Yo no quería que me pasara lo mismo que a Bito Manué, aquel entrañable amigo del poeta cubano Nicolás Guillén a quien le dedicara este poema: “Con tanto inglé que tú sabía, Bito Manué/ con tanto inglé, no sabe ahora desí ye/ La americana te busca y tú le tienes que huí/ tu inglé era de etrai guan, de etrai guan y guan tu tri/ Bito Manué, tú no sabe inglé, tú no sabe inglé, tú no sabe inglé/ No te enamore ma nunca Bito Manué, si no sabe inglé, si no sabe inglé”.
A mis 57 años recién estrenados, yo tampoco sabía inglé, yo tampoco sabía inglé. Cierto que, no obstante mi ignorancia, he podido llegar hasta aquí sin mayores quebrantos. Y los habidos, me consta que no han sido por no saber inglé. Ni siquiera la “americana” sabía inglé. De hecho, todavía somos felices junto a nuestras dos hijas que, por cierto, tampoco saben inglé.
Se que va a parecer una herejía pero, si tiempo atrás parecía importante aprender a hablar inglés, en la actualidad carece de importancia. En primer lugar porque, más importante que hablar muchos idiomas es hablar uno con propiedad, principio del que podría colegirse que, como el habla, excepciones al margen, no es mas que la expresión del pensamiento, es preferible dedicar la energía que aún nos sobreviva a reflexionar como seres humanos y desde nuestra propia lengua y cultura, sobre la vida, sobre las personas y sus circunstancias, en fin, sobre aquellos valores que todavía nos distinguen como seres racionales, que tratar de aprender cómo expresar lo mismo en otra lengua, por más que sea el inglés.
Hablar varios idiomas no garantiza una mayor inteligencia, mucho menos el uso que hagamos de ella. Ahí sigue, por ejemplo, el políglota Jon Juaristi, asesor de la Academia Vasca de la lengua, varado en una acera de Alcobendas desde hace un par de meses, por no saber en qué idioma debe pedir la hora al vecino que pasa.
En segundo lugar, si todos nos precipitáramos a aprender inglés, dejaríamos sin trabajo a quienes se ganan honestamente la vida haciendo traducciones, gracias a las cuales hemos disfrutado de Shakespeare, de Noam Chonsy, de esos grandes escritores tan particulares, tan genuinos, que si no hubieran sido traducidos sería lo único que necesitaríamos conocer.
Pero por no seguir tentando a la esquiva fortuna y porque, lo cierto es que tampoco me importa gran cosa la suerte que puedan correr los traductores, hace muy pocos días decidí aprender inglés. Mis quehaceres como ama de casa y padre de familia no me dejaban mucho tiempo para asumir con éxito el intento, tampoco la posibilidad de acudir a alguna de las tantas academias e institutos, por lo que me decidí a responder las incontables ofertas para aprender inglés que, sin haber pedido, recibo a través de Internet.
A la NCL (Natural Learnig Corporation) fue a la primera compañía a la que respondí. No sólo sabían de mi ignorancia sino que conocían mi decidido interés a enmendarla. En cualquier caso, después de sopesarlo detenidamente, opté por rechazar la invitación. Aunque si les llamaba “hoy” me aseguraban el 50% de descuento y hasta “un familiar gratis” si mi llamada era una de las cuarenta primeras, sólo se comprometían a enseñarme a hablar inglés en 4 meses y a dominarlo en 8. Demasiado tiempo para mi urgencia. A mi edad, las cinco neuronas que conservo salen de servicio por reajustes en las redes de distribución a partir de las 4 de la tarde, y no siempre que su generación funciona yo estoy despierto, así que 4 meses, en el mejor de los casos, me parecían excesivos.
Después respondí a Master.D English, con oficinas en todo el estado español. Parecía una buena oferta. Además de proponerte, si te matriculabas, “una increíble sorpresa”, también se comprometía a acompañarme y apoyarme e, incluso, introducir mis datos gratis en su bolsa de trabajo. Ni siquiera iban a cobrarme la información. Pero me desanimó el eslogan. La verdad es que, no sé porqué… tal vez por mi tendencia a los naufragios y no haber interpretado correctamente su imperativo: “¡Sumérgete en el inglés!” ¿Y si me ahogaba?
También estuve analizando la propuesta de la Real Life Learning, ABA English, que de la mano de un “nuevo método” me proponía aprender inglés “con el menor esfuerzo posible porque a la vez que aprendes te diviertes”.
-¡Este es mi método… -fue lo primero que pensé- por fin voy a aprender inglés!
Y quizás, así hubiera sido de no haberme arrepentido al seguir leyendo y enterarme que aprendería inglés “a mi ritmo, cuando quiera y donde quiera”. ¿A mi ritmo? A mi ritmo se debía, precisamente, que aún no supiera inglés. Si de mi ritmo dependía ese tampoco era el método que necesitaba.
Me entretuve ojeando libros que aseguraban enseñarte inglés en tres semanas y cursos intensivos que, además, te regalaban un reproductor mp3 con 32 gb. También calibré la posibilidad de aprender inglés con los prestigiosos programas del celebérrimo Richard Vaughan, que te obsequiaba un Poud Touch y su garantía personal… pero todas las propuestas las fui rechazando, indeciso, sin atreverme a dar ese paso imprescindible que me conectara con el mundo y, como me aseguraban muchas academias, me ayudara a insertarme en el mercado laboral.
