El entorno y el umbral

Para el gobierno español cualquier muestra de disidencia que le llegue del País Vasco, o se considera parte del entorno o se reconoce como parte del umbral.

Y es caso es que el entorno y el umbral hubieran sido dos magníficos conceptos para un tango. Lo pienso cada vez que los oigo en boca de sesudos milongueros de tertulia, desafinando a coro por los medios, o cuando artero los columpia en sus ruedas de prensa el ministro fabulador de turno.

Bastaría agregarles una viejita ciega y aterida de frío en una esquina, o una nena famélica al borde del colapso, incorporar un bandoneón que respire la pena y una guitarra que le haga el contrapunto, para que, al instante, en criollo cambalache, como juega el gato maula con el mísero ratón, aparezcan mano a mano los entornos, los umbrales,  y a media luz los dos.

Y es que el entorno y el umbral están hechos para ser cantados.

Hasta pudieron, de no haber sido un tango, servir a  algún bolero y sellar una amable cuarteta que echara a rodar los pies y los pretextos… pero ni como tango ni como bolero suenan.

Por ahí andan el entorno y el umbral, en la Audiencia Nacional, convertidos por la gracia de Dios y de esta infamia en otro bochornoso y español pasodoble.

Amargue de lunas rotas

Será que es luna llena
que para no ser menos, esta noche,
en que ni las estrellas son testigos,
mixtura de caricias y reproches,
vuelvo de nuevo a naufragar contigo.
Y sé que, si lo digo,
vas a guardar silencio
por miedo a que tus ojos se arrepientan
y rescaten mi sombra del olvido,
pero cómo callar el amor mío
si hasta cuando enmudece
es un fragor de intrusos alborotos
sin causa que lo ampare ni albedrío
que lo redima ileso,
cómo negar la voz de los sentidos,
cómo la certidumbre de los huesos.
Será que es luna nueva
que a la espera de estímulos y abrigo,
emboscada en las páginas de un beso,
han vuelto tu memoria y mis desvelos
a contrariar afanes y permisos.
Y sé que, si lo digo,
vas a darme la espalda
por miedo a que tus labios se equivoquen
y desmientan recelos y remilgos,
pero cómo callar el amor mío
si hasta cuando sin voz
es un clamor de vanos desahogos
sin verdad que lo guarde ni equilibrio
que lo disponga a salvo,
cómo ocultar sus épicos escombros,
cómo la obstinación de sus estribos.
Será que en esta luna
que arrepentida mengua cuando crece
lloviéndome nostalgias y tristezas,
al cabo de la noche sólo estamos
tu peregrina suerte y mi torpeza,
y sé que, si lo callo,
vas a apurar el paso
por miedo a que tus manos se confundan
y no acierten a dar con la respuesta,
pero cómo callar el amor mío
si hasta cuando lo niego
es un tropel de viejos abalorios
sin razón que lo acoja ni atavío
que lo procure cuerdo,
cómo esconder sus trémulos sonrojos,
cómo la sensatez de su extravío.

Vidas y muertes

Hay vidas que, de muertas,

sólo son biografías,

ambiguos prontuarios

de cuentos y de cuentas,

acaso un mal habido patrimonio

y algunos herederos peor hallados,

un perro que les ladre

dolientes titulares,

un alcalde de encargo,

un cardenal de oficio

y un par de funerales.

Pero apenas la tierra

se sume al homenaje

y los gusanos rindan

honores al difunto,

de aquel ilustre muerto va a quedar,

si me apuran, la misa aniversario

con que la Iglesia reconforta el luto

mientras la viuda quiera pagar los honorarios

y una lápida triste que recuerde

un olvidado nombre

y un extraviado año.

Son vidas que se pierden en el tiempo

sin un beso en la espalda

 ni una mano en el pecho,

infelizmente muertas.

Hay muertes que, de vivas,

nos dan las buenas horas,

nos lustran la sonrisa,

nos atan los zapatos

con los que andar el día,

nos rondan y nos cantan

los sueños que aún amamos.

Son muertes tan poco moribundas

que siempre están naciendo

y así no tengan visa para el cielo

o el aval de la ley para la historia

van a seguir estando con nosotros,

memoria que respira

y pan que se comparte,

dichosamente vivas.

 

Ojos ciegos

De mirarte y no verte ya no me quedan ojos.

Todos los fui perdiendo por la casa, algunos por la calle,

ni sé cómo ni cuántos he venido extraviando.

Al principio, cuando los proscribí por alevosos

y los desalojé por miserables,

reconozco que, encontrarlos por ahí, de cualquier forma,

desparramados, sin brillo ni pestañas, 

mortificaba tanto mi vergüenza

que hasta llegué a pensar en recogerlos

y disculpar sus chanzas y desaires…

pero ya no les hablo, ya no saben mirarte.

Me hubiera conformado

con que volvieran a acogerte en sus retinas

y te guardaran a salvo de distancias

y ni siquiera eso se dignaron fingirme.

Ayer, uno lloraba inconsolable,

recostado sobre el tubo de la pasta dental,

enfermo de nostalgia,

y otro más encontré deambulando

entre el vaho del espejo, resignado a su suerte,

como si supiera el desenlace…

pero ya no me sirven, ya no saben mirarte.

Son tantos y tan ciegos

que casi es imposible no pisarlos,

donde quiera que voy me los encuentro

y, como si me vieran,

me guiñan acogidas y reencuentros,

desesperados por volver a ser mis ojos

y sin que mi desdén los acobarde…

pero ya no me importan, ya no saben mirarte.

Entras en la cocina y asomada

a la taza de café,

de improviso te asalta

una vieja pupila conocida

proponiéndote nuevos horizontes

y más y mejores perspectivas;

basta que abras una gaveta

buscando un par de medias

o una carta extraviada,

para que alguno de los ojos que tuve

me reproche tu ausencia,

mientras yo divago alianzas y descartes…

pero ya no me bastan, ya no saben mirarte.

Y en las noches,

insolentes se apostan debajo de mi insomnio

en el común afán de murmurarme desventuras

y prodigarme reproches y pesares…

pero ya no los oigo, ya no saben mirarte.

Si al menos, de soslayo,

los ojos que ayer fueran,

los mismos que hoy no son,

no te dieran del todo por perdida 

y encontrarte no fuera un acertijo

y saberte no costara la vida…

pero ya no los quiero, ya no saben mirarte.