Mareando la perdiz

Días atrás, el consejero de Educación del Gobierno de Navarra, José Luis Mendoza, cesaba al jefe de negociado de esa consejería, Imanol Haramburu, por haber estado relacionado con ETA en el pasado. Haramburu fue sentenciado a 16 años de cárcel y, cumplida la condena, quedó en libertad 16 años más tarde. De todo ello hace ya unos cuantos años. Haramburu comenzó a trabajar en la Consejería de Educación de ese gobierno después de haber aprobado unas oposiciones durante el gobierno de Unión del Pueblo Navarro.

Y viene a ser ahora, de improviso, luego de haber sido nombrado como responsable del negociado de esa Consejería a sugerencia de los directores de servicio y generales de esa institución cuando el mismo Mendoza que lo nombrara revoca su decisión y cesa a Haramburu.

Tan sorprendente como la decisión del consejero ha sido su declaración al respecto por que, vamos a ver, si ha sido él, como lo ha afirmado, quien ha decidido el cese de Haramburu, entonces, ¿por qué también declara Mendoza que “es el Gobierno el que decide nombramientos y revocaciones”? ¿En qué quedamos? ¿Ha sido él, “personalmente”, o ha sido el Gobierno?

Si como asegura Mendoza el técnico cesado es “una persona absolutamente competente”, entonces ¿por qué lo cesa, como afirma, “para el buen funcionamiento del Departamento”? ¿Y no era competente? ¿Es por competente que lo cesa?

Si como declara Mendoza el cesado “contaba con el respaldo de los directores de su Consejería”, entonces ¿por qué su destitución? ¿Para contrariar a sus directores?

Si como insiste Mendoza, Haramburu “no tiene cuentas pendientes con la justicia y es un ciudadano perfectamente normal”, entonces ¿por qué su destitución?

Si como mantiene Mendoza “debe rodearse de personas que estén las 24 horas dedicándose a su trabajo y no pendientes de lo que se diga en los medios”, entonces, ¿qué hace el consejero haciendo declaraciones a los medios sobre temas ajenos a su trabajo o preocupado por injerencias ajenas a sus responsabilidades al mismo tiempo que las niega? ¿No se está distrayendo el consejero de su cometido prestando atención a lo que pueda decir UPN o el Diario de Navarra sobre el pasado de un funcionario “competente” y un ciudadano “normal”?

Si el técnico cesado, como afirma Mendoza, “no está para ser protagonista de ningún tipo de noticias”, entonces, ¿por qué asume el propio consejero el protagonismo en los medios que rechaza en el funcionario? ¿Es el funcionario quién aireó su pasado, quién buscó ese “protagonismo”?

Si como asegura Mendoza no está “para valorar sensaciones ni sentimientos de las fuerzas políticas” entonces, ¿por qué no solo las valora sino que las secunda?

Y no, no espero que me conteste, ni siquiera que rectifique. Solo Arantxa Quiroga es capaz de encontrar pretextos tan bochornosos.

(Euskal presoak-Euskal herrira)

 

Cuando el juego se hace adulto

 

El juego es una de las actividades que, desde niños, más nos ayuda a entender la necesidad de establecer y respetar normas. De hecho, todo juego colectivo, la mayoría de los juegos lo son, perdería su esencia, su sentido, si no estuviera sujeto a reglas y si los jugadores no las respetáramos.

Así sean juegos de mesa o de calle, no importa que sean conocidos o los improvisemos, para dar inicio al juego el primer paso consiste en establecer y aceptar las reglas por las que debe regirse. Obviamente, esas reglas tienen que ser las mismas para todos. Nadie aceptaría jugando al parchís que uno de los jugadores, dependiendo de lo que le convenga, cuente de más o de menos, o que pretenda tirar dos veces el dado en atención, por ejemplo, a que es el dueño del tablero.

