Uno de los argumentos más reiterados en EEUU por quienes apelan a una ley de 1791 que manda no restringir el derecho del pueblo a poseer y portar armas, es que son muchos los estados con poblaciones dispersas y viviendas aisladas a las que tardaría horas en llegar la policía. De ahí que las familias dispongan en sus casas de surtidos arsenales con que enfrentar posibles enemigos.
La realidad, sin embargo, desmiente el argumento. En mayo, por ejemplo, la policía llegó a la escuela primaria de Uvalde, en Texas, cuatro minutos después que el ex alumno armado, pero los agentes se tomaron 40 minutos revisando el protocolo. El joven perturbado también siguió el suyo. Compró sin problemas dos armas de asalto el día anterior, comentó en las redes sus propósitos y asesinó a veintiún personas entre estudiantes y profesoras, además de dejar decenas de heridas.
También en mayo, en la ciudad de Búfalo, un joven supremacista blanco graba y retransmite su viaje en coche hasta un supermercado frecuentado por personas negras. Se apea y comienza a disparar, después entra y sigue matando gente. Lo graba con una cámara que lleva encima. Diez personas asesinadas.
En plena celebración del 4 de julio, en un suburbio de Chicago, un joven blanco dispara sobre el público desde una azotea con un rifle de largo alcance. Seis personas son asesinadas, 40 heridas.
Son episodios tan habituales como sangrantes en la sociedad estadounidense. El pasado año se batió el récord de tiroteos masivos: 693; también el de personas muertas a tiros: másde 40 mil al año.
Sin embargo, esa ley bicentenaria no es la única que autoriza a EEUU a ser una selva ni la sola explicación de tanto perturbado. Una sociedad que educa para que se acumule, no para que se reparta; que anima al recelo, no a la confianza; que busca la competencia, no la participación; que adiestra para el triunfo, no para la vida, solo genera frustración y miseria y está condenada al fracaso.
(Preso politikoak aske)