La simple hormiga, sobrecogida frente al charco de agua, pensó: ¡Oh, el mar!
La hoja se desprendió en los brazos de la brisa y pensó: ¡Oh, el huracán!
El ciempiés, sobresaltado por la llovizna, pensó: ¡Oh, la tormenta!
Al hombre, que todo lo sabía, no lo sorprendió el mar, ni el viento, ni la lluvia…
Cuando murió, murió de no asombrarse.