Querida Irene

 

Hola mi cielo.

A mi también me encantaría decirte que, finalmente, he encontrado cura para la nostalgia, que por las noches convierto la taberna de la esquina en improvisado colmadón y que, al conjuro de un par de frías espumosas y un pastelito de carne sospechoso, transformo al amigo en pana y ponemos a sonar el último merengue de Toño Rosario sentados en la acera y jugando dominó.

Me encantaría decirte que aún conservo en la despensa un pote por la mitad de ron añejo, que también tengo un chin de dulce de leche guardado en una lata y que, a veces, aunque no sea lo mismo, preparó un buen sancocho sobrado de ingredientes y en lo que llegan los amigos y pasa la vecina, prende la bachata sus humores y, horas más tarde, amanecemos todos camino de una barra en la que vendan derretidos de queso y cuerito de cerdo.

Pero sigo siendo un dominicano atípico que pasa del arroz con habichuelas, que no baila merengue, que no baila bachata, que ni siquiera juega  dominó, reñido con la bulla y los colmados y que tampoco conoce a la vecina.

Y esa es mi tragedia, mi hija, que no sé qué hacer con mi nostalgia, en qué banca de apuestas jugar contra los Lakers y anticipar el triunfo de los Dodgers.;  en qué banco del parque tirarle los tejos a la mulata que pasa, siempre distraída; en qué curul del Conde discutir las ventajas de Mejía y las posibilidades de Fernández; en que esquina caliente me espera mi concón.

Para cualquiera debe ser fácil convertir un cocido en asopao, conseguir que la sidra sepa a mabí seibano y que esta agonía acabe confundiéndose en amargue. Para cualquiera debe ser fácil hacer de la tormenta una jarina y que el problema que ayer me quitó el sueño hoy sólo sea una vaina, una maldita vaina…pero a mí, la nostalgia me desborda y no sé cómo entrarle, cómo enjugar la sal que trae la pena, y consolar sus lágrimas de cuero y güira.

Si después de 26 años en la isla no fui dominicano… ¿cómo lo voy a ser ahora, en la distancia?

¿Y entonces, mi hija, qué puedo hacer con mi nostalgia? ¿En dónde, aquí, voy a hallar una palmera que me arriende su sombra o un concho que me mude de tristeza, que me lleve y me traiga?

La mía es una mierda de nostalgia que, al final, apenas se reduce a ese montón de amigos y de hermanos, con los que he andado al derecho y al revés, y a ese corazón que dejé en Santo Domingo y que, no por casualidad, lleva tu nombre.

Necia redundancia

Había una vez un necio que, sólo por necedad no era más necio y que, a necedades voy, a necedades vengo, siendo el necio más necio de los necios, necio con avaricia por ser cada día más necio, fue declarado necio en primera instancia y elevado a la necia potestad.

Necio al fin, étnicamente necio, necio hasta la indiscreción, eslabón perdido de la necedad, necio por adicción, necia necesidad, al cabo de tantas necedades, palpó su esplendorosa necedad, develó necedades inauditas, y en la necia duda que el necio cree certeza, se ajustó la necia al cuello, descolgó de un portazo el necio espejo y se perdió en la gloria… más necio todavía.

Estadística incompleta

Dicen que los muertos fueron un millón

porque hallaron los cadáveres

e indagaron sus nombres

y contaron sus huesos

y enterraron sus restos…

¿Pero quién es capaz de enumerar los vivos?

¿Quién nos va a compensar las telarañas,

las escaleras a oscuras, los agujeros,

los otros versos de detrás de los permisos,

el centinela debajo del sombrero?

¿A cuántos muertos asciende el número de vivos?

La verdadera historia del descubri…miento de América

              LA VERDADERA HISTORIA

     DEL DESCUBRI… miento DE AMERICA

Koldo Campos Sagaseta

 

 

 

 

Personajes

-Rey Fernando de Aragón

-Reina Isabel de Castilla

-Indio Hatuey Pichardo de Borojol

-Pregonero

-Vigía Gerardo de Mendoza y Mendoza

-Marinero

-Cura

-Escribano

-Capitán

-Soldado

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                          Pregón

 

En el año 1489, aproximadamente, y siendo reyes de España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sólo la ciudad de Granada se hallaba en poder de los árabes.

La reina Isabel, consciente de la gravedad de la situación y decidida a expulsar definitivamente a los infieles de la península ibérica, adoptó drásticas medidas jurando por su honor no cambiarse de camisa hasta que no volviera Granada a ser cristiana.

Tres años y algunos meses más tarde y siendo Granada todavía plaza árabe, los reyes de España se asolean en una playa del litoral gallego.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          I Acto    (El Plan)

 

 

 

 

Se abre el telón.

Solos en la playa, Isabel y Fernando parecen disfrutar de un merecido fin de semana, lejos de los problemas de la corte. A la izquierda del escenario, la reina, recostada en una silla real exageradamente alta, parece absorta en la lectura de una revista de «sociedad». Por encima de su traje de baño, viste una camisa sucia y hedionda y se cubre con cofia y corona. A prudente distancia, dada la pestilencia del contexto, Fernando juega en el interior de su castillo de arena a la guerra con Boabdil, un títere de aspecto siniestro que representa al moro de Granada. Entre la silla y el castillo de arena, una toalla extendida, un cofre, un cubo y una pala de plástico.

El títere que Fernando maneja con su mano izquierda interpela al monarca sobre las almenas del castillo.

-TITERE.- Ya lo dijo Aben-Amar…moro de la morería, que el día que vino al mundo grandes señales había…un rey cristiano sin lengua y una reina sin camisa…

-FERNANDO.- ¡Ya basta Boabdil, callad, que así lo digáis en verso, juro por Dios que os degüello si no rendís la ciudad y me entregáis de inmediato… Doña Germana de Foix!

Ante el silencio de Boabdil, el rey aragonés arremete contra el moro. Tras enconada lucha el infiel sale despedido por el aire yendo a caer en las inmediaciones de la silla de la reina. Hasta allá le persigue Fernando.

-FERNANDO.- No huyáis cobarde, no huyáis y mucho menos lloréis cual desgraciada mujer la ciudad que como hombre no supisteis defender…

La inadvertida fetidez de la reina saca al monarca de su juego.

-FERNANDO.- ¡Hostias…ni ahí arriba deja de apestar la condenada!

-ISABEL.- ¿Decíais mi rey?

-FERNANDO.- ¡Que ni ahí arriba deja de…

Para su fortuna, Fernando advierte a tiempo su equivocación y rectifica con éxito.

-FERNANDO.- ¡Que qué sofoco Isabel, aqueste calor es insoportable!

Isabel, ensimismada en su lectura, comenta algunos titulares de la revista para disfrute del monarca.

-ISABEL.- ¡Boabdil amplia su harén granadino… aumenta a 45 el número de odaliscas! ¡Y eso que estamos en guerra! ¿De qué no sería capaz en tiempos de paz?

El rey no se da por aludido.

-FERNANDO.-¡Que calor…! Creo que sería aconsejable desnudarse, quitarse la camisa. Al fin y al cabo estamos solos en la playa. Como la guardia insistió en establecer la vigilancia desde los arrecifes…El capitán Rodrigo aconsejó que cuanto más alejados estuvieran más terreno cubrirían y de hecho, ni se les ve, ni se les oye, ni se les…huele.

-ISABEL.-!Le nacen trillizos a Boabdill! El rey moro de Granada eleva a 124 el número de hijos. ¡Qué fecundidad la del infiel!

-FERNANDO.- ¡Por fortuna los reyes cristianos no son tan prolijos! ¿Qué sería de la aristocracia si se reprodujeran como conejos los príncipes y nobles? ¡A mayor nobleza circulante, mayor depreciación de la realeza!

-ISABEL.- ¡Y van hasta la fecha 45 odaliscas, 124 hijos, 247 nietos, 544 sobrinos…! Como no nos demos prisa en tomar Granada, a Boabdill le va a bastar con su familia para reconquistar España.

Un brusco cambio en la dirección del viento obliga al rey a trasladarse con todo y castillo.

-FERNANDO.- ¡Maldición, el viento ha cambiado de dirección!

La reina no aprueba el cambio, de hecho no aprueba nada que tenga que ver con el monarca.

-ISABEL.- ¿Queréis dejar de moveros? ¡Me estáis quitando el sol!

Contrariado, retorna el rey a su anterior posición y satisfecha la reina a su lectura.

-ISABEL.- El califa Abderramán veranea con su familia en la riviera del Guadalquivir. El jeque árabe celebra de esta forma su quinto aniversario de bodas con la sultana de Tetuán. ¡Y eso que se trata de un infiel. Sé de una reina cristiana, que en tres años de casada aún no sabe lo que es…la vida.

-FERNANDO.- ¡Ah Isabel, casi se me olvida! Os tengo una sorpresa. Un regalo que os va a encantar.

El monarca sale de su castillo y toma del cofre un atrevido camisón de encaje que muestra a la reina.

-FERNANDO.- ¡Mirad…es de seda natural. La compré en Venecia.

Sorprendida, Isabel pierde interés en la revista y comprueba la pretendida calidad del obsequio. El rey insiste.

-FERNANDO.-¡Qué suavidad! Es de las que hacen frú-frú cuando caminas… aunque con vuestra cojera sonará tal vez fruu-fruu-frú… ¿Queréis probárosla? Toda la aristocracia europea la usa y seis de cada siete reinas.

-ISABEL.- Debe de ser porque la séptima tiene buen gusto. Hecha en Hong-Kong… ni como trapo de cocina serviría.

Isabel arroja al suelo el camisón. El rey trata de justificarse.

-FERNANDO.-No me lo explico…ya no se puede confiar en nadie. Me aseguraron que era veneciana. Se distinguir la calidad de la burda imitación con los ojos cerrados.

-ISABEL.- Tal vez los teníais abiertos.

-FERNANDO.- ¿Qué queréis decir?

La reina observa con pesar a su esposo consciente de que cualquier explicación desbordaría su regio entendimiento  y vuelve a su lectura.

-FERNANDO.- ¿Y si nos desnudáramos? Sólo tendríais que quitaros la camisa y entonces…

-ISABEL.- ¡Pero qué obsesión con que nos desnudemos!

Isabel equivoca las intenciones de Fernando. Su voz se torna melosa mientras baja de su silla. El rey recula alarmado.

-ISABEL.- ¿Y para qué habríamos de desnudarnos… si puede saberse?

-FERNANDO.- No se puede, no se puede.

-ISABEL.- ¿Queréis tener un principito? Hace mucho tiempo que no nos preocupamos por la descendencia de nuestra estirpe.

-FERNANDO.- Tres años…cuatro meses…y nueve días…

-ISABEL.- ¡Si hasta lleváis la cuenta de las ausencias, emperadorcito mío! No creí que os importara tanto, aunque claro, con tantas guerras y compromisos… pero no hay mal que dure tres años, cuatro meses y… ¿cuántos días?

Isabel trata de abrazar a Fernando y ambos caen al suelo. Con los primeros síntomas de asfixia por el pestilente abrazo, el rey huye de nuevo a su castillo. Isabel se encoleriza.

-ISABEL.-¿Y qué pasa Fernando? ¿Estáis en algo o no estáis en nada? Vos fuiste el que insistió en que pasáramos el fin de semana en la playa…el que hace un momento sugería que nos desnudáramos… ¿Qué es lo que hay?

