¡Y todo por un «hat-trick»!

Cuando Pablo, un amigo irakasle, fue a recoger el acta de un partido de fútbol jugado entre niños de dos ikastolas, le llamó la atención cierta corrección en el resultado. No es que tuviera importancia. Había sido una hermosa mañana y los niños se habían divertido pero, curiosamente, el juego en el que unos habían ganado en el campo 7-3 a los otros, en el acta se había transformado en un 7-4. Una mano furtiva había agregado un gol más al equipo derrotado, en cualquier caso, insuficiente

No tardó mucho en develarse el misterio. Apenas lo mismo que tardó el coautor del cuarto gol en aclararlo.

-Sí, fui yo –reconoció el padre de uno de los niños- pero es que a mi hijo, que hizo dos de los tres goles, le hacía mucha ilusión hacer un “hat-trick”.

Esa fue la razón de que el gol fantasma subiera al marcador y un Ronaldo en ciernes (si al menos fuera Messi) diera otro paso más hacia la gloria.

Pudo ser peor, pudo haber dejado sin el premio de su único gol al compañero de su hijo y no haberse molestado en cambiar el resultado. “Hat-trick” para Ronaldo y una asistencia para su padre.

Hubo un fantasma en el partido, es cierto, pero no fue el gol. Y no quiero ni pensar si ese síndrome de rey mago, más mago que nunca, fue un extraño impulso sin antecedentes, o si ya antes había hecho valer sus buenos oficios para que su alevín fuera elegido el más valioso en la liga HH5, o le fuera entregado el balón de oro o su gol el más votado entre los diez mejores.

Sonrisas al margen, lo más amargo de esta historia es que no estoy hablando de una especie en vías de extinción y es por ello que ni al padre ni al pueblo voy a ponerles nombre, porque podrían ser cualquiera.

Vivimos en una sociedad que, mientras reserva la gloria al triunfador, sepulta en el anonimato y la frustración a todos los derrotados, a los que no alcanzamos a comprar lo suficiente, a los que no podemos aparentar lo debido, a los que tampoco llegamos a especular lo necesario, a los que no sabemos mentir lo inevitable y medrar lo imprescindible. Se nos enseña a simular, no a ser; se nos instruye para que acumulemos, no para que compartamos; se nos entrena para que compitamos,  no para que participemos; se nos adiestra para el triunfo, no para la vida.

Nuestros hijos, que comenzaron poniéndose nuestros zapatos para jugar y a quienes calzamos nuestras ideas para vivir, son la referencia, la continuidad de nuestros miedos, de las miserias y carencias de una familia, de una escuela, de una sociedad que, en lugar de educar, adoctrina; en vez de sugerir, ordena; e incapaz de corregir, castiga.

Necesitaban cómplices para naufragar y nosotros, expertos en congojas y derivas, nos prestamos a la labor de ahogarlos. Es por ello que los educamos en el miedo y nos sobrasalta su timidez; que los educamos en el desorden y nos alarma su dispersión; que los educamos en el engaño y nos preocupan sus mentiras.

¡Y todo por un “hat-trick”!