Bill Clinton pasó a la historia por sostener relaciones impropias con becarias ajenas cuando bien pudo haber trascendido por ser el presidente en la historia de la humanidad que más ha prodigado las disculpas.
Pidió perdón por haber mentido al país en su romance con la Lewinsky y por la citada impropia relación. Se disculpó también por los sucesivos errores en que incurrió Estados Unidos y que condenaron a los pueblos indígenas de Norteamérica a degradarse o a desaparecer. Pidió perdón por el apoyo que prestara su país al régimen racista sudafricano. Se disculpó por el respaldo ofrecido a Pinochet, a Duvalier, a Trujillo, a Ríos Mont, a Batista, a Somoza, a Stroerner, a D´abuisson y a otros muchos criminales al servicio de los Estados Unidos en América, como los generales que presidieron las sucesivas dictaduras militares argentinas por las que, también, pidió disculpas. Lamentó los errores cometidos por los marines en Vietnam y matanzas como la de My Lay, aldea en la que los luchadores de la democracia inmunizaron a los residentes contra el peligro comunista achicharrando con fuego purificador sus dudas y sus vidas.
Se excusó por el error cometido por su país durante la Segunda Guerra Mundial al canjear presos estadounidenses en manos de los japoneses por ciudadanos peruanos secuestrados por el ejército estadounidense a los que hicieron pasar por prisioneros nipones. Pidió perdón y calificó como error el apoyo dado en el pasado a hombres de la entera confianza de su país, como Noriega y Sadan Hussein. Lamentó el bombardeo sobre el manicomio de Grenada, en el Caribe, cuando invadieron esa diminuta isla y, parafraseando a Pablo Neruda, convirtieron a los locos vivos en los cuerdos muertos. También se disculpó por los miles de muertos que dejaron los bombardeos de su país en el barrio panameño de Los Chorrillos cuando acudieron a detener a Noriega. Volvió a reiterar sus disculpas por los numerosos errores que sus tropas y las de la OTAN, que vienen a ser las mismas, cometieron en Serbia y en Kosovo bombardeando trenes de pasajeros, embajadas chinas o, incluso, refugiados kosovares.
George W.Bush ni siquiera esperó a ser presidente para iniciar su catarsis de disculpas y, ya como candidato, pidió público perdón por sus reconocidas experiencias con las drogas, sobre todo el alcohol y la cocaína, según declaraba, “cuando era joven e irresponsable”, curioso atributo, por cierto, el que Bush confería a la juventud.
Con apenas horas de haber sido elegido presidente ya estaba el hombre pidiendo perdón por haber confundido un país con otro y no saberse el nombre del presidente
paquistaní con quien se entrevistaría esa misma tarde. En esos mismos días volvería a pedir disculpas por un error de bulto en la misma Casa Blanca, al pensar cerrados los micrófonos que estaban abiertos. Mal momento el que eligió para llamar “pedazo de sica, y no de cualquier sica sino de una “sica de primera”, a un periodista que, tal vez fuera una sica, pero no era sordo.
Su última disculpa fue aceptar, antes de irse, que la guerra de Iraq no había terminado a pesar que él había declarado el fin de la guerra, precisamente, el mismo día en que comenzaba. De una guerra que ostenta entre otros récords el de ser la que más vidas de periodistas se han cobrado los errores de los marines. Entre ellos, el periodista español Couso, fusilado a obuses por un tanque estadounidense, junto a otro informador, en lo que la Audiencia Nacional Española calificó de “error habitual en toda guerra” y para el que sólo caben las disculpas.
Y Obama no se está quedando atrás a la hora de pedir disculpas. Ya como candidato pidió disculpas a dos mujeres musulmanas a las que se prohibió fotografiarse con él por llevar hiyab; después pediría disculpas a los discapacitados por bromear sobre su puntaje en el salón de boliche que tiene en la Casa Blanca; se disculparía con los estadounidenses de bajos ingresos a los que llamó “amargados”; y pidió disculpas, al mismo tiempo, por la detención de un profesor negro de Harvard y por calificar como estúpida la detención. También pidió disculpas porque su Air Force One, con él a bordo, sobrevolara a baja altura Manhattan causando el pánico entre la población. A los cinco meses de mandato, con el respaldo del Senado, Obama pidió disculpas a los negros por los siglos de esclavitud padecida y, más recientemente, insistió en sus disculpas por los errores antiterroristas en los controles de seguridad.
Hace algunos meses el FBI pedía disculpas por usar el rostro de un político español como retrato robot de Ben Laden, mientras la casa Blanca se disculpaba por llamar “retrasados” a grupos liberales. Y la CIA también pedía perdón por el error cometido al ordenar en el 2001 a la Fuerza Aérea Peruana derribar una avioneta cargada de narcotraficantes sobre la selva del país andino, que resultó ser una familia misionera estadounidense.
Suerte que, para ser reconocidos, los errores deben aportar a su desatino su condición de pasado. Ahora, por ejemplo, es tiempo de lamentar los mil quinientos guatemaltecos que sirvieron a Estados Unidos como conejillos de indias hace 62 años. Al futuro se subordina el reconocimiento de las culpas y disculpas, que hoy se niegan.
Sólo el paso de un tiempo prudente puede, en el mejor de los casos, abrir los archivos. Estados Unidos debiera establecer cuanto antes una Secretaría de Estado de Disculpas, porque son tantas y tan repetidas las que debe estar concediendo por todas partes del mundo a causa de sus constantes infamias, que sólo institucionalizándolas va a poder dar curso a todas las disculpas habidas y pendientes.
Claro que, errar puede ser un derecho pero nunca un oficio.