-FERNANDO.- El asma…el asma…

-ISABEL.- ¡Que asma ni asma…! ¿Cuándo habéis tenido asma? Que yo sepa padecéis de gota, de arteroesclerosis y aerofagia…pero no de asma. ¿Quién podrá heredar el trono de Castilla y Aragón si el rey que gobierna vidas y haciendas, que ha levantado castillos y palacios y se dispone a levantar España, es incapaz de levantar…

Antes de que la reina complete la frase Fernando la interrumpe.

-FERNANDO.-¡Ya está bien Isabel, ya está bien! Sabéis que estamos en guerra, que cuando no son los moros son los vascos y que como rey me debo a mis obligaciones y a mis súbditos…

-ISABEL.- ¿Y a vuestras súbditas…?

-FERNANDO.- ¡Por Dios Isabel! ¿Cómo osáis pretender que yo os engañe con Doña Germana de Foix por dos meses que dormí en su alcoba, digo…en su palacio. Lo que pasa es que tengo demasiadas guerras.

-ISABEL.- Sí…y siempre de noche.

-FERNANDO.- ¿Y qué culpa tengo yo de que los moros ataquen tan tarde?

-ISABEL.- Los moros también están en guerra, que yo sepa…y ahí tenéis a Boabdill, 45 esposas y con todas cumple.

-FERNANDO.- Eso no es más que un chisme de revista… pura propaganda. Además, vergüenza debiera darle a ese cobarde que envía a sus soldados a la muerte mientras él se entrega al desenfreno y a la orgía en la Alhambra granadina. !Yo no abandono a mis huestes en el campo de batalla, yo soy un hombre de honor!

-ISABEL.- Será porque el honor no se engendra.

-FERNANDO.-¿Y qué queréis que haga? ¿Que forme mi propio harén?

-ISABEL.- ¡Su propio harén! ¿Y para hacer qué mi soberano? ¿El soberano ridículo? Hace años que somos el hazmerreír de toda Europa. ¿No ha llegado a vuestros oídos la forma en que la plebe se refiere a nuestras relaciones? ¿No habéis oído eso de «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando»?

-FERNANDO.- Eso lo dicen para significar…

-ISABEL.- ¿Para significar qué? ¿Qué somos igual de importantes? ¿Qué ambos gobernamos?  ¡Sabía que me había casado con un impotente pero ya veo que también con un idiota!

Los últimos insultos de Isabel desbordan la paciencia de su esposo que reacciona con violencia.

-FERNANDO.- ¡Ya basta Isabel, ya basta! ¡No os permito que habléis en esa forma de un rey aragonés! !Ya basta! ¿Queréis saber por qué no duermo en vuestro lecho desde hace tres años, cuatro meses y nueve días? ¿Queréis saberlo eh?

El rey abandona el castillo y encamina sus amenazas hacia una asustada reina.

-FERNANDO.- ¿Queréis que os diga por qué llevo la cuenta, por qué siempre tengo a mano un buen pretexto para ausentarme de vuestras habitaciones…que si la guerra, que si un asalto fuera del país o una escaramuza que se retrasa…? ¿Queréis saberlo?

Fernando se abalanza sobre el cuello de Isabel dispuesto a enviudar sin advertir la camisa real. Cuando repara en ella ya es demasiado tarde. Su rostro se contrae en una extraña mueca. Se lleva las manos a la garganta buscando oxígeno. Boquea, tose, escupe, cae al suelo. La reina, agarrada a sus piernas, se arrastra tratando de retenerlo.

-FERNANDO.- ¡Atrás, atrás…maldita sea!

-ISABEL.- ¿Pero qué os pasa Fernando…?  ¡Hablad os lo suplico!

Fernando, que ha logrado desasirse, se refugia en el castillo y mientras se presigna, invoca un último recurso.

-FERNANDO.- ¡Grajus, fétida fetidae, pestorum atrás!

-ISABEL.- No entiendo Fernando… ¿Por qué os comportáis así conmigo? ¿Es por lo que dije?

-FERNANDO.- ¡No, Isabel no… es por vuestra camisa, esa camisa que no os cambiáis desde hace tres años, cuatro meses y nueve días!

¡Ni para dormir os la quitáis! !Hasta los infieles huelen mejor que vos! Por eso os invité a la playa, porque tenía la esperanza de que con el baño al menos lo disimularíais, pero el agua del mar agrieta el cutis de la reina y el agua del río Duero acentúa vuestra cojera. Por eso insistí en el calor que hacía pero ni en el infierno os quitaríais la camisa. Por eso la guardia nos ha dejado solos… por eso os regalé la otra camisa.

Isabel solloza lastimosamente aunque no tanto como para impresionar a Fernando.

-FERNANDO.- ¡Cada vez que se os ocurre salir de palacio tengo que conceder a vuestras escoltas vacaciones, licencias, permisos… sólo para que se recuperen! Hasta mi mejor lugarteniente, el infanzón Serafín Andújar, prefirió ir de voluntario a la guerra contra el turco antes de convertirse en vuestro escudero.

-ISABEL.- ¿Pero si no estamos en guerra contra el turco?

-FERNANDO.- ¡Imaginad si tenía prisa por irse!

Otra vez solloza Isabel aunque con el mismo éxito que antes. El monarca se encarama a la silla de la reina, no sin los lógicos aspavientos por el olor que todavía recuerda su presencia.

-FERNANDO.- Bastaría que os paseárais  unas horas por los alrededores de Granada para que los moros abandonaran la ciudad. Tal vez con que anunciárais vuestra visita sería suficiente.

El incontenible llanto de Isabel termina por enternecer a su esposo. El llanto de Isabel y el ya haberse desahogado.

-FERNANDO.- No era mi intención ofenderos. Esa es la razón por la que he callado tanto tiempo.

-ISABEL.- Tres años, cuatro meses y nueve días.

-ERNANDO.- ¡Sí, pero ya no lo soporto! Y por si no fuera suficiente con vuestra camisa, encima me insultáis, me injuriáis… Me hubiera gustado ver a Boabdill en mi lugar. ¡A ver qué se facia el moro!

-ISABEL.- No sois justo Fernando, no sois justo. Sabéis que fue una promesa, que de rodillas frente al Cristo juré no cambiarme de camisa hasta que no volviera Granada a ser cristiana.

-FERNANDO.-¿Y qué tiene que ver la conversión de Granada con la peste bubónica?

-ISABEL.-Es una promesa Fernando.

-FERNANDO.- ¿Y no se os pudo ocurrir otra promesa?

-ISABEL.- ¿Y yo qué sabía?

-FERNANDO.- Ya vamos para cuatro años.

-ISABEL.-¿Y yo qué sabía?

-FERNANDO.-¿Y yo que sabía y yo qué sabía…? ¡Podíais haber prometido no ir de compras a Burgos, pero no, tuvo que ser la camisa!

-ISABEL.- Sé que pronto tomaremos Granada. Todos los días se lo pido a la Virgen de los Remedios.

-FERNANDO.- Y antes se lo pedíais al Cristo crucificado de la ermita del cerro. ¿Y cuál fue el resultado?

-ISABEL.- Si no hubieran robado el Cristo…

-FERNANDO.- ¡Nadie lo robó Isabel, nadie! Le habían clavado las manos y los pies, no las narices. Simplemente no pudo resistirlo y se largó.

-ISABEL.- ¿Y si llamásemos en nuestra ayuda a otros reinos europeos?

-FERNANDO.- ¿Y qué corte europea nos ayudaría? Enrique VIII de Inglaterra va a divorciarse de nuestra hija Catalina sólo para evitar que vos los visites y ya el Santo padre os ha hecho saber reiteradamente que ni os molestéis en acudir a Roma a solicitar la bendición papal porque prefiere enviárosla por correo.

Otra vez Isabel prorrumpe en llanto y Fernando reconsidera la táctica.

-FERNANDO.- ¿No podríais quitaros la camisa por un rato, por unas horas? ¡Eh, reina mía, fermosa doncella castellana! ¿Verdad que sí, que os  vais a quitar la camisa, mi puturrú de fuá, mi cuchi-cuchi? ¿Verdad que sí, mi serrana favorita?

Isabel parece pensárselo.

-ISABEL.- ¿Y si me condenara por faltar a mi promesa?

-FERNANDO.- Si Dios tiene nariz os lo perdona.

-ISABEL.- ¿Y la virgencita de los Remedios?

-FERNANDO.- La virgencita de los Remedios hará lo que Dios diga.

-ISABEL.- No puedo Fernando… es una promesa.

-FERNANDO.- ¡Maldita sea Isabel! ¿Os dais cuenta de que tal vez nunca reconquistemos Granada? Ya no tenemos oro y a los soldados se les deben tres meses de batallas, más emboscadas extras… He tenido que disolver la caballería por falta de caballos y los arqueros tiran las flechas con las manos. ¡Necesitamos oro, Isabel, oro, oro…y desodorante!

Desolado, el monarca regresa a su castillo. A Isabel algo le llama la atención. Con visibles muestras de preocupación observa el horizonte.

-ISABEL.- ¡Fernando…! ¿No oís?  ¡Escuchad!

-FERNANDO.- ¿Qué debo escuchar?

-ISABEL.- ¡Viene del mar…es un rumor!

-FERNANDO.- ¿No vendrá de vuestra camisa y será un hedor?

-ISABEL.- ¡Chisss, dejarme oír! Sí, es un rumor de madera y agua que se acerca.

-FERNANDO.- Pues si se acerca a pesar de vuestra camisa debe tratarse de un rumor suicida.

-ISABEL.- ¿Pero cómo es posible que no lo oigáis?

-FERNANDO.- ¿Pero cómo es posible que no la oláis?

-ISABEL.- ¡Madre de Dios… es un barco Fernando, es un barco y se acerca!

Sobresaltado, también Fernando busca el barco.

-FERNANDO.- ¿Dónde, dónde?

-ISABEL.- Allá, en medio de la bahía… ¿Lo veis?

-FERNANDO.- ¡Por las barbas del apóstol! Parece que lo que Dios os negó en olfato os lo compensó con creces en la vista.

-ISABEL.- ¿Será enemigo?

-FERNANDO.- Tiene que serlo. Si fuera nuestro ya se habría hundido.

-ISABEL.-¿Qué hacemos Fernando… qué hacemos?

El rey toma su espada y recorre el escenario de un lado para otro poniendo en pie a su ejército.

-FERNANDO.- ¡Flanco derecha, caballería… las lombardas a estribor… a sotavento la infantería… la retaguardia avizor!

Isabel lo devuelve bruscamente a la realidad.

-ISABEL.- ¿Y yo, dónde me pongo? Estamos solos en la playa, cariño, como la guardia decidió establecer la vigilancia desde los arrecifes…

Fernando, dadas las circunstancias, cambia de táctica.

-FERNANDO.- ¿Hay tiempo para una estratégica retirada?

Ante el desánimo del monarca Isabel reacciona como corresponde a su rango y alcurnia.

-ISABEL.- Sólo hay tiempo para morir con dignidad.

El rey alarga la espada a su consorte desentendiéndose del inminente pleito.

-FERNANDO.- El honor es vuestro.

-ISABEL.- ¿No os da vergüenza, Fernando?

-FERNANDO.- ¿Suele dar?

-ISABEL.- Ya que no el reino ni la reina defended al menos vuestra dignidad.