Y así fue hasta que, sin pretenderlo, con sólo entregarme vencido y desarmado a la televisión española, casi sin darme cuenta, empecé a progresar. Súbitamente me sentí introducido en el mundo Pocket y confirmé la finest quality de los Goleen Grahams y de los Fun-Tubiz de Kellogs. Conforme consumía anuncios experimentaba una increíble progresión en mi inglés. Y desde que me otorgaron el power rangers en la mesa de un Burger King para que me sintiera como un verdadero king, así estuviéramos o no en Halloween, advertí hasta qué punto me estaba superando en el aprendizaje de ese idioma. Ya podía jugar un star-party en la consola de un wil sport mientras me tomaba un doo-wap o un doopy o un Choko drink, y ahora con vitamins y dextrose. ¡Ese sí que era mi ritmo! Sin desplazamientos ni horarios, y sin yo saberlo, divirtiéndome con el play-movil y con el play-station, con el Fisker Price o con el horsebank-funk. Llevaba camino de matricularme en inglés con sólo 24 horas de televisión. Siempre con tiempo para un scoby dou o el reprise de Spiderman-3 o Super Dog, ahora también disponibles en pack.
De la manera más simple y más barata, ya el inglés fluía por mis poros, por mis narices, por mis sobacos… como el mágnum temptation y el all-bran light en que estaba pensando cuando entré en el baño. Yo entonces ignoraba las ventajas del Natural Honey para la ducha, aunque careciera de body milk y de enzyme protecttion su shampoo. La Blue II me regalaba una cuchilla free y, por si fuera poco, luego podría comerme un minibabybel.
Así fue que, unas pocas sesiones más tarde, sin el menor esfuerzo, a mi ritmo, terminé aprendiendo inglés, todo el inglés que sé, que hablo y domino, y que puedo resumir en una sola, imprescindible e inglesa palabra: ¡FOKIU!
Día: 23 de abril de 2011
La justicia del futuro
Uno creía que la razón de ser de la justicia consistía, precisamente, así hablemos del concepto o de su administración, en esa virtud, asegura el diccionario, “que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o corresponde”. Aquello que debe hacerse “según el derecho o la razón”. Y administrarla, insiste el diccionario, sólo requiere “aplicar las leyes y hacer cumplir las sentencias”. La ley, y prometo no volver al diccionario, es “la norma o precepto, de obligado cumplimiento, que una autoridad establece para regular, obligar o prohibir una cosa, generalmente en consonancia con la justicia y la ética”. Nótese que se habla de derecho, de ética, de razón… y sépase que todos los seres humanos somos iguales ante la ley.
Uno creía que en la consagración de todos los citados y hermosos conceptos, los jueces encargados de administrarlos y aplicar las leyes, se basaban en pruebas, en fundamentos. Uno creía que se examinaban las documentaciones presentadas, que se contrastaban los testimonios, que se comprobaban las coartadas, que el acusado tenía derecho a defenderse… y que para que todo ello fuera posible, disponía la justicia, además de los doctos saberes de sus eminencias, de los especialistas, técnicos y demás profesionales que pudieran requerir para no errar el fiel de su sentencia. Uno creía que, en verdad, era la Cenicienta la que perdió el zapato…
Ocurre que no, que acaso porque a ello respondan los nuevos tiempos, tan parecidos a los que olvidamos, los jueces, en lugar de apelar a aquellos trasnochados y caducos conceptos ya en desuso, y a socorrerse de presuntos peritos o expertos, consideran más ecuánime valerse de sus presentimientos, por supuesto infalibles, que de una supuesta prueba. Dejarse llevar de la inequívoca intuición en lugar de perder el tiempo verificando indicios, sirve igual a la causa y ahorra tiempo y recursos al Estado.
Las “sensaciones” de algunos jueces, por ejemplo, sirvieron recientemente para negar el derecho universal al voto a cientos de miles de vascos. Y no dudo de que, también, haya sido la certeza de una divina premonición la que ha sentenciado al candidato del Partido Popular que simuló amenazas de muerte, atentado incluido, en un esperpéntico montaje merecedor de todas las portadas y condenas, a 2.160 euros de multa.
En un país en el que un grito “políticamente incorrecto” puede suponerle a un joven dos años de cárcel, llama la atención, y la atención grita a la vergüenza, que el candidato popular haya salido tan graciosamente del incidente, sin causar, por cierto, ninguna alarma social y sin que sus vecinos, los mismos que debió desalojar la policía mientras investigaba la posible colocación de más bombas, hayan repudiado su presencia.
Claro que, donde esté una buena corazonada que se quite el mejor experticio, debió pensar el juez antes de ponerlo en libertad. Y nada más eficaz que una agradecida sensación a los postres para desechar las evidencias, dejarse llevar de un feliz presentimiento y evacuar un intuitivo arrebato.
Y como el movimiento se demuestra andando, pronto los jueces cambiarán sus honorables togas, birretes y puñetas, por atuendos acordes a sus fallos, como cucuruchos y capirotes; y en lugar de abogados que, a partir del caso, hagan posible el juicio, contarán con videntes que hagan del juicio un caso: chamanes, magos, espíritus civiles… Y en vez de ciencias lentas y tediosas, dispondrán de bolas de cristal, cartas de tarot y sombreros de copa.