El fútbol, uno de los deportes en los que más pesa el factor colectivo, también está sujeto a reglas. Cuando niños, antes de dar inicio al partido en la calle o en la escuela, los dos jugadores más cotizados se encargaban, tras escrupuloso sorteo, de ir eligiendo alternativamente a los componentes de los dos equipos hasta que en igualdad de condiciones comenzaba a rodar la pelota. Como niños exigíamos que el juego dispusiera de normas, y hasta en nuestro modesto partido de fútbol, a pesar de no disponer de árbitro que decidiera qué era y no era falta, discusiones al margen, el juego transcurría sujeto al respeto que debíamos a esas reglas establecidas y que buscaban la mayor equidad posible. Nadie habría consentido que una de las porterías fuera más grande que la otra o que un equipo contara con más jugadores que el rival. Si alguien hubiera pretendido entonces jugar al fútbol al margen de unas reglas de común y obligado cumplimiento, no habría habido juego.

Curiosamente, lo que como niños nos resultaba inaceptable, lo que como niños nunca permitíamos, como adultos, más tarde, hemos ido olvidando o disculpando, y ya no sólo en relación al juego.

¿Se imaginan, por ejemplo, que el equipo palestino en un mundial de fútbol le marcara un gol inobjetable a Israel y el gol no subiera al marcador porque un hipotético Consejo de Seguridad del Arbitraje lo vetara? ¿Imaginan que en cada partido, anexo al campo, tuviéramos sentados a los 5 representantes del Consejo de Seguridad del Arbitraje con derecho a vetar cualquier arbitral resolución según su conveniencia? Ningún niño aceptaría jugar un partido en esas condiciones.

De más está recordar cuantos millones de adultos ciudadanos en absoluto cuestionan que el organismo que en las Naciones Unidas se ocupa de mantener “la paz y la seguridad de los países” compuesto por cinco naciones permanentes: Estados Unidos, Francia, Reino Unido, China y Rusia, pueda usar el veto en contra, incluso, del sentir general de la humanidad. No hay más que repasar las últimas votaciones de ese organismo con respecto al bloqueo a Cuba. En patética demostración de hasta qué punto derecho y justicia se han hecho adultas, Estados Unidos, Israel y las islas Marshall pesan más que el resto de las naciones del planeta.

¿Alguien concebiría que en un partido de fútbol una decisión arbitral quedara sin castigo? ¿Es posible imaginar un partido en el que el árbitro le sacara la tarjeta roja a un jugador y éste, haciendo caso omiso de la decisión arbitral, siguiera jugando como si nada y hasta reiterando las faltas por las que fue expulsado? Ningún niño aceptaría, dado el caso, que el partido pudiera continuar mientras no saliera del terreno de juego el sancionado. Tampoco hace falta recordar cuántos Estados han preferido mirar para otro lado ante el centenar de resoluciones y condenas que Israel acumula en su larga trayectoria al margen de la ley y el derecho.

¿Es admisible figurarse un partido de fútbol en el que un equipo, a diferencia de los demás, no esté sujeto a ser penalizado por el árbitro? ¿Es imaginable suponer que en un mundial, los jugadores de los Estados Unidos gozaran del privilegio de no ser sancionados con tarjetas amarillas o rojas no importa cuantas piernas y cabezas rompieran? Ningún niño toleraría semejante desacato. Sin embargo, eso que llaman comunidad internacional acepta que ningún militar estadounidense pueda ser presentado por crímenes de guerra ante una Corte Penal Internacional que sí puede juzgar a serbios, africanos o jugadores de equipos del Tercer Mundo, pero no de los Estados Unidos.

Tampoco es comprensible para la lógica de un niño que el entrenador del equipo contrario sancione o elimine a su rival porque supone que sus jugadores se aprestan a dar patadas, o que disponen de un masivo arsenal de artimañas para causar estragos antideportivos en los jugadores contrarios. En primer lugar porque ese entrenador no tendría autoridad para hacerlo, y en segundo lugar porque mientras no se produjera la falta no cabría la sanción. Resultaría inadmisible que en un mundial de fútbol, un árbitro castigara a un equipo con un penalti “preventivo” o le señalara faltas de “rutina”, como los bombardeos que Estados Unidos ejecuta en no pocos países y cuyos presidentes califican de “rutinarios”.

La dialéctica adulta sí concibe tales dislates. Por ello es que sobre Iraq, Afganistán y otros países ocupados, sometidos a guerras preventivas, se llevan a cabo bombardeos de rutina o se invaden pretextando armas inexistentes. Por ello es que resultan más peligrosas las armas nucleares que Irán no tiene que los arsenales nucleares de los que Israel dispone.

