Yo tenía nueve años y en el orfanato en el que crecía y me educaba, dirigido por curas salesianos en el barrio de Los Capuchinos, en Málaga, por ser uno de los más pequeños, disfrutaba el privilegio de vender los domingos, durante la función de cine, entre el resto de los internos y para beneficio del centro, unas tortas de harina.
Una vez ocurrió que, al hacer el habitual arqueo, hubo una torta de menos. La torta se la había comido mi hermano mayor que, por supuesto, no la había pagado.
En prefectura y a solas frente al padre, yo me encomendé a todos los santos en la esperanza de que el dispendio pasara inadvertido, pero no iba a ser posible. El padre quería saber qué había pasado con la torta desaparecida. Parado en medio del despacho, yo guardaba silencio alegando no saber nada.
El padre, con una paciencia digna de mejor causa, insistía en que me sincerase y le contara lo ocurrido. Una y otra vez sumaba y restaba tortas y pesetas, tratando de que yo entendiera sus muy atinados cálculos.
-No sé- respondía yo, con los ojos perdidos en el suelo.
Me amenazó, ya un tanto alterado, con mantenerme de pie, sin cenar ni salir de su despacho, hasta que le dijera la verdad y para demostrármelo, se ausentó durante casi dos horas. Cuando regresó me encontró en la misma posición.
-No sé- volví a repetir yo.
Me advirtió entonces que si persistía en mi silencio nunca más volvería a vender tortas, ni a salir de paseo las mañanas de los domingos, ni a disfrutar del recreo de las tardes…
-No sé-.
Cambió entonces de estrategia y en un tono paternal, mientras me acariciaba la cabeza, comenzó a hablarme de la importancia de ser siempre sincero, de lo mucho que Dios valora la verdad, de cómo la virtud de un ser humano la determina su capacidad para encarar sus actos, de la importancia de ser responsable. Me habló del infierno en que se abrasa el mentiroso, de lo orgulloso que se sentiría mi padre, de estar con vida, si yo decía la verdad…
Y entonces, rompí a llorar y delaté a mi hermano.
De la primera bofetada del padre prefecto fui a parar a los pies de su surtida biblioteca y contra ella recibí el resto de los golpes. Cuando ya le dolían las manos, recurrió a uno de sus voluminosos ejemplares hasta que lo desencuadernó contra mi cabeza dando por aprendida la lección.
Nunca lo olvidé.
Supongo que es por ello que cada vez que escucho a un cura celebrar la verdad, ellos que tanto mienten; alabar la tolerancia, ellos que siempre agravian; bendecir el diálogo, ellos que nunca escuchan; ensalzar la virtud, ellos que más ultrajan, sólo recuerdo a aquel inolvidable cura y me repito… no sé.