-FERNANDO.- ¿Y si nos hiciéramos pasar por…locos? Nadie se mete con un pobre loco y, además, a nadie va a extrañarle que un rey pierda la cabeza. Un rey no tiene porqué tener cabeza. Le basta con tener corona.

-ISABEL.- Decidiros pronto Fernando, ya no hay tiempo.

Fernando cada vez parece más asustado.

-FERNANDO.- ¿Y si nos hiciéramos pasar por árboles? Sí, eso es…pasarían de largo y entonces yo les caería por detrás. Me gusta la idea. Yo seré un abeto, o no, mejor un olmo, aunque bien pensado… se subirían a las ramas. Me quedo con el ciprés, estrecho, impenetrable, solo… Sí, eso es, seré un castaño de Castilla.

-ISABEL.- ¡Fernando ya está desembarcando, pero sólo es un hombre, sólo un hombre, pequeño, insignificante…

El rey recupera el valor ante el anuncio de Isabel.

-FERNANDO.- ¿Uno…? ¿Y si nos hiciéramos pasar por reyes?

Isabel le entrega de nuevo la espada a Fernando.

-ISABEL.- Pues obrad entonces como un rey.

-FERBNANDO.- Gracias por la espada señora Isabel, que no la habrán de empuñar otras manos mientras el rey de España tenga con qué blandirla, que en habiendo lid pendiente mi espada no dará tregua, así desta no la cuente, mi suerte la doy por buena. ¡Ni un paso atrás, ni un traspiés, que no me hiere ni humilla si debo morir de pie por no vivir…

El rey, a punto de triunfar, es víctima de nuevo del pánico y las dudas.

-FERNANDO.- por no vivir… ¿Y será muy doloroso vivir de rodillas? Eso será al principio, mientras uno se acostumbra, pero después…

-ISABEL.- Ya se acerca Fernando. Escondámonos detrás de esas palmeras. ¡Santiago y cierra España!

-FERNANDO.- ¡Eso, eso, que la cierre!

El desconocido navegante irrumpe en el escenario a los acordes de un movido merengue. Se trata de un indio americano. Viste un atractivo taparrabos, una reducida camiseta que le permite airear la barriga, plumas en la cabeza y un machete en la cintura. Completa el atuendo con unas zapatillas deportivas y gafas de sol que inmediatamente se les quita. Carga también un bulto que deja sobre la playa y, a pesar del lógico cansancio, canta y salta al ritmo de la música festejando su hazaña. Los reyes lo observan con temor desde sus escondites.

-INDIO.- ¡Lo hice men, lo hice! Sabía que tenía que llegar. No se lo van a creer cuando lo cuente.

El indio inspecciona los alrededores y las pertenencias reales encontradas en la playa. Una desagradable fetidez llama su atención.

-INDIO.- Bueno, no todo podía ser perfecto pero primero el deber y después el gozo que los salvajes que vi al desembarcar pueden regresar en cualquier momento. Seguro que fueron a buscar refuerzos.

El indio desabrocha su taparrabos y se desahoga sobre el castillo de Fernando ante la desolación del monarca que sigue escondido tras una palmera. Después, el indio extrae de su bulto algunas cosas, como un billete de lotería, papel higiénico, una pancarta, algo de fruta, un pote de ron casi vacío y que ahí mismo pasa a mejor vida, casabe, un cepillo para el pelo…

-INDIO.- ¡Que vaina… se me olvidó la bandera!  Ni modo, tendrá que ser sin ella.

El indio despliega la pancarta en la que puede leerse: «Ron El Hijo de Mon, siempre presente en los grandes eventos» y de rodillas en el centro de la playa levanta el machete mientras declara con la necesaria solemnidad.

-INDIO.- ¡Yo, Hatuey Pichardo de Borojol, cariñosamente El Indio, tomo posesión en nombre de la comunidad de Mandinga y con el patrocinio de «Floristería Floribel» y el «Colmado Popó» de Borinquen, tierra hermosa y…

Fernando e Isabel, a pesar del temor,  salen finalmente de sus escondites.

-FERNANDO.- ¡Oiga… que esto es España!

-INDIO.- ¿España?

-FERNANDO.- Pues claro hombre,  ¿qué creíais?

-INDIO.- ¿Cómo va a ser?

-FERNANDO.- ¿Pensáis acaso que no sé dónde vivo?

-INDIO.- ¡Ay ombe, no me jodas!

El indio extrae de su taparrabos un papel en el que comprueba la ruta.

-INDIO.- Vamos a ver… remo tres semanas… atravieso la galerna, doblo a la derecha, cuento hasta nueve desperdicios, cruzo la mancha de aceite y subo a la altura del bidón azul a la deriva, hasta toparme con el pote de jabón y las tres latas… después sigo recto… uno, dos, tres, cuatro mojones… ¡Claro, aquí fue que me despisté! ¡Qué le voy a hacer, tendrá que ser España! ¡Y lo que me costó sacar la visa! ¡Pues tomo posesión de España y de todos los tesoros y salvajes que me encuentre!

Concluida la ceremonia el indio se vuelve hacia los reyes.

-INDIO.- Ya he terminado. Están ustedes descubiertos.

-FERNANDO.- ¿Cómo qué estamos descubiertos?

-ISABEL.- ¿Y vos sois el descubridor?

-INDIO.- ¿Había venido otro indio antes que yo?

-FERNANDO.- Que nosotros sepamos… no.

-INDIO.- Pues ahí está. Yo soy el descubridor.

Aclarado el problema, el indio se retira a un extremo de la «playa» y anota en su cuaderno de bitácora.

-INDIO.- Ya llegué. Descubro un nuevo mundo que para ser nuevo huele bastante mal y un par de salvajes de extraño aspecto que visten como si no vistieran y que tienen sobre sus cabezas unos curiosos objetos. Les cuesta entender las cosas y parecen muy atrasados… ¡Nunca habían visto un indio!

A prudente distancia los reyes no salen de su asombro.

-ISABEL.- Fernando, no entiendo nada ¿será un infiel?

-FERNANDO.- Debe de serlo, aunque no parece moro.

-INDIO.- ¿Pero cuál es la chercha? ¿Es que no van a dejarme trabajar?

-ISABEL.- ¡Y hasta habla español, aunque de provincias!

-INDIO.- ¡Pues claro doña! Uno no sale por ahí a descubrir nuevos mundos así, sin más ni más. Primero hay que prepararse.

-ISABEL.- ¿Y habéis venido solo?

-INDIO.- Lamentablemente la firma que me patrocinaba el descubrimiento no tenía presupuesto para más descubridores.

-FERNANDO.- ¿Y a nosotros no nos podría subvencionar la guerra contra el moro?

-INDIO.- Hasta que no aprueben el año próximo el nuevo presupuesto no hay nada que hacer. ¡Te jodiste men!

-ISABEL.- ¡Fernando…! ¿Por qué eres tan indiscreto? No sabemos nada de él como para estar haciéndole confidencias.

-FERNANDO.- Cierto Isabel, que todavía no sabemos quien es ni de donde ha salido.

-INDIO.- Está bien, voy a tratar de explicarles. Además ustedes me han caído chéveres. Realmente no soy lo que aparento. Yo tenía mi triciclo allá, en la Duarte con París, vendiendo cocos y plátanos, hasta que un fulano que acabó siendo alcalde se empeñó en que afeábamos la ciudad y que iban a venir cuchimil turistas y me sacó de la calle. Entonces empecé a trabajar de manager con un combo de hembras, de lo más «nais». Se llamaba «Las Vírgenes» pero se fueron acabando y otra vez me quedé sin empleo…

El indio de improviso repara en algo.

-INDIO.- Por cierto ¿por aquí hay vírgenes?

-ISABEL.- Por supuesto que hay vírgenes. Las más puras, las más castas, las más inmaculadas, así son las vírgenes de España.

-INDIO.- Eso está cul doñita. ¿Y dioses, tienen dioses?

-ISABEL.- ¿Nos tomáis por infieles? Claro que tenemos Dios.

-INDIO.- ¿How meny doña… cuántos dioses?

-ISABEL.-¿Qué decís? Tenemos uno, un sólo Dios verdadero.

-INDIO.- ¿Uno? ¡Carajo, qué tacaños! Nosotros tenemos…bueno, según el último censo, como 300. Y eso sin contar los naturalizados, los que trabajan medio tiempo, los que están de licencia médica, los semidioses…

Fernando decide intervenir.

-FERNANDO.- La verdad es que aquí entre nos, debo reconoceros que aunque sólo tenemos un Dios es un dios dividido en tres personas distintas que siendo distintas personas son la misma persona sin dejar de ser distintas… O sea, el padre, el hijo y el espíritu santo, que viene siendo la paloma ¿comprendéis?  Tres divinas divinidades divididas en una misma divina divinidad que siendo distintas divinidades, son la misma divinidad sin dejar de ser divinidades distintas… ¡La Santísima Trinidad, vaya!

-INDIO.- Ya entiendo, ya entiendo. Eso es como tres tristes tigres tragaban trigo…

-FERNANDO.- O como Pablito clavó un clavito ¿qué clavito clavó Pablito?

-ISABEL.- ¡Fernando! ¿No os dais cuenta de que se os está burlando? Cierto infiel que sólo tenemos un Dios, pero con una basta cuando es el único, el genuino.

-INDIO.- Y vuelve y vuelve. Y además fanática ¿Y quién dice que el tuyo es el único?

-ISABEL.- Las sagradas escrituras, la Biblia.

Isabel toma del cofre la Biblia y se la entrega al indio. Este se la lleva a la oreja y la agita impaciente. Después la tira decepcionado.

-INDIO.- Bah, no tiene pilas.

Fernando la recoge al vuelo antes de que caiga al suelo y también comprueba el sonido.

-FERNANDO.- Debe ser que se le han gastado.

-ISABEL.- ¡Fernando! Parece mentira que un simple pagano os confunda… ¡un salvaje!

-INDIO.- Un momento doñita, cuídese la boca y midamos las distancias que aquí los únicos salvajes son ustedes.

-FERNANDO.- ¿Salvaje yo? Oiga, que yo soy el rey de España. Fernando II de Aragón. ¿No habéis oído hablar de Fernando II de Aragón?

-INDIO.- ¿Fernando? ¡Diablo, qué nombre más extraño para un aborigen! ¡No, no, no, eso no puede ser, a partir de ahora te llamarás Caonabo.

-FERNANDO.- ¿Pero qué decís? Yo soy Fernando, Fernando II.

-INDIO.- Cállate Caonabo, cállate o te pongo Guacanagarix.

Fernando se conforma. La que no se calla es Isabel.

-ISABEL.- ¡Está loco Fernando!

-FERNANDO.- Tranquila Isabel, no os soliviantéis.

-INDIO.- ¿Cómo? ¿Isabel? ¡Oye qué nombre más chopo! No me extraña, mírenle el talaje. ¡Ay no, eso no puede ser, ese nombre no tá! Tú te llamarás… Anacaona.

-ISABEL.- ¡Fernando, me ha llamado Anacaona! ¿Es que no vais a hacer nada?

No teniendo otro remedio, el rey se aboca a la defensa de Isabel. En tono imperioso se dirige al indio.

-FERNANDO.- ¡Oídme bien, indio Hatuey o como os llaméis!

El indio, por si acaso, realiza una rápida y demoledora exhibición de habilidad con el machete que convence plenamente al rey.

-FERNANDO.- ¿Y apellidos? ¿No nos vais a poner apellidos?

