejército infame, han entrado los nuestros en la historia.

Pero el tiempo que pasa es un tiempo que queda y así parezca el juicio otro consuelo, hasta en el beneficio de la duda, me queda la aventura de ser yo, de ser el coro del son que nunca bailo, de ser el papa rojo en la mañana y la sota de copas por la noche, de enterrarme en la arena hasta la sombra y sonarme la ira en sus estrellas, de escribir al derecho y al revés, de volver a ser Dios en un teatro, sin un cuarto menguante que me espante y de reconciliarme con el niño que aún anda de mi mano.