Puerta a puerta

Hace muchos años, no voy a decir en qué pueblo, cuando los primeros automóviles comenzaron a ocupar las calles, los accidentes en cruces y rotondas eran tan frecuentes como mortales.

Todos los vecinos, sin excepción alguna, se habían mostrado consternados por los accidentes. Hasta se habían comprometido públicamente a conducir con responsabilidad… pero, a pesar de los reiterados compromisos, los accidentes seguían provocando muertos.

A alguien se le ocurrió entonces poner en práctica un método que ya era un éxito en otras muchas ciudades.

Se llamaba semáforo y, en base a un simple juego de luces, ayudaba enormemente a organizar el tráfico. Si el semáforo estaba en rojo detenías el coche y si estaba en verde seguías tu ruta. Las ciudades que los habían instalado habían visto reducirse el número de accidentes y víctimas. Eso era, precisamente, lo que todo el mundo deseaba.

Sin embargo, los vecinos de ese pueblo innombrable cuando oyeron hablar de la posible colocación de semáforos en sus calles y avenidas, lejos de alegrarse de que hubiera aparecido un método simple, barato y efectivo que lo hiciera posible, mostraron su rechazo a semejante idea.

-Es un sistema caro, incómodo y que atenta contra la intimidad y el derecho de las personas –se quejó un vecino-  ¿Por qué tienen que imponerme cuándo debo detener mi coche y cuándo no?

– “¡Los semáforos son feos…!” –agregó otra vecina.

-¡Y van a ser nuestra ruina! –denunció un tercer vecino- ¡Así no vamos a generar suficientes desechos para vertederos e incineradoras!

Por eso es que en mi pueblo no hay semáforos.

 

 

 

Cuento caribeño en tres actos y un epílogo

Este cuento caribeño en tres actos y un epílogo es parte de la historia de Puerto Rico, República Dominicana y Haití, tres pueblos antillanos destinados a encontrarse.

Acto I

El boricua se dio la vuelta y, al observar al dominicano a sus espaldas, escupió al cielo y denunció a gritos: “Los dominicanos nos están invadiendo…”.

El dominicano giró sobre sus pasos, reconoció al haitiano y, ofuscado, delató la compañía: “Los haitianos nos están invadiendo…”.

El haitiano también se dio la vuelta pero no encontró a nadie tras de sí.

Acto II

El boricua advirtió a sus espaldas al dominicano y, como si hubiera perdido la memoria, desenvainó lengua y espantos y masculló su enojo: “Esos malditos negros…”.

El dominicano sorprendió al haitiano y, como si hubiera extraviado la razón, desenfundó miedos y engaños y rezongó su furia: “Esos malditos negros…”.

El haitiano también se dio la vuelta pero no encontró a nadie tras de sí.

Acto III

El boricua, que buscaba un culpable que explicara su suerte mejor que su fracaso, al ver a sus espaldas al dominicano respondió indignado: “Hatajo de vagos y delincuentes…”.

El dominicano, que también requería un responsable de su infortunio a la medida, detrás de su destino sólo encontró al haitiano y alegó irritado: “Hatajo de vagos y delincuentes…”.

El haitiano también se dio la vuelta pero no encontró a nadie tras de sí.

Epílogo

Y así fue hasta que un día, un bendito día que todavía no ha llegado, boricuas, dominicanos y haitianos, al mirar hacia atrás sólo encontraron reflejadas sus alargadas sombras y no supieron distinguir una de otra.

 

 

 

 

Benditas costumbres

En casa de mi madre, siendo yo niño, los lujos eran tan escasos como las visitas. Y la visita solía ser una cuñada de mi madre que, además del paraguas, a casa sólo traía un voraz apetito. Durante horas, que podían ser toda la tarde, disertaba sobre la génesis y evolución de sus sufridas dolencias y porqué eran las suyas más graves y numerosas que las que mi madre improvisaba.

Mi tía era capaz de desenvolverse con extraordinaria soltura en tan neurótica competencia sin dejar de masticar en ningún momento las pastas que mi madre reservaba a las visitas. Las pastas constituían, precisamente, nuestro único lujo.

En presencia de las pastas, ni mis otros cuatro hermanos ni yo, mudos testigos de aquellas hipocondríacas meriendas,  podíamos aceptar siquiera una y aún cuando nos la ofreciera la tía, fuese por generosidad o por el sádico placer de provocarnos.

Ninguno de los hijos de mi madre vulneró jamás aquella orden… delante de ella.

E igualmente aceptábamos de buen grado que si, por alguna extraña circunstancia, un buen día coronábamos un paseo con un helado, contuviéramos las ansias hasta llegar a casa para que ningún niño que nos viera paladeando el chocolate por la calle fuera a sentirse mal con nuestro exceso.

Nunca desairamos a mi madre en su exigencia a pesar de la condena a tener que comerse siempre el helado con cucharilla porque para cuando llegábamos a casa ya no había manera de lamer aquella sopa.

Tal vez por ello, cada vez que me encuentro con un niñato exhibiendo orgulloso las nuevas aplicaciones del último modelo en el escaparate, pienso en mi madre… y en su padre.