-INDIO.- Bueno, ya está bien de tanta chercha. Vamos a trabajar que hay mucho que hacer.

De su bulto el indio saca unas matas que entrega a un desconcertado monarca, antes de subirse  a la silla.

-INDIO.- ¡Toma estas matas Caonabo, son de yuca! Quiero que las plantes por los alrededores, con mucho cuidado para que no se dañen. Y cuando termines me buscas madera con la que me construirás mi casita «ful power», ya tú sabes. ¡Ah… y agua, mucho agua para asear esta vaina! ¡Carajo! ¿Toda España huele así?

-FERNANDO.- Sólo la que la reina pisa, pero se mueve tanto la condenada.

-INDIO.- Será cuestión de acostumbrarse. Con respecto a las clases, yo mismo daré apertura al curso.

-ISABEL.-¿Qué curso?

-FERNANDO.- ¿Qué clases?

-INDIO.- ¿Pero no pensarán que los voy a dejar así? ¿Es que ustedes no tienen pai ni mai que los deja salir a la calle con esa facha? ¿Es que no se han visto el aspecto que tienen? Dan pena, pero lo que se dice pena. No, no, no, así no pueden seguir. Ustedes van a ser los primeros indígenas civilizados del nuevo mundo. De hecho, la próxima semana abriré las inscripciones. Aprenderán a pintarse la cara, a vestir con elegancia toda clase de plumas y taparrabos. Ya verán como muy pronto aprenden a hacer el indio.

Los reyes no salen de su asombro. Fernando hasta parece complacido con la apertura del curso civilizador.

-INDIO.- ¿Y bailar? ¿Ustedes bailan?

-FERNANDO.- Sí, nosotros bailamos.

-INDIO.- Pues vamos a verlo. Dale Caonabo, bailen.

-FERNANDO.- Así, sin música…

-INDIO.-¡Qué joder! Vamos, a bailar, a cantar.

El rey, animado, trata de contagiar su interés a la reina.

-FERNANDO.- ¿Os acordáis de La Pilarica?

-ISABEL.- Sí, la recuerdo, pero no se si debiéramos.

-FERNANDO.- ¿Habéis hecho alguna promesa que os impida cantar o bailar?

-ISABEL.- No.

-FERNANDO.- Pues entonces vamos a cantar.

Isabel acaba por resignarse. En el centro y separados los metros que aconseja la fetidez de la mujer los monarcas se disponen a actuar. Fernando presenta la pieza al posible auditorio.

-FERNANDO.- Distinguido público, a continuación la reina y yo vamos a interpretar la jota aragonesa titulada «La Pilarica».

(Cantando) “La virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa, la virgen del Pilar dice, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa, la virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa…”

Entusiasmados, siguen el recital.

-FERNANDO E ISABEL.- (Cantando) “La española cuando huele es que huele de verdad… Asturias patria querida…Valencia…Y viva España…

El indio interrumpe indignadísimo el concierto.

-INDIO.-¿Pero qué es eso? ¿A eso le llaman cantar, bailar?  ¡Qué barbaridad! Ya veo que están de un salvaje insoportable y que van a necesitar clases particulares.

El indio baja de la silla dispuesto a impartir la primera clase.

-INDIO.-¡Fíjense bien como es la cosa, para que después no estén preguntando. ¡Música maestro!

Suena un merengue y el indio se exhibe bailando. Fernando asimila con entusiasmo el nuevo ritmo mientras Isabel se debate entre las ganas y la vergüenza.

-INDIO.- ¿Vieron cómo es la vaina? Tienen que ponerle gracia, sabor… pero ya está bueno de lecciones. ¡Vamos muévanse, muévanse!

El indio regresa a su silla de mando mientras Fernando confunde los términos e insiste en el merengue.

-INDIO.- ¡Quieto ahí león, que ya tá bueno de baile! Ahora lo que estoy diciendo es que trabajen. Eso es lo que quiero decir con lo de moverse, que trabajen ¡Vamos arriba, a trabajar!

-FERNANDO.- ¿Quiénes?

-INDIO.- ¿Cómo que quienes? ¡No voy a ser yo que soy el descubridor! ¡Son los salvajes los que tienen que trabajar! ¡Vamos, a trabajar!

-FERNANDO.- Yo no soy ningún salvaje.

El indio decide darle otra oportunidad a Fernando y se descuelga de la silla nuevamente.

-INDIO.- ¡Qué paciencia hay que tener! Mira Caonabo, tal vez más adelante les retire a ambos la condición de salvajes, pero de momento no puede ser. Primero tengo que averiguar si tienen alma, qué clase de alma… que es por cierto un procedimiento largo y tedioso que puede durar siglos… y ya está bueno de explicaciones. ¡Vamos Caonabo, planta esa yuca, y tú Anacaona busca una hoja de palma para airearme, porque carajo…

El indio regresa a la silla, también al ron y al cazabe que guarda en el bulto mientras los reyes permanecen impasibles, debatiéndose entre el temor y la obediencia.

-INDIO.- Caonabo…mira, no hagas que me «jondee» de aquí que te va a pesar. Te voy a dar una patada en la cabeza que te van a sacar la corona con cesárea.

Fernando sigue sin decidirse. Como si fuera un niño a punto de ser regañado hace pucheros. Finalmente se decide.

-FERNANDO.- ¡No lo haré ea! ¡Yo soy el rey de España, no un simple campesino y no vine al mundo a trabajar…de campesino, se entiende! ¡O trabajo de rey o no trabajo!

-INDIO.- ¡Tú lo has querido Caonabo, si no trabajas por las buenas, lo harás por las peores…Iahhhhhhh!

Mientras el indio se descuelga de la silla, Fernando retrocede. Ahora es la reina la que ocupa la silla.

-FERNANDO.- ¡Sea pues villano, ya que no me dejáis otra salida y sólo a la razón de mi acero atendéis, yo, Fernando II de Aragón y rey de España, sabré daros el escarmiento que se merece quien como vos ofende mi dignidad, mi corona, mi patria, mi caballo, mi reina, mi castillo, mi trono…

El indio, hastiado del inventario de ofensas toma la iniciativa.

-INDIO.- ¡Vamos cobarde, pelea como un indio!

Los dos cruzan las armas en el centro del escenario sin llegar a tocarse, intercambiando las posiciones. La reina, con unos pompones, jalea a Fernando.

-FERNANDO.- ¡Rufián, bergante, bellaco, os vais a arrepentir de haber nacido!

-INDIO.- ¡Rastrero, desgraciado, pajarón, te voy a cortar las alas!

De nuevo cruzan las armas con el mismo resultado, volviendo a la situación inicial.

-FERNANDO.- ¡Rendios bastardo!

-INDIO.- ¡Ríndete tú comemierda!

-FERNANDO.- ¡Antes muerto que entregar mi espada!

-INDIO.- ¡Ni modo, la recojo del suelo!

Los dos cruzan por tercera vez las armas. La reina sigue animando el pleito.

-FERNANDO.- ¿Os dais?

-INDIO.- ¡Nunca! ¡Deberás pasar por encima de mi cadáver!

-FERNANDO.- ¡Pues trataré de no pisaros!

De improviso suena un pasodoble. Fernando convierte su toalla en un capote o muleta y torea al indio, transformado en toro. La reina apoya la faena con los clásicos olés.

Una grave cogida del torero por un exceso de confianza pone fin a la corrida. El duelo se reinicia en los mismos términos que al principio, pero ya con los contendientes mucho más cansados.

-FERNANDO.- ¿Y si cambiáramos de mano?

-INDIO.- ¿No será una trampa?

-FERNANDO.- Palabra de rey.

Ambos cambian de mano. La reina también comienza a cansarse.

-INDIO.- Ponte tú ahora de este lado

-FERNANDO.- ¿No será otra trampa?

El indio, que ha quedado situado a la altura de la silla en la que sigue la reina, reconoce.

-INDIO.- ¡No viejo… es tu mujer!

El rey acepta aunque no de muy buena gana.

Tras una  corta exhibición de kung-fú a cargo del indio que no impresiona al rey, los dos chocan las armas, sin demasiado ímpetu.

-FERNANDO.- Peleáis bien, bellaco.

-INDIO.- Tú tampoco lo haces mal, baboso.

La reina desesperada baja de la silla e interpela a su esposo.

-ISABEL.- ¡Pero terminad ya! No podemos pasarnos el resto del día en esto.

-FERNANDO.- ¿Y qué queréis que haga, que me deje matar? Hago lo que puedo.

-ISABEL.- Cualquiera diría.

-FERNANDO.- ¿Vos lo haríais mejor acaso?

-ISABEL.- Yo no me he pasado cinco años de mi vida aprendiendo esgrima con los mejores espadachines de Castilla.

-FERNANDO.- Lo que pasa es que estoy fuera de forma.

-ISABEL.- Sí, pero no sólo con la espada.

-FERNANDO.- Ya empezáis con vuestras insinuaciones…que si estoy fuera de forma, que si no sólo con la espada…

El indio aprovecha las circunstancias para desarmar a un Fernando que ni repara en ello y trata de ultimarlo. La reina interviene agarrando por el cuello al indio que sucumbe víctima de los sobacos reales. Ya con el indio en el suelo, desvanecido, Fernando se interesa por su salud

-FERNANDO.- ¿Estará muerto?

-ISABEL.- Sólo un poco.

-FERNANDO.- No se porqué tuvisteis que intervenir. Ya casi lo tenía dominado.

-ISABEL.- ¿Y qué vamos a hacer con él?

-FERNANDO.- De momento atarlo. Ocuparos vos de él que yo mientras registraré sus cosas.

Mientras procede Isabel a maniatar al indio, Fernando registra su bulto.

-FERNANDO.- ¡Isabel, mirad lo que encontré! ¡Es oro! ¡Oro!

-ISABEL.- ¿Tendrá más?

Fernando lo comprueba.

-FERNANDO.- No, no tiene más.

-ISABEL.- Pero quizás de donde viene…

-FERNANDO.- Imaginad, dijo que del otro lado del mar y eso es tanto como decir que de ninguna parte.

-ISABEL.- El problema es cómo llegar al oro.

-FERNANDO.- Nadie ha cruzado nunca al otro lado,  de hecho, ahora es que venimos sabiendo que existe el otro lado.

-ISABEL.- ¡Fernando! Hay una persona que sí ha cruzado, que sí conoce la ruta, que podría volver puesto que pudo venir…! ¡El, Fernando!

El indio comienza a recuperarse. Se queja lastimosamente.

-ISABEL.- ¡Ya vuelve en sí! Guardad todo en su bulto como lo tenía, que se me ha ocurrido una genial idea!

La proximidad de la reina agrava la mejoría del indio.

-FERNANDO.- Mejor ya lo desato yo, no vaya a ser excesiva una segunda dosis.

Todavía aturdido, el indio se incorpora y observa a los monarcas que, a prudente distancia, sonríen amistosos.

-ISABEL.- ¡Caramba! ¡Ya se despertó nuestro insigne almirante!

-INDIO.- ¿Qué almirante?

Isabel ríe la ocurrente pregunta del indio. Aunque con notable retraso, Fernando la secunda.

-ISABEL.- Pero qué modesto. Aquí sólo hay un almirante, el egregio navegante de la mar oceánica.

Isabel señala al indio.

-ISABEL.- Vamos, levantaos. ¿No pretenderéis que os condecoremos en el suelo?

-INDIO.- ¿Ah…pero es que también me van a condecorar?

-ISABEL.- Eso es sólo el principio porque os tenemos reservadas otras sorpresas que van a transformar hasta el curso de la historia. ¡Vamos Fernando, proceded!

En un inusual destello de inteligencia Fernando da la impresión de comprender el juego de la reina. Del cofre real toma un sombrero de almirante colocándoselo al indio.

-FERNANDO.- Vamos a ver… ese pecho afuera, la cabeza erguida, el dedo de conquistador bien extendido, buscando tierra en el horizonte… cara de descubridor…

Los reyes se mueven alrededor del indio elogiando su magnífica presencia.

-ISABEL.- ¡Qué distinción, qué elegancia… parece hecho a la medida!

-FERNANDO.- ¡Jamás cabeza alguna lució tanta majestad!

Abrumado por las lisonjas el indio no cabe en sí de gozo.

-FERNANDO.- Mis felicitaciones almirante, recibid en nuestro nombre los parabienes de toda España.

INDIO.- Gracias, muchas gracias… pero hay algo que, si no es molestia quisiera solicitarles…

-ISABEL.- Hablad sin miedo estamos en confianza ¿Desea su eminencia alguna otra prebenda?

-INDIO.- Bueno, ya que me nombraron almirante… ¿No podrían también nombrarme funcionario? Un carguito en el gobierno, sólo eso, cualquier cosa, administrador del aeropuerto, embajador en el Japón, director de Bellas Artes… yo con nada me apaño.

-ISABEL.- Pues claro hombre, faltaría más. Ahora mismo os sale el nombramiento.

Fernando recoge una chacabana o guayabera del cofre y se la coloca al indio. El atuendo lo completa con un maletín negro de ejecutivo y un celular. El indio, encantado, llama inmediatamente a su madre.

-INDIO.- ¡Mamá…mamá… sí, estoy bien, aquí, en España… yo te cuento, yo te cuento… ¿Cómo? ¿Qué parió la perra? Bueno, adiós mamá… nos vemos!

Una vez cuelga el indio deja el celular en el suelo mientras abre su maletín.

-INDIO.- ¡Por fin soy funcionario!

-FERNANDO.- ¡El funcionario Hatuey Pichardo de Borojol!

-INDIO.-  …para servirles.

El indio entrega una tarjeta de presentación a cada uno. Isabel la lee.

-ISABEL.- Licenciado honoris causa… cum laudem…

El indio advierte algo que no le agrada en el festejo que sigue a su nombramiento.

-INDIO.- ¡Un momento, un momento, como es la vaina! Se supone que yo los había descubierto, que yo era el descubridor y ustedes los salvajes…

-ISABEL.- ¿Pero qué formas son esas de hablar, almirante?

-FERNANDO.- ¡Funcionario!

-INDIO.- Bueno sí, pero se supone que yo…

-ISABEL.- Vamos almirante, no nos pongamos a discutir ahora esas pequeñeces, que si yo los descubrí, que si fue el otro. Esos detalles carecen de importancia.

-INDIO.- Sí, pero yo… yo quiero ser descubridor…

-ISABEL.- Y de eso se trata. Como almirante al servicio de la corona os correspondería la gloria de descubrir un nuevo mundo, el mundo en el que vivíais antes de venir aquí.

-FERNANDO.- ¿Y a  vos que más os da descubrir este mundo o el otro?

-ISABEL.- Y va a ser muy fácil. En cuanto llegáis plantáis…

-INDIO.-¡Yuca no, yuca no!

-ISABEL.- ¡No…yuca no! Plantáis la enseña de Castilla y tomáis posesión de aquellas tierras con todo lo que incluyan.

-FERNANDO.- Igual que antes. Solo tenéis que cambiar los términos.

-ISABEL.- Y luego recogéis algunas muestras del lugar, que os digo, por ejemplo unas piedrecillas así como amarillas, de un metal precioso que brilla mucho y que se llama…

-INDIO.- ¡Ay ombe… oro! Precisamente yo tengo aquí en el bulto…

El indio revisa sus pertenencias mientras los reyes esperan ansiosos. Cuando el indio se vuelve con la pieza de oro en la mano, la reina se la arrebata.

-ISABEL.- Esto será mejor que os lo guardemos. No podéis viajar con tanto peso, tendríais que pagar sobrecargo.

-INDIO.- Pero oiga, que es un recuerdo de familia.

-ISABEL.- Nada, nada, almirante, confiad en mí y ya marcharos que se os hace tarde.

-INDIO.- ¿Y si los indios se oponen? Usted no sabe cómo es que son. Allá amolan el machete de los dos lados y desde que me vean van a saber que soy yo, el indio Hatuey.

-FERNANDO.-¡El funcionario Hatuey!

-ISABEL.- No os preocupéis, porque viajareis con un nombre falso.

Isabel busca apoyo en el rey

-ISABEL.- ¡Fernando! ¿Cómo se llamaba aquel pobre diablo que mandamos degollar? ¿Aquel que decía que la tierra era redonda?

-FERNANDO.- Sí… y que también decía que giraba alrededor del sol… ya viene a mi memoria.

-ISABEL.- ¿Cómo era?

-FERNANDO.- Os digo que ya viene, no que haya venido.

-ISABEL.- Cris… Cris…Cristino…sí, Cristino…

-FERNANDO.- ¡Rondón! ¡Cristino Rondón! Ese era, lo recuerdo perfectamente.

-ISABEL.- Nadie os va a reconocer con ese nombre y ese sombrero y ese porte de caballero tan español.

-FERNANDO.- Luego, con que habléis todo con la «z» resolvéis cualquier conversación.

-INDIO.- ¿Con la…»z»?

-FERNANDO.-Es muy fácil, fijaos y repetid conmigo…»Chorizo»

-INDIO.- Choriiisio…

-FERNANDO.- No, no es así. La lengua entre los dientes impulsando la voz. Observad… zafio, zote, zopenco, zarrapastroso, zoidiota,  zoimbécil,  zoanimal…

-INDIO.- ¡Eh, un momento, que podré ser indio pero no bruto!

-FERNANDO.- Y recordad que siempre que vayáis a hablar, deberéis comenzar diciendo:»Pues hombre». Eso es muy importante. ¡Pues hombre, están ustedes descubiertos… Pues hombre, ¿hay oro por aquí?… Pues hombre… soy español, casi na!

-ISABEL.- Y cuando terminéis de hablar, agregáis «coño»… coño esto, coño aquello, coño lo otro, siempre coño.

-INDIO.-¡Pues hombre… parece muy sencillo, coño!

Los reyes felicitan al indio por su rápido aprendizaje.

-ISABEL.- Y ya marcharos almirante que la gloria os aguarda.

-INDIO.- Un último favor quisiera pedir, un último favor.

-FERNANDO.- ¿Y qué queréis ahora? Ya no tenemos más cargos que ofreceros…

-INDIO.- No, lo único que quiero es la camisa de ella. Es por los tiburones. ¿Ustedes no han visto lo picada que está la mar?

-FERNANDO.- ¡Caramba, ese sería un magnífico repelente!

-ISABEL.- ¡Ay no, yo no me quito la camisa!

-FERNANDO.- Vamos Isabel, sacrificaros…

-INDIO.- Yo sin camisa no voy pa parte, no me muevo de aquí.

-ISABEL.- Es que fue una promesa.

-FERNANDO.- Vamos Isabel… todo sea por el descubrimiento…

Isabel accede a quitarse la camisa. Con visibles muestras de asco, el rey la recoge y se la pasa al indio, igualmente consternado por el olor.

-FERNANDO.- Dejad con vida a algún tiburón, que la especie sobreviva.

-INDIO.- ¡Adiós majestades! ¡Adiós mi pana ful!

Tras el abrazo a Fernando, el indio comienza a adentrarse en el mar. Al parecer tiene algunos problemas para recordar su nuevo nombre por lo que, a gritos, trata de confirmarlo.

-INDIO.- ¿Y cómo es que era…? ¿El nombre? Cris…Cris… tóbal, sí eso era, Cristóbal Colón.

Los reyes lo despiden brazos en alto. Cuando se pierde de vista, juntos y solos en la playa, muestran su felicidad por la aventura. Ya no son los atolondrados reyes que conociéramos, sino dos perversos y ambiciosos monarcas.

-ISABEL.- Dio resultado, pronto invadiremos las tierras desconocidas del otro lado del mar…

-FERNANDO.- Enviaremos cientos, miles de soldados…

-ISABEL.- Y algunos curas…

-FERNANDO.- Armados de arcabuces…

-ISABEL.- Y algunas cruces…

-FERNANDO.- Fieros guerreros para el botín y el atropello…

-ISABEL.- Santos varones para la fe y el evangelio…

-FERNANDO.- Devastaremos su barbarie…

-ISABEL.- Saquearemos su primitivismo…

-FERNANDO.- Decomisaremos su subdesarrollo…

-ISABEL.- Y cargaremos oro, todo el oro de sus templos…

-FERNANDO…el que muestran y el que esconden…

-ISABEL…el que todavía reposa en el lecho del río…

-FERNANDO E ISABEL.- ¡Ole… viva España!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              II Acto     (La travesía)

 

 

Rumor de olas y viento. Asido al palo mayor de La Pinta, Gerardo de Mendoza y Mendoza vigila y bebe. Casi ha buscado tierra como ha empinado la botella. Borracho y marinero otea con su catalejo el horizonte sin más tierra a la vista que la que delira. Su rostro se contrae cuando tiene a bien recordar la muy ilustre familia del responsable de todas sus desgracias.

-GERARDO.- ¡La madre que lo parió… genovés tenía que ser!

Gerardo recompensa su sentida alocución con otro generoso trago. Un brusco movimiento de la carabela frustra sin embargo el agasajo y está a punto de arrojar por la borda al marinero. Para su desgracia se pierde la botella. Desolado, recupera Gerardo la verticalidad con un eructo y asoma medio cuerpo sobre la cofa del barco.

-Voz de Marinero.- ¡Almirante… el vigía sigue tirando botellas a cubierta!

-Voz de Almirante.- ¡Ma calzone… que no le suban más vino!

Gerardo, que al parecer guarda con él en la cofa una pequeña bodega, repone la botella que es lo único que agarra con firmeza.

-GERARDO.- ¿Y qué estoy haciendo aquí? ¿Alguien lo sabe? ¿Qué estoy haciendo en este maldito barco no viendo otra cosa que agua, agua, agua por todas partes?

Gerardo se reconforta con otro trago y el vino aviva la reflexión para que puntualice.

-GERARDO.-  …bueno, por casi todas. ¿Por qué tuve que marcharme de Montijo? Ya ni recuerdo el aroma de los cerdos camino del mercado. Una piara de 20 administraba y cuando vendía los puercos nunca faltaba una guerra en que enrolarme o un infiel que desorejar o convertir. Cincuenta solían pagar por moro arrepentido. ¡Qué buenos tiempos aquellos… durante la semana con los puercos y el fin de semana de pillaje y saqueo, siempre con oro en la bolsa, hembras en la cama y vino en la barriga.

Claro que, se acabaron los infieles en España y hubo que salir a buscarlos fuera. Por eso me embarqué… bueno, por eso y porque me faltó al respeto un noble castellano y tuve que matarlo. A él, a su escudero y a su esposa.

