Jack el Destripador en los Sanfermines

 

Antes de que respinguen, me siento en la obligación de confesarles que sigo vivo y que las únicas dos verdades que se han dicho o escrito sobre mi persona es que me llamo Jack y que mi leyenda nació en Londres.

Nada tuve que ver con los crímenes que se me imputaron. Cierto que, para entonces, yo me había ganado una sólida reputación como degollador privado, pero doy fe de que sólo aplicaba mis buenos oficios a violadores, pederastas y proxenetas. Nunca he levantado ni mano ni cuchilla contra mujer o infante. Tampoco contra un animal.

Lo que ocurrió en Londres y que fue la causa de que empezara a tejerse la mala fama a la que debo mi buen nombre, es que Scotland Yard al no saber dar con la respuesta a la violencia machista que tenía a la ciudad en vilo, optó por buscar a un Jack expiatorio al que poder acusar de todos los feminicidios pendientes. Caso cerrado. Scotland Yard había hecho su trabajo y, al día siguiente del anuncio, Londres amanecía en paz.

Para la patriarcal sociedad inglesa era preferible centrar todo el horror en una sola persona que aceptar que, detrás de cada cuchillo feminicida, siempre hay más de una mano, y que ningún crimen tiene tantos cómplices como el que le cuesta la vida a una mujer.

Tuve que huir de Londres y, gracias a mi rentas en blanco y diferido, dedicarme a hacer turismo por el mundo releyendo a cada rato mis andanzas en esos medios de comunicación que, no teniendo a mano una maldita guerra de la que ocuparse, se dedicaban a especular sobre mi identidad e itinerario.

Viviendo en Estocolmo me descubrieron en Tananarive; los diez años que residí en Marsella, fui visto en California y Katmandú, y peor suerte corrí en Beirut donde se llegó a anticipar mi muerte. De mi estadía en Santo Domingo no se enteró nadie. Para entonces yo andaba por Bucarest, Ankara y la Polinesia.

Lo que tampoco nadie supo nunca fue que, entre puertos y aeropuertos, un buen día recalé en Pamplona.

Casualidad también: “Sanfermines!”

Conseguí, y un 6 de julio, la última plaza hotelera que quedaba en la ciudad y fue gracias a una repentina anulación en el hotel en el preciso momento en que yo le insistía al encargado que comprobase, por favor, si no le quedaba alguna habitación libre. Un australiano que había llegado a Pamplona decidido a tirarse de cabeza de la fuente de Navarrería, se entrenaba en su habitación lanzándose desde arriba del armario de cabeza a la cama y falló el tiro. Antes de perder el conocimiento acusó a un desconocido que se había colado en la habitación de haberle movido la cama en el momento del lanzamiento y, lo que es peor, también en el momento del impacto. El testigo era yo y, al margen de desmentir sus infundios, nada pude hacer por él. Antes de que se lo llevara la ambulancia anuló su plaza y yo ocupé la habitación en el hotel La Perla en el que, por cierto, aseguran que se alojaba Ernest Hemingway.

Del hotel salí a la calle por curiosear un rato y comprar el periódico. Ya no volví al hotel. Desde que la primera charanga me pasó por al lado mis piernas decidieron seguirla y, una hora más tarde, cuando ya lo había bailado y cantado todo, una comparsa de txistularis y gaiteros me salió al paso en Chapitela. Junto a tres mozos más con los que había empezado a andar, tinto arriba y tinto abajo, rendido caí frente al Ayuntamiento a tiempo del txupinazo. Tras el cohete y el champán, la locura se apoderó del gentío y, en volandas, trago va trago viene, bailé junto a mis cinco amigos por San Nicolás hasta arribar a la Plaza del Castillo, tal y como acostumbraba Hemingway.

Me sentía como en casa, hasta en sus más húmedos detalles. Le llaman “txiri-miri”. Estaba feliz… bueno, y un poco menos abstemio de lo que siempre he sido, pero es que en El Marceliano, donde acostumbrara, dicen, a comer Hemingway, la txistorra pide vino como los calamares una buena cerveza. Me fascinaba el humor natural de este pueblo. En Pamplona la gente, para bailar y reír, no tenía que pedir permiso. Hasta me decidí a correr en el encierro, al igual que Hemingway. Es cierto sí que, si del animal dependiese, seguro que preferiría seguir pastando tranquilamente en su retiro o contribuyendo a traer terneros al mundo, pero al menos no lo torturan ni lo matan como en una corrida de toros.

Junto al monumento a los fueros, unos tragos más tarde, disfruté la música y la danza de este pueblo, su manera de ser y compartir. Ya éramos ocho la alegre cofradía que reconfortaba el espíritu de taberna en taberna; y muy pronto fuimos una docena los feligreses que asistimos en Navarrería al tradicional salto de la fuente de la que también, me dicen, saltaba Hemingway. Al que no vi fue al australiano del hotel. Una hora después ya éramos veinte los nazarenos que nos flagelábamos kalimotxos y txupitos para mejor sobrellevar la oportuna visita a las barracas.

Los fuegos artificiales me sorprendieron solo en un banco de la Vuelta del Castillo y, a su término, levantada la veda de la ginebra por unas horas, proseguí mi periplo por los bares del Casco Viejo donde me fui a encontrar con Hemingway hasta en cuatro barras, para acabar, Hemingway y yo, emborrachándonos en las “txosnas” y paliar a dos manos horas más tarde la común resaca con un chocolate con churros en La Mañueta.

Tarde, pero de buen humor, amanecí al día siguiente. Lo que no recuerdo es dónde. Sé que iba paseando por la calle de la mano de mi resaca cuando en una esquina, de improviso, se me heló la sonrisa en pleno Julio . Volví a leer el cartel que me sobrecogiera y se volvió a repetir el mismo escalofrío. No lo podía creer y, desolado, pedí ayuda al primero que me pasó cerca para que me lo explicara. El buen hombre acabó confirmando todas mis sospechas. Yo no podía apartar mis ojos del cartel. Me estaba quedando sin aire y, esta vez, no podía echarle la culpa sólo al enfisema. Y era cerca de allí, en la Plaza de Toros.

No tarde más de diez minutos en llegar. Lentamente me quité la capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras, oteando al enemigo.

Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.

Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.

Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.

Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.

El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.

Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.

Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.

Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.

Ya estaba medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.

Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.

Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.

Una hora más tarde abandoné Pamplona. Ni siquiera me pude despedir de Hemingway.

(Euskal presoak-euskal herrira)