A Vargas Llosa

Porque uno no puede renunciar a esas oníricas recreaciones que nos permiten disfrutar tantos imprescindibles desahogos, les confieso que llevo muchos años anhelando transformarme en una gran y hedionda bacinilla, envidia de las demás congéneres y, a ser posible, bien surtida de comunes afanes en todos sus formatos.
Y que trasladada a la azotea del edificio más alto de la ciudad, pueda esa bacinilla perpetrar, con premeditación y alevosía, el feliz accidente de desplomarse en caída libre sobre la acera en el preciso momento en que pase caminando Mario Vargas Llosa, para abrazarme a su persona con toda la desenfrenada pasión que siempre he sentido por él y devolverle en especie todas las náuseas pendientes.
Y que inmovilizado por el impacto y en medio de la acera, quede el detrítico emborronador español, bien remozado en aguas residuales, con la bacinilla por montera, goteando eternamente sus pestíferos y, ahora “nobeles” contenidos.
Y así, vea pasar y detenerse sobre su infeliz memoria a todos los perros de la ciudad, levando ancas y prodigando más húmedos homenajes.
Y que el fecal agasajo congregue también a todas las palomas de la región, equivocándose encima del engendro, y que al jubiloso exabrupto se sumen los gorriones, los gatos y las hormigas, y que hasta los chivos organicen su escatológica fiesta sobre tanta ilustrada infamia.
Y que también Pantaleón y las visitadoras y la tía Julia acudan al festivo convite para depositar sobre el impresentable todas las adhesiones disponibles.
Y que cuando ya nadie dotado de intestino quede en la ciudad sin haber rendido pleitesía al más canalla de todos los plumíferos, finalmente, entre el unánime aplauso de los vecinos, llegue ululando la Cruz Roja, la Cruz Verde, los bomberos, cuatro días más tarde, y puedan recoger los camilleros con amorosa delicadeza la heroica bacinilla poniéndola a buen recaudo, mientras el personal de limpieza, manguera en mano, disuelve la excrementosa realidad hasta hacerla desaparecer por alguna sufrida alcantarilla.

Un impune crimen entre España y Venezuela

Me referí al caso en marzo de este año, cuando el juez Eloy Velasco develó una conjura internacional extraída, no podía ser menos, del ordenador de Raúl Reyes, para atentar contra el entonces presidente colombiano Uribe, el ