17 millones

Antes, mucho antes de que la mentada crisis se asentara en nuestras vidas recortándonos derechos y valores, ya el mundo era un infierno para 17 millones de niños y niñas amenazadas por la desnutrición, por la falta de alimentos, de agua potable, de higiene, de oportunidades.

Entonces, como ahora,  existía el conocimiento y también los recursos para que esa infancia no se viera expuesta al hambre, a la miseria. Quienes rigen los destinos del mundo sabían qué hacer y disponían de los medios para evitarlo. Lo que no ha habido, ni antes ni después, es voluntad política para dar respuesta a un drama que define, y no de la mejor manera, eso que algunos celebran como “nuestro modo de vida” y que mucho tiene que ver con su modo de muerte.

El próximo 20 de noviembre se celebra el Día Internacional de la Infancia. Al respecto del día y de esos 17 millones de niñas y niños para quienes sigue sin haber futuro, Unicef insiste en llamar la atención sobre esta sangrante realidad que, al margen de algunas contadas excepciones, no concita titulares, ni consejos de ministros o reuniones de jefes de Estado, que no convoca a las masas ni alarma a la ciudadanía, esa triste y dolorosa realidad por la que nadie llora y, sobre todo, a la que nadie da respuesta.

(Euskal presoak-Euskal herrira)

La fractura

Se repite como una insoportable letanía que cuanto más la oigo más me indigna. Curiosamente, esa “fractura social” que se invoca con tanta insistencia desde los grandes medios y partidos políticos españoles tiene, entre otras virtudes, la de afectar exclusivamente a esas sociedades que por reivindicar la independencia o, simplemente, el cambio,  pasan de improviso a “fracturarse” y convertir su “fractura” en problemas de estado.

Hasta hace muy poco, al parecer, ni en Catalunya ni en Nafarroa existía la “fractura social” que ahora se agita como amenaza. En ambas sociedades se podía hablar de política sin sobresalto alguno y no había ideología capaz de amargar una comida familiar en la que con independencia de lo que pensaran sus miembros se llegara a los postres sin levantar la voz. Ha bastado que asomara el cambio en el escenario navarro y la independencia se abriera paso en Catalunya, para que la inquietud de la “fractura” comenzara a convocar titulares y declaraciones: “¿Cómo afecta el independentismo catalán las relaciones familiares?” se preguntaban en estos días en El Intermedio. “Cataluña al borde de la fractura social” denunciaba El País. “El cambio fractura la sociedad Navarra” apuntaba el Diario de Navarra.

Y sí, es verdad, existe la fractura, pero no es ahora que se rompió esa idílica convivencia que disfrutaban los que encontraron en la dictadura franquista una “plácida existencia” como acuñara Mayor Oreja; no es ahora que las discusiones políticas alrededor de la mesa familiar se declarasen proscritas; no es ahora que esa fractura, además de rotos, nos negara la voz y nos prohibiera la palabra.

En lo que a mi respecta, mi “fractura” hace tiempo que ya no tiene arreglo. ¡Gora Euskadi Askatuta! ¡Visca Catalunya Lliure!

(Euskal presoak-Euskal herrira)

Mis neuronas y yo

Un día, sentí tan apacibles mis neuronas, tan a la vista estaban, que me puse a contarlas y, peor que fueran cuatro, fue saber que para el mediodía todas salían de servicio.

Tras incontables fracasos tratando inútilmente de que prolongaran sus saberes algunas horas más, opté por conformarme con disfrutar su compañía sin mayores exigencias, el tiempo que lo considerasen.

Desde entonces he programado mi rostro para que, después de las doce, no sólo siga pareciendo humano sino incluso pensante, y he logrado a tal punto superarme que, con frecuencia, la gente hasta me para por la calle y me pregunta que qué pienso, dando en suponer cavilaciones mis habituales devaneos por el limbo, o confundiendo mi natural somnolencia con el ejercicio de la meditación,  pero al margen de algunos contratiempos y bostezos que han llegado a pasar por testimonios, hasta el mediodía mis neuronas vienen y van conmigo.

Hay una que ha llegado a ser hasta ingeniosa. La llamo Einstein por aquello de motivarla, pero es sorda.

Otra, la huérfana, se acomoda un naufragio en la primera fila y comienza a destilar nostalgias al gusto del incendio hasta que pone a llorar a las demás. Es la primera en apagarse y he decidido llamarla Aurora para que se anime, pero es masoquista.

La tercera sé que fue la cuarta antes de que la sexta muriera en brazos de la quinta que no soportó el peso, pero sé que quedan dos y, digamos que, una, la tercera, es tan tímida que hasta al nombre quiso renunciar. Se lleva muy bien con Aurora y es de temerse una lágrima urdida entre las dos. Siempre es la última en marcharse. La llamo La Abecedaria para que se consuele, pero es inconsolable.

Queda la cuarta, completamente loca, sin otro oficio que conspirar contra las otras, exigiendo la gloria en los infiernos y el cielo pasto de las llamas. La llamo La Cuarta, para que no se ofenda, pero vive enojada.

Y quedo yo, al gobierno de las cuatro. Me llamo Koldo, porque me dio la gana y… bueno, porque La Cuarta pretendía otro nombre, y Einstein, que también es vasca, no se puso de acuerdo con Aurora, que ya se había marchado, y La Abecedaria, como buena criolla… no quiso decir nada.

(Euskal presoak-Euskal herrira)

 

 

 

El fracaso de Dios y de su «obra maestra»

 

La vaca nos da su leche, la oveja nos da su lana, el árbol nos da su madera… son algunas de las primeras cosas que aprendemos en la escuela o en la casa. En su infinita generosidad la naturaleza parece haber dispuesto que todo lo que exista le sea dado al “hombre”.

Sin embargo, nunca he visto a una vaca que se ordeñe y entregue su leche al ganadero, como tampoco he visto que las ovejas se esquilen unas a  otras para ir luego balando satisfechas a entregar su lana a los pastores. ¿Alguien ha visto a un árbol que se pode mientras el leñador descansa?

La gallina nos da sus huevos, las abejas nos dan su miel y el río nos da su agua… pero ¿realmente nos lo dan? ¿No será que se lo arrebatamos?

La leche de la vaca podría seguir tomandosela el ternero, y antes de que esquiláramos a las ovejas ya éstas disponían de métodos para aligerar el peso de su lana, como los árboles mudaban su aspecto sin necesidad del hacha o de la sierra.

Las vacas, en su benéfica existencia, no se limitan a darnos su leche. También nos dan sus solomillos, sus lomos, sus costillas, sus morrillos, al igual que el resto de animales que nos dan sus pieles e, incluso, las dos orejas y el rabo.

En justa correspondencia a tanta dádiva animal, hacemos a las vacas responsables de la locura humana, cuando no a sus excrementos causa del deterioro ambiental,  con la misma alegría con que acusamos a corderos y cerdos de la fiebre aftosa o la porcina,  a las aves de contraer la gripe o a los árboles de extender los incendios.

Usar el verbo dar para resumir tantos años de mercado e industria, de explotación y saqueo, no es lo más correcto ni creíble.

Podrá parecer una tontería, no descarto que lo sea, preocuparse a estas alturas  del buen uso que hagamos de los verbos cuando, además, no son estas reflexiones el anticipo de mi renuncia a los huevos fritos con jamón o a la chaqueta de lana, como algún avezado lector ya estará presumiendo.

A lo que sí renuncio es a seguir azucarando la historia con eufemismos como los citados porque quien crece en la certeza de ser el centro del universo y no parte del él,  quien va haciéndose adulto en la creencia de que todo lo que lo rodea está subordinado a su interés, tarde o temprano, con la misma perversa ingenuidad con que llegó a creer que la vaca existía para servirle, acabará pensando que el resto de sus semejantes también comparten ese destino y sólo aspiran a gratificar sus necesidades y deseos, y que el planeta es un gran supermercado inagotable capaz de surtirte de lo necesario y de lo prescindible, con sólo depositar los mercuriales argumentos que nos dan derecho a tener derechos.

En lugar de afirmar nuestra identidad en armonía con la naturaleza y nuestros semejantes, de considerar que somos un soplo más de vida entre tanta gente que respira, otra pieza del común mosaico de colores y formas, la “educación” recibida nos anima a situarnos, batuta en mano, al frente de la orquesta, sin otra partitura que el consumo, y no para conducir la música de todos sino para enmudecerla hasta agotarla.

Desaparecerán los clarinetes, se extinguirá el piano, perderán sus cuerdas los violines, y ni siquiera cuando sólo queden los timbales volverá la cordura al director. En algún momento, el último probablemente, descubrirá su soledad, y seguirá sosteniendo la batuta pero ya no habrá orquesta, ni sinfónica, ni cuarteto, ni solista, sólo el patético fracaso de Dios y de su “obra maestra”.

(Euskal presoak-Euskal herrira)