Pasan los años, ronroneando como gatos en celo, pasa el tiempo que pasa, la noche en los espejos, pasa la vida y pienso que ya se me ha hecho tarde para ser el cuarto Matamoros o el otro Pancho que no tuvo bolero.
Ya casi ni registra mi memoria aquella isla de la Polinesia que descubrí a los veinte en un documental televisivo, aquella playa a la que prometiera retirarme cuando los cuarenta fueran viejos, aquella isla de ensueño, con su velero en el embarcadero, el mero en la parrilla, una hamaca a la sombra de un par de cocoteros, un pájaro, una ola, y una nativa bailando el ukelele.
Y sé que no debe quedar nadie que pueda dispensarme la confianza de creerme si le miento que, a los quince, soñé con emular a Julio Verne y viajar al centro de la Tierra, luego de que a los nueve sucumbiera a misioneras invocaciones que, para fortuna de la Iglesia, no insistieron, porque seis años más tarde también quise ser Galileo entrando al Vaticano sobre un caballo de Bastos, y quemar a Cisneros en la hoguera, y preñar a la Virgen de los Sueños.
Pasan los años, murmurando sus futuros infiernos, el día en los trajines, pasa la vida y tarde, temo, que ya se me ha hecho nunca para convertirme en el quinto mosquetero o sobarle las maracas a Gardel, que ya no estoy a tiempo de inventar la guía universal de la nostalgia o hallar mi luna llena entre las ruinas que tampoco ha respetado el tiempo.
Y dudo que el domingo que queda por pasar vaya feliz a despertarme en la Sierra Maestra y que el noticiero de las nueve, finalmente, me cuente que vencido y desarmado el ejército infame, han entrado los nuestros en la historia.
Pero el tiempo que pasa es un tiempo que queda y así parezca el juicio otro consuelo, hasta en el beneficio de la duda, me queda la aventura de ser yo, de ser el coro del son que nunca bailo, de ser el papa rojo en la mañana y la sota de copas por la noche, de enterrarme en la arena hasta la sombra y sonarme la ira en sus estrellas, de escribir al derecho y al revés, de volver a ser Dios en un teatro, sin un cuarto menguante que me espante y de reconciliarme con el niño que aún anda de mi mano.