Hay vidas que, de muertas,
sólo son biografías,
ambiguos prontuarios
de cuentos y de cuentas,
acaso un mal habido patrimonio
y algunos herederos peor hallados,
un perro que les ladre
dolientes titulares,
un alcalde de encargo,
un cardenal de oficio
y un par de funerales.
Pero apenas la tierra
se sume al homenaje
y los gusanos rindan
honores al difunto,
de aquel ilustre muerto va a quedar,
si me apuran, la misa aniversario
con que la Iglesia reconforta el luto
mientras la viuda quiera pagar los honorarios
y una lápida triste que recuerde
un olvidado nombre
y un extraviado año.
Son vidas que se pierden en el tiempo
sin un beso en la espalda
ni una mano en el pecho,
infelizmente muertas.
Hay muertes que, de vivas,
nos dan las buenas horas,
nos lustran la sonrisa,
nos atan los zapatos
con los que andar el día,
nos rondan y nos cantan
los sueños que aún amamos.
Son muertes tan poco moribundas
que siempre están naciendo
y así no tengan visa para el cielo
o el aval de la ley para la historia
van a seguir estando con nosotros,
memoria que respira
y pan que se comparte,
dichosamente vivas.