No había nada en el mundo, con la sola excepción de la verdad, que escapara a su control, ni siquiera su presidente. Ella era, al fin y al cabo, quien le daba permiso para ir al excusado.
No había nada que se moviera en Iraq que ella ignorase o disimulara, nada que pasara en Afganistán que la sorprendiera.
Profesional brillante, discreta y concienzuda, no tenía por costumbre dejar un cabo suelto. Dicen que nunca dormía y que, cuando lo hacía, revisaba las agendas de la paz y la guerra del día que aún no era y, meticulosa en su trabajo, ponía hora a la vida y a la muerte que sería.
¡Si lo hubiera sabido Nueva Orleáns mientras se ahogaba…! Pero, a esa hora, en la que el presidente seguía de vacaciones, Condoleezza, en Nueva York, se compraba zapatos.
(Texto: Koldo/ Gráfica: Mercader)
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