¡Si no se hubiera entrometido el hijodalgo! Yo sólo pretendía mostrarme afectuoso con la dama, pero el alguacil no me creyó y tuve que matarlo. A él, a su ayudante y al escribano.

Y todo por culpa de una mujer. Si al menos el cura me hubiera absuelto, pero no me perdonó y… no, no lo maté, mira por donde al cura no lo maté. Le vendí los puercos que me quedaban y me embarqué. Aunque mejor hubiera sido poner rumbo a la sierra antes que aventurarme en esta loca empresa.

¿Pero quién me mandaría a mí embarcarme…eh, quién?

Bueno, a decir verdad, el cura me lo recomendó. Y además de vigía… para lo que hay que ver. Cuando aparece un simple islote que llevarte a los ojos y gritas ¡tierra… tierraaa… tierraaaaa! siempre surge un señorito que firma la gesta donde iba tu nombre y se queda con la gloria y con la plata… claro que la botella es mía.

Gerardo corrobora su propia opinión de la única manera posible. Alertado por los gritos de Gerardo, el marinero pregunta desde cubierta.

-Voz de Marinero.- ¿Habéis visto algo vigía? ¿Por qué gritábais tierra?

-GERARDO.- Sí, es tierra. La más exuberante que ojos algunos vieran.

-Voz de Marinero.- ¿Y oro? ¿Se ve oro?

-GERARDO.- ¡Oh sí, marinero… y se ve tanto que nunca podríais acabar de verlo!

-Voz de Marinero.- ¿Y aborígenes… hay aborígenes?

-GERARDO.- Por supuesto marinero… y sobre todo una. ¡Ya la veo! ¡Y rediós que es bella. Parece una diosa, desnuda, húmeda, esperándonos ansiosa, es ella, ella…

Gerardo se excita mientras observa a través del catalejo su propia botella.

-Voz de Marinero.- ¿Quién vigía… quién?

-GERARDO.-¡Tu puta madre, cabrón!

Gerardo acompaña su familiar alusión con un notorio corte de mangas y un largo trago. Después arroja la botella.

-Voz de Marinero.- ¡Almirante… el vigía sigue tirando botellas a cubierta!

-Voz de Almirante.- ¡Porca miseria… que no le suban más vino!

Gerardo descorcha con los dientes una nueva botella.

-GERARDO.- Tres semanas se nos dijo, en menos de tres semanas navegando siempre hacia poniente avistaríamos la tierra del Gran Kan, y vamos para tres meses y no hemos visto más tierra que la de los zapatos. ¡La tierra del Gran Kan! El can es el que se va a armar aquí como sigamos comiendo por toda pitanza aserrín a la bolognesa y costillar de rata a la bar-bi-quiú… y eso si los cabrones de cubierta no se olvidan del vigía. Maldita estrella la mía… ¿Por qué no mate al cura?

De la mano de la nostalgia, Gerardo rememora algunos recuerdos de su mocedad.

-GERARDO.- Ieeeeea…ieeeeeea…cucha marrano, cucha…oink,oink,oink….

Tras un nuevo trago, se desentiende de su trabajo como porquero y retoma el catalejo. Atónito, no parece dar crédito a lo que ven sus ojos.

-GERARDO.-¡Es tierra… no puede ser, es tierra, por fin tierra! El genovés tenía razón. A ver que dicen ahora los que se mofaban de sus convicciones, las malas lenguas que pregonaban por los puertos que el glorioso almirante de la mar oceánica, era un burdo pirata de la rivera mediterránea. Yo, desde que lo conocí, supe que era un predestinado de los cielos. Por eso se disputaban su hazaña reyes de tres coronas y hasta particulares… para que fuera España finalmente y la Santa Madre Iglesia, las elegidas para tamaña empresa. ¡Jamás supe de un marino más seguro de sí que Don Cristóbal. ¡Bendito sea el maldito vientre que lo parió almirante! Es tierra, sí, es tierra… ya distingo la plaza… y la finca de Carmona… y la torre de la iglesia… es Montijo. ¡Montijo a la vistaaa… Montijo a la vistaaaaa!

-Voz de Marinero.- ¡Almirante, el vigía ha vuelto a divisar Montijo!

-Voz del Almirante.- ¡Mamma mía, que no le suban más vino!

Gerardo, eufórico, se arranca por bulerías.

-GERARDO.- (Cantando) ¡Montijo, cuando yo vivía en Montijo, nunca me faltó en la casa, una cristiana casada, trabajando en la cocina y una negra pa la cama…!

El propio Gerardo se acompaña con palmas… hasta que el espejismo se desvanece. Gerardo queda en silencio. Ya no se ve la plaza, ni la finca de Carmona, ni la Iglesia, ni Montijo. El horizonte sólo devuelve agua al catalejo. Su júbilo se ha transformado en una mueca huraña e inquietante.

-GERARDO.- ¿Y es que no tenía la reina otra cosa que hacer que prestar oídos al primer lunático que llegara a la corte? ¿Por qué no maté al cura?

Gerardo imita la voz del almirante.

-GERARDO.- “¡Que no le suban más vino, que no le suban más vino…!”  ¡Maldito genovés… por algo lo echaron de Francia y Portugal! Otra cosa era cuando nos embarcamos. Hasta el arzobispo de Sevilla se hizo presente en el muelle con otros altos cargos eclesiales, y el gobernador y su señora esposa, y el alcaide y su señora esposa, y el cardenal y su seño… y todas las putas del muelle gritándonos: «Adió, adiós… yo quiero tres lingotes… y para mí uno más, que tengo un hijo… A mí traedme una sirena barbuda y nuez moscada… Yo me conformo con una indígena con rabo… Y a nosotras Gerardo nos traes clientes…» me gritó una de ellas.

Yo no sé contar pero conmigo se embarcaron más de un ciento, casi todos convictos y confesos y otros que, como yo, descubrieron tarde su vocación de marineros al servicio de Dios y la Corona.

Al otro lado del mar nos esperaba todo lo que un cristiano puede ambicionar: deliciosos manjares nunca catados en taberna alguna, exóticas infieles de dos culos, joyas para emperifollar hasta mis cerdos, oro por doquier y, sobre todo, finos licores espirituosos que hacen del vino bebida de mocosos. Y eso sí, de todos los tesoros encontrados tres quintas partes son de la corona…

Gerardo comprueba con regocijo la cantidad del porcentaje que corresponde a la corona.

-GERARDO.- ¡La reina va a tener donde bañarse… claro que después habrá que cambiar el agua!

Y una quinta parte de lo hallado corresponde a la Iglesia, que como es natural y costumbre se ha interesado en las posibles almas a convertir…

Otra vez se ríe y bebe.

-GERARDO.- ¿Queda alguna sardina por confesar? ¿Algún bacalao quiere arrepentirse?  ¡A ver, los mejillones que estén en pecado mortal que levanten la concha!

Y luego está la parte que le queda al pirata de Colón que aunque es la menor parte siempre tendrá la suficiente para ahogarse, pero ¿y a mí? ¿Qué me queda a mí?

De improviso se sobresalta. A su alrededor, dos infieles sarracenos lo amenazan. Gerardo echa mano a su espada y desenvaina dispuesto a enfrentar la alucinación.

-GERARDO.- ¡Ah, malditos sarracenos! ¿Tratando de pasar desapercibidos eh? Y yo que pensaba que os habíais extinguido. Pero deteneos, no huyáis, que nunca me fue dado el privilegio de convertir a dos infieles a la vez.

Con una mano en la botella y otra en la espada, Gerardo acorrala a uno de los infieles a quien coloca la punta de su espada en la garganta.

-GERARDO.- Si antes de que cuente… pongamos diez, no os oigo invocar el nombre de Dios, juro, voto al cielo, que os ensarto con mi acero. Uno…dos…tres… ¡Lo siento carajo, pero se me dan mal las cuentas, así que muere fementido, muere, que en estando yo con vida, así esté curda o sereno, no ha de profanar el nombre de Dios ningún sarraceno!

Muerto el primer infiel Gerardo se encara con el segundo.

-GERARDO.- ¿Y vos maldito moro… invocareis el nombre de Dios? ¿Si antes de que cuente, pongamos…

Ante tan trágicas perspectivas el infiel opta por arrojarse de cabeza al mar.

-GERARDO.- ¿Pero qué hacéis maldito moro… a dónde vais? Sólo pretendo convertiros a la fe. ¿Es que vais a preferir los tiburones? ¡Regresad maldito moro, regresad!

-Voz de marinero.- ¡Almirante, el vigía ha vuelto a sorprender sarracenos en el palo mayor!

-Voz de Almirante.- ¡Ma como e posible tanto inepto… que no le suban más vino!

-GERARDO.- ¡Vamos, regresad al barco! No podéis seguir a nado y, además, nosotros tampoco vamos a ninguna parte. Es más, si no queréis invocar el nombre de Dios, no importa. Vamos subid al barco. ¿No pensareis que iba en serio eso de desorejar infieles? Bueno, algún que otro dedo avaro de anillos no os voy a negar que con las prisas del saqueo… pero orejas, nunca. ¡Vamos, volved al barco! ¿O tendré yo que arrojarme al agua? Si regresáis, hasta prometo emplearos como ayudante del vigía, que aunque la paga es escasa se bebe bien. Si es por lo de vuestro amigo, lo siento, no sé qué me pasó, es que me pongo nervioso… Siempre que me veo delante de un maldito moro, de un sucio sarraceno, de un impío bastardo, como que no puedo contener las ganar de degollarle un poco el cuello, pero algo me dice que con vos podría ser distinto.

En su excitación a Gerardo se le escurre la botella que se hace añicos contra las rocas. El ruido de la botella al romperse, las gaviotas, la quietud del barco y sobre todo los gritos del marinero desde tierra firme, consiguen devolver a Gerardo a la realidad.

-Voz de Marinero.- ¡Almirante… ahora es que se entera el vigía de que hemos encallado!

-Voz de Almirante.- ¡Porca miseria… que no le suban más vino!

 

 

 

 

 

 

 

 

      

  III Acto        (El desembarco)

 

Desde el fondo de la sala, irrumpe solemnemente y avanza por el patio de butacas un cortejo religioso característico de la Semana Santa española. Flanqueado por un capitán y un soldado, el indio carga la estatua de Colón a sus espaldas como si fuera una cruz y él estuviera a punto de ser crucificado. Una saeta resuena anticipando el tema “La Madrugá”. Por detrás del cortejo viene un cura y un escribano.

Una espectadora, conmovida por la imponencia del cortejo y el encorvado y lastimoso paso del indio, se acerca a él y seca su sudor con un pañuelo. Cuando vuelva a su butaca descubrirá asombrada en su pañuelo el rostro del indio.

Una vez llega el cortejo al escenario,  entre el capitán y el soldado colocan la estatua de Colón (típica estatua con un brazo extendido señalando el horizonte) en medio del escenario y al fondo, instando al indio a que entre dentro de la estatua (naturalmente hueca, y en la que del indio solo se verá su cara). Nada más cesa “La Madrugá”, suena el “Barras y Estrellas” estadounidense y hacen su entrada, también desde el fondo, en medio del jolgorio y bailando, el marinero (luce un vendaje en la cabeza) y el vigía Gerardo de Mendoza. Rápidamente se les suma al festejo el soldado, mientras el cura y el escribano conversan en privado en el escenario y el capitán revisa algunos detalles de la estatua.