Impensable sería que en un mundial de fútbol fuese el entrenador de un equipo el que, por propia decisión, se ocupara de realizar los exámenes antidoping a los jugadores de los equipos contrarios, extendiendo certificaciones según su parecer, y hasta sancionando a conveniencia supuestos positivos.

Pero otra vez semejante desatino traspasa las fronteras del juego para hacerse mayor. Así es que Estados Unidos, el país que más drogas consume y demanda, y en donde, al parecer, nunca ha existido un solo cártel del narcotráfico, se atribuye el derecho de homologar qué países cumplen sus disposiciones al respecto y cuáles, Panamá por ejemplo, pueden ser bombardeados e invadidos. El que en plena era de Ronald Reagan y Oliver North, Estados Unidos traficara con cocaína y con armas, a espaldas de su propio Congreso, para asfixiar la revolución popular sandinista, todavía espera su imposible sanción.

Figurarse que en un mundial de fútbol ciertas selecciones que ganado su derecho a participar no puedan hacerlo por no haber la Federación Internacional validado su propia acreditación, también parecería inconcebible. En el peor de los casos, esa federación ya habría sido destituida por inoperante, por inepta o por ambas razones. Se le habría acusado de atentar contra el espíritu olímpico y habría sido disuelta de inmediato. Lo que en el juego parece evidente en la vida no lo es. Países como Palestina o la República Árabe Saharaui tienen largas decenas de años esperando el permiso para saltar al campo y las Naciones Unidas todavía les sigue reclamando más tiempo y más paciencia.

Y ello para no hablar de la posibilidad de que ciertos equipos fueran bloqueados, confinados dentro de su área, impedidos de salir de ella, de elegir sus propios capitanes, de poder hacer cambios; o de que se autorizara para algunos jugadores la sanción de la bolsa en la cabeza o la picana; o de que pudieran desaparecerse jugadores contrarios o disparar impunemente contra los aficionados que desde las gradas animen a equipos catalogados como “ejes del mal”.

El fútbol es, sin duda, un buen escenario para entender hasta qué punto la vida carece de normas, de reglas básicas. Frente a aquella indignación infantil que no habría tolerado el irrespeto, se impone la madura indiferencia de quienes aceptan que podamos jugar con normas pero vivir sin ellas.

 

 

 

 

 

 

Carta pública a mis hijas

Queridas hijas, lamento tener que deciros que el hecho de que vuestros padres no tengamos trabajo, los recortes hayan llegado a la casa o la casa haya dejado de ser nuestra, es por vuestra culpa, porque os habéis acostumbrado a vivir demasiado bien y a no esforzaros, porque no sabéis lo que es pasar hambre.  Y no, no lo digo yo, lo dice Pello Guibelalde, presidente de la Asociación de Empresarios de Gipuzkoa, que porque tiene hijos, supongo, sabe de qué habla. Y es que, como bien dice el presidente de Adegi, os habéis acostumbrado a estar en casa, sin moverse. Dice también ese empresario empeñado en hacerse con la presidencia de la Real Sociedad que no tenéis aquel viejo espíritu emprendedor y que esa carencia es lo que os impide iros, por ejemplo, a Alemania o, como sugería otro empresario español, a Laponia, lejos de Euskalherria pero sabiendo, afirma Guibelalde, que “vivir en Alemania no es estar fuera de casa porque se coge un avión (Viajes Marsans) y en media hora estáis aquí”, en Anoeta, viendo a la Real. El problema de Euskadi es que “no es un lugar atractivo para invertir”, insiste Guibelalde. A eso se debe, probablemente, que él tenga seis empresas en el extranjero, “donde ni los costes ni los salarios son tan elevados” y se puede hacer fortuna fomentando al mismo tiempo esos impulsos aventureros de los que hablara una ministra española y que vosotras, mis hijas, no tenéis. Así que, si os parece, sea a Alemania, sea a Laponia o sea a la mierda, vámonos juntos. Aunque eso sí, de nuestro amigo Pello de la mano. Si no os convence la opción, siempre podréis considerar la posibilidad de aprovechar la herencia que no os dejo como capital, granjearos el favor de algunas amistades bien colocadas en el Gobierno, haceros con unos contratos, especular un buen porciento, y convertiros en empresarias. ¡Hasta podríais acabar presidiendo Adegi!

(Euskal presoak-Euskal herrira)