 

(Caso de que un posible productor de esta obra disponga de los recursos necesarios, al marinero y Gerardo de Menzoza les puede preceder un grupo de “majorettes” o animadoras, una banda de música y una engalanada carroza desde la que ensacados ejecutivos de Iberdrola, Banco de Santander, Repsol, Prisa, Telefónica y otras empresas españolas, arrojen confetis y caramelos a los espectadores. Detrás, cerrarían el cortejo, piratas, gánsters, malabaristas, payasos, acróbatas, contorsionistas y cuantos personajes quepan en un circo, incluyendo jinetes a caballo o “zaldikos” (hombres metidos en el cuerpo de un caballo de cartón al que le prestan las piernas, característicos de las fiestas populares en el País Vasco) Tampoco está de más jugar con la pólvora y hacer sonar algún petardo.)

La fiesta se prolonga unos segundos más ya sobre el escenario e, inmediatamente, el capitán se afana en componer la imagen que registre la gesta para la historia tratando de alinear a los conquistadores a ambos lados de la estatua.

Gerardo de Mendoza y el marinero, ajenos a los deseos del capitán, parecen muy entretenidos con un descubrimiento en el patio de butacas, junto al proscenio.

-MARINERO.- ¡Hostias macho… llegamos a las Indias!

-GERARDO.- ¡Y que indias… para mí la de verde!

Casi tan excitado como borracho, Gerardo señala a una sorprendida espectadora cuyo único delito será estar de buen ver y haber ido de verde.

-MARINERO.- ¡Es mía… yo la descubrí primero!  ¡Es mía!

-GERARDO.-¡Mentís bellaco… que yo la ví desde el barco! ¡La de verde es mía!

-MARINERO.- ¡Os digo que es a mí que corresponde!

-GERARDO.- ¡No se hable más, vive Dios, que en cantar y fornicar yo voy delante de vos y tengo la prioridad!

-MARINERO.- ¿Y en beber…u os olvidáis?

Gerardo, que no se olvida, tiene a bien invitar al marinero. Después reflexiona.

-GERARDO.- ¿Qué ven mis ojos… que advierto? ¡Cuatro piernas, cuatro senos…! ¿Veis lo que yo marinero? Los historiadores tenían razón que todas las indias son, indias sobradas de carnes y las carnes gratas son… ¿O acaso no confirmáis tan bella exageración?

-MARINERO.- Sí Gerardo, la confirmo. Quedad vos con lo que veis de más, que yo me tengo a bien conformar con lo que veo de menos.

Gerardo, que no está dispuesto a transigir con el marinero, entabla una lucha con este que dan por culminada al decidir, de mutuo acuerdo, jugársela a los dados. Los dos, ya sobre el escenario, desaparecen detrás del dado.

En el otro extremo del escenario el cura inicia la bendición de los indígenas acompañado del escribiente que toma notas y los interroga en todas las posibles lenguas.

-ESCRIBANO.- ¿Waht is your name?  ¿Vous parlé francais? ¿Zer moduz?.

Provisto de un hisopo, el cura derrama agua bendita sobre los sorprendidos y mojados indígenas.

-CURA.- ¡Fijaos Francisco como saltan y se ríen cuando los bendigo…!  ¡Oh Dios cuantos demonios no estaré expulsando de sus cuerpos!

El escribano toma nota tan rápido como puede, cantando siempre la última silaba como si fuera el eco de la voz del cura o su propio eco.

-ESCRIBANO.-…erpos.

-CURA.- No riáis blasfemos  y recibid gozosos…

-ESCRIBANO.- …osos.

-CURA.-…la bendición de Dios. ¡Fijaos Francisco como saltan!

-ESCRIBANO.- Tomo inmediata nota para que conste… onste.

-CURA.-¡Dominus vobiscum… vade retro Satanás! ¡Dei gratias, gratia plena fias voluntas tua… dominus vobiscum! ¡Ego abreviare capítulum ad ne fatiguen aurícula! ¡Dominus vobiscum…!

-ESCRIBANO.- Tal vez ni siquiera sea prudente bendecirlos… los

-CURA.- Acaso tengáis razón, que no me inspiran confianza estos pobres miserables…

-ESCRIBANO.-…bles.

-CURA.- ¿Y por qué están todos sentados? ¿Quién ordenó que se sentaran?

-ESCRIBANO.- Ya estaban sentados cuando llegamos… amos.

-CURA.- Sin duda estos salvajes no son gente de trabajo.

-ESCRIBANO.-… ajo.

-CURA.- Fijaos en sus cuerpos,  parecen flácidos, fofos.

-ESCRIBANO.- O no están en guerra o no se han casado.. asado.

-CURA.- Por Dios escribano, no es necesario que lo escribáis todo. Anotad sólo las conclusiones.

-ESCRIBANO.- ¡…oones! ¿Y qué concluyo…huyo?

-CURA.- Pues podéis concluir, por ejemplo, que estas tierras están llenas de aborígenes…

-ESCRIBANO.- … ígenes.

-CURA.-…que además de ignorar las lenguas modernas, son propensos al ocio y a la blasfemia…

-ESCRIBANO.-… mía.

-CURA.-… y que se sonríen estúpidamente cada vez que les hablas.

-ESCRIBANO.- …blás! Permitidme padre que lo intente de nuevo. Acaso ahora respondan… ondan. ¿What is your name? ¿Do you like a conquistadores spanis?

-CURA.- ¡Dejadme a mí escribano, que si vos sabéis de letras yo sé de paganos!

-ESCRIBANO.-…anos.

-CURA.-  Y me da que aquestos salvajes tienen más de infieles que de ilustrados. Quizás…

-ESCRIBANO.- … zás.

-CURA.- … la música…

-ESCRIBANO.-… sica.

-CURA.- sea el gozoso instrumento del que se valga el todopoderoso…

-ESCRIBANO.-… oso.

-CURA.-… para alcanzar con su magia los vacuos corazones de aquestas indigentes bestias.

-ESCRIBANO.- ¿Y cual es la conclusión?

-CURA.- Que estos infelices que veis aquí muy pronto serán el coro del magnífico tedeum que pienso interpretar.

El escribano, con evidente pesar,  arriesga la confirmación de su temor.

-ESCRIBANO.- ¿Pensáis cantar el tedeum laudamus?

El cura ni responde.

-CURA:- ¡Oídme bestezuelas… vamos a cantar! ¿Entendéis? Cantar… chanter… conforme yo vaya cantando las estrofas…

-ESCRIBANO.-… ofas.

-CURA.-…vosotros las vais repitiendo.

-ESCRIBANO.-… endo, en fa, en mí, en sol…

-CURA.- (Cantando) Tedeum laudamus Dominus pacen…

El canto es interrumpido abruptamente por el capitán.

-CAPITAN.- ¡Padre, os reclama Don Cristóbal y dice que el Tedeum va al final del acto!

El cura se aleja refunfuñando su último intento fallido por cantar y, seguido del el escribano, acude al centro del escenario, junto a la estatua de Colón. El capitán, que todavía no ha conseguido alinear a su tropa para cumplir con el protocolo, pasea vigilante por el proscenio. Tras el capitán un diminuto soldado casi tapado por el estandarte que carga, trata de hacerse notar.

-CAPITAN.- ¡Ya habéis oído al almirante… hay que abrir bien los ojos!

El capitán pasea receloso entre la indígena audiencia, siempre con la mano presta a empuñar la espada.

-SOLDADO.- Descuidad capitán que no pierdo detalle.

-CAPITAN.- ¡Por Cristo que no me fío que aquestos salvajes se rindan!

-SOLDADO.- Según una encuesta de la universidad de Valladolid, únicamente el 10% de los salvajes descubiertos son hostiles.

-CAPITAN.- ¡Ya… el 10%! ¿Y qué saben las universidades de salvajes?

-SOLDADO.- Mi capitán… casi el 70% de las universidades españolas han desarrollado estudios al respecto y sólo en lo que va de año se han publicado un 13% más de estudios que el pasado año y una 45% más que hace tres años y un 23% más…

-CAPITAN.- ¡Eso son supercherías! ¡Yo bien sé como hay que tratar a estos salvajes y ninguna universidad me va a enseñar a hacerlo!

-SOLDADO.- Mi capitán, sólo el 5% de los sondeos estadísticos de las universidades carecen de rigor…

-CAPITAN.- ¿Sí? ¿Y quién ha hecho esa encuesta?

-SOLDADO.- Otra universidad, mi capitán.

-CAPITAN.- ¡Callad de una vez, que me ponéis nervioso con tanta palabrería y mojiganga!

-SOLDADO.- Es lógico mi capitán. Más del 70% de los capitanes descubridores sufren de los nervios y un 12% padece de alucinaciones y un 15% de escorbuto y un…

-CAPITAN.- ¿Y sabéis por ventura cuál es el porcentaje de capitanes que estrangulan a sus soldados portaestandartes?

El capitán se ha dado la vuelta encarando a su soldado que capta la indirecta. Una vez, sin embargo, el capitán reinicia la ronda entre los indígenas en la seguridad de que no va a haber más porcentajes a sus espaldas, el soldado puntualiza.

-SOLDADO.- ¿Queréis datos oficiosos?

Mientras el capitán trata de controlar los nervios, el soldado insiste.

-SOLDADO.- Aproximadamente el 87% de los capitanes que sufren de los nervios o histerismo senil se comportan violentamente con la tropa, lo que representa la mejor media europea.

El capitán desenvaina dispuesto a callar para siempre su fuente de datos pero el cura interrumpe el gesto reclamando a gritos al capitán a su lado.

-CURA.- ¡Capitán…! ¿Vamos a hacer la foto o no?

-CAPITAN.- Por esta vez habéis tenido suerte, pero no tentéis al destino porque la fortuna casi nunca se repite.

-SOLDADO.- Cierto mi capitán. Sólo el 4% de los afortunados una primera vez lo son también una segunda.

El capitán, tal vez porque no oyera el último sondeo o, simplemente, prefiriese ignorarlo, trata de poner orden alrededor de la estatua de Colón. En su interior, el indio es el único que no parece mostrarse muy feliz del acontecimiento.

-CAPITAN.- ¡Atención todo el mundo, en nombre de nuestro almirante Don Cristóbal, voy a dar inicio al acto de apertura! ¡Todos alrededor de su excelencia!

Las órdenes son cumplidas por todos excepto por Gerardo de Mendoza que, apartado del grupo y luego de fracasar con los dados, se dispone a subastar a la indígena de verde.

-GERARDO.- ¡Cuatro reales a la de una, cuatro reales a la de dos y cuatro reales a la de tres…! ¿Hay quién de más? ¿No? Pues… ¡adjudicada la indígena de verde al vigía Gerardo de Mendoza!

Junto a Gerardo, el capitán no parece estar de buen humor.

-CAPITAN.- ¡Guardad silencio vigía!

_GERARDO.- Ya es tarde para seguir pujando. La subasta ha quedado cerrada.

Gerardo revisa sus bolsillos sin preocuparse en absoluto del capitán.

-GERARDO.- Maldita sea, no encuentro los cuatro reales.

El capitán vuelve a desenvainar su espada.

-CAPITAN.- ¿Sabéis cuanto tarda esta espada en cortaros la yugular?

-GERARDO.- ¿Queréis que os lleve el tiempo?

-CAPITAN- ¡No os lo voy a volver a repetir! ¡La próxima vez juro por mi honor que os ensarto con mi acero!

-GERARDO.- ¿Por casualidad es acero toledano?

-CAPITAN.- Por supuesto,  yo no empuño cualquier espada.

-GERARDO.- ¿Tiene doble filo, aguja de platino y encendido, linterna, hilo de pescar, internet…?

El capitán revisa su espada abrumado por la decepción. La voz del cura lo rescata.

-CURA- ¿Hasta cuándo debemos esperaros capitán?

Hecho el necesario orden y silencio, el capitán toma en una mano el pendón de Castilla y la espada en la otra. El resto de la tropa se alinea de pie a su derecha e izquierda.

COLON.- ¡En nombre de Cristóbal Colón, almirante de la mar oceánica y virrey de España, tomo posesión…

-GERARDO.- ¡De la verde no, que es mía!

-CAPITAN.- ¡Silencio rediós!

Recuperado el orden, vuelve el capitán a reiniciar la proclama.

-COLON.- ¡En nombre de Cristóbal Colón, almirante de la mar oceánica y virrey de España…

-CURA.- ¿Y si cantamos primero el Tedeum Laudamus?

-CAPITAN.- ¡Carajo!  ¡Esperad a que termine mi discurso!

Visiblemente molesto el capitán el acto de nuevo.

-COLON.- ¡En nombre de Cristóbal Colón, almirante de la mar oceánica tomo posesión…

-ESCRIBANO.- ¿Y qué hago con la de verde? ¿La anoto o no la anoto?

-GERARDO.- ¡Registradla a mi nombre… a mi nombre!

-CAPITAN.- ¡Ya basta, coño!  ¡Al próximo que hable lo parto por la mitad!

-SOLDADO.- El 65% de las tomas de posesión registran este tipo de incidentes.

El capitán ya no tolera más interrupciones. Se dirige amenazador al soldado y éste sale de la formación tratando de huir. Lo consigue pero no sin antes llevarse una patada en el culo que lo hace rodar hasta el proscenio.

Cuando finalmente parecen acallarse los murmullos, el capitán vuelve a intentarlo.

-COLON.- ¡En nombre de Cristóbal Colón, almirante de la mar oceánica tomo posesión de América y de todos los tesoros y salvajes que se encuentren…

-SOLDADO.- ¡Oro…oro!

El soldado acaba de hallar una pepita de oro y con ella en la mano reclama la atención de todos

-SOLDADO.- ¡Es oro! ¡He encontrado oro!

Antes de que tenga tiempo de repetirlo ya tiene al capitán, espada en mano, a su lado. El soldado, consciente de las homicidas intenciones de su superior, clama por su vida de rodillas.

-SOLDADO- ¡Piedad capitán, piedad! ¡Tened piedad de este humilde soldado! ¡No volveré a interrumpiros!

El capitán arrebata la pepita de oro al soldado al tiempo que lo degüella.

-CAPITAN.- ¡No es por interrumpirme que te mato!

Mientras agoniza, el soldado aún tiene tiempo para un postrero apunte estadístico.

-SOLDADO.- El ciento por ciento de los soldados degollados por culpa del oro… terminan muriendo.

Lo ocurrido ha sobresaltado al resto de la tropa descubridora que observa con temor y reproche al capitán. Quien sigue al margen de lo sucedido es el vigía Gerardo de Mendoza que ha aprovechado la nueva interrupción para seguir intentando intimar con la de verde. El cura es el primero que reacciona acercándose al capitán.

 

(Caso de que un posible productor de esta obra siga disponiendo de los recursos necesarios, puede volver a sacar a escena a los elegantes ejecutivos de las multinacionales citadas inaugurando oficinas por los pasillos del patio de butacas y al resto de empleados del circo a ejecutar sus números en las butacas de los espectadores que ya hayan huido.)

 

-CURA.- ¿Qué has hecho hijo mío? ¿Has asesinado a un semejante? ¡No matarás manda el quinto mandamiento! ¿Qué sangrienta locura se ha apoderado de ti? ¿Qué infierno arde en tu cabeza? ¿Cómo has sido capaz de tan abominable crimen, hijo mío?

El cura abraza al capitán que, impresionado por la grandilocuencia con que el cura se expresa, hasta da la impresión de arrepentirse.

CURA- ¡Era carne de tu carne! ¿Nadie te dijo nunca que debes amar al prójimo…

El cura, que porta en sus manos un afilado crucifijo, subraya su interrumpida pregunta con un hondo abrazo a resultas del cual el capitán va a desplomarse muerto agarrándose el vientre, ya sin la pepita de oro.

-CURA.- …como a ti mismo?

Decidido a pasar página cuanto antes, el cura comparte algunas buenas noticias con el resto del grupo que no acaba de entender la súbita muerte del capitán.

-CURA.- Y bien, creo que nada mejor para superar estos trágicos acontecimientos que cantar juntos el Tedeum laudamus, que nada le es más grato a Nuestro Señor que la oración que se canta y se comparte. ¡Acercaos y cantemos juntos por la salvación del alma de estos dos valientes soldados de España!

Los convocados se acercan animados, con excepción del escribano que lo hace a regañadientes y, por supuesto, de Gerardo que tiene mejores cosas de las que ocuparse.

Pocos instantes más tarde de que se inicie el canto, justo en el momento en que todos alzan sus brazos al cielo en busca de amparo, al cura se le desliza la pepita de oro por el interior del hábito yendo a caer junto a sus sandalias. El escribano, que no se ha perdido detalle, aprovecha la puntiaguda pluma de ganso con la que escribe para asestar un certero registro en la espalda del religioso que, cae de rodillas.

-CURA.- ¿Qué has hecho hijo mío? ¿Has asesinado a un semejante? ¡No matarás manda el quinto mandamiento!

-ESCRIBANO.- ¡…miento! (anota el escribano)

El cura toma la pepita en sus manos y se la ofrece al escribano.

-CURA.- Podéis llevaros el oro… ya no me va a hacer falta a donde voy

-ESCRIBANO.- ¡Me importa un carajo el oro! ¡Lo que no soporto es el tedeum!

Cuando el cura, ya muerto, cae de bruces, la pepita de oro rueda de sus manos por el escenario yendo a parar a los pies de Gerardo que, entretenido en sacar de su pechera una última botella de vino y servirse unos cuantos tragos, ni cuenta se da de la fortuna que tiene al lado. Tampoco el marinero se ha dado cuenta del destino que ha corrido la pepita. La última vez que la viera fue a los pies del cura al interrumpirse el tedeum. Dispuesto a entrar en acción,  el marinero se ha hecho con la espada del soldado y, ya armado, se acerca a un  distraído escribano que, recuperada la pluma, escribe las que serían sus últimas anotaciones.

-ESCRIBANO.- …falleciendo aquella misma mañana al atragantársele una nota… ota… cuando comenzaba a cantar el tedeum laudamus.

-MARINERO.- ¡Dadme el oro y pasaré por alto vuestro crimen! ¡Vamos, dadme la pepita! ¡Sé que la tenéis, que vos la habéis guardado!

-ESCRIBANO.- …ado!

-El marinero no solo reitera su exigencia. De un puntapié también hace volar por los aires el libro en el que el escribano seguía registrando la gesta, mientras Gerardo bebe absorto en la indígena de verde.

-ESCRIBANO.- ¡Yo no tengo el oro, ni me importa!

-MARINERO.- ¡Dadme el oro ahora mismo  si no queréis morir!

-ESCRIBANO- ¡Os digo que no lo tengo! ¡Os lo juro!

El marinero clava su espada en el corazón del escribano que cae al suelo.

-ESCRIBANO.- …uro!

El marinero repite la estocada.

-MARINERO.- ¡Calla!

-ESCRIBANO.- …muero!

Gerardo sigue bebiendo inconsciente de la matanza vivida a sus espaldas, al tiempo que el marinero registra al escribano, después al cura, sin dar con la pepita.

-MARINERO.- ¿Dónde habrá escondido la pepita? ¡Maldita sea…! ¿Dónde está el oro?

Mientras el marinero sigue buscando desolado la pepita, Gerardo apura un último trago y, fiel a sus costumbres, lanza la botella por el aire. La botella, veleidades del destino, impacta contra el ya maltrecho cráneo del marinero y éste cae fulminado, apenas con un hálito de vida para murmurar antes de morir.

-MARINERO.- ¡Almirante, el vigía sigue tirando botellas a cubierta!

Hasta el indio, apesadumbrado, se siente obligado a intervenir

-ESTATUA/COLON-INDIO.- ¿Por qué no te callas?

Sólo Gerardo, entretenido con la de verde, termina finalmente por encontrar la pepita y, tambaleándose, absolutamente borracho, mientras rebusca entre su ropa otra botella y enarbola feliz el tesoro encontrado, se dirige cantando al encuentro de la espectadora de verde.

 

Comienza a oírse el tema “Se murió Colón” cantado por Adalgisa Pantaleón.

(Música: perico ripiao de Micky Montilla; Letra de Koldo Campos)

 

(Letra)

Se murió Colón

cuanta algarabía

Colón se murió

tres avemarías.

Pero la conquista

sigue todavía,

sigue la conquista

y la rebeldía.

 

Se murió Colón

yo no iré a su entierro.

Colón se murió,

que no estoy de duelo.

Que vayan si quieren

los que construyeron

un faro a su nombre

y una cruz al nuestro

 

Y el indio atrapado

en su propia historia

y atrapado el indio

busca su memoria,

que el siglo que nace

no quiere colonias

quiere pueblos libres

que busquen la gloria

 

Cae el telón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡Hágase la Mujer!

 

-Dios.- ¡Hágase la música!

 

Y solemne, la música obedece a su creador.

 

-Dios.- ¡Abrase el telón!

 

Se abre el telón. El escenario permanece a oscuras.

 

Dios.- ¡Hágase la luz!

 

Se ilumina el escenario. Un escritorio al centro, una mecedora a la derecha y un pequeño sofá a la izquierda. Cerca del escritorio un colgador.

Tras el escritorio, Dios, cómodamente recostado, parece absorto en la lectura de  un periódico. Su rostro permanece oculto tras las páginas. Sobre la mesa se acumulan expedientes, carpetas, planos, reglas, cartabones, un teléfono, un portarretratos con la foto de Dios, una varita mágica, servilletas, vasos plásticos y restos de pizza.

Suspendido en el aire cuelga el triángulo divino con el habitual ojo de Dios en el centro. Más arriba un lema:»El Paraíso C por A» Se oyen unos golpes. Alguien llama a la puerta. Dios responde sin apartar sus ojos del periódico ni descubrirse al público.

 

Dios.- ¡Abrase la puerta!

 

La puerta se abre y entra el Angel-Serpiente, una especie de asistente que el divino tiene en la oficina. Viste un extraño traje de color verde. De andar ligero y amanerado, lleva una caja envuelta en papeles de brillantes colores con la que cruza la oficina al ritmo de un cadencioso son. Parece encontrarse de muy buen humor.

 

-Angel-Serpiente.- ¿Cómo le amaneció hoy a mi señor y dueño? Como os lo aseguré vuestra aura ya está lista. Vos no me creíais…»cómo va a ser que en tres días, pues hombre, y como están las cosas en esta época del año…» (imitando el acento y la voz divina)…pero es que La Celestial tiene al servicio de su distinguida clientela la más variada gama de destellos multicolores y a precios verdaderamente milagrosos…¡Vístase de gloria…en la Celestial!

 

Cuando repara en que Dios, entretenido con la lectura, no le atiende, cambia de tono y de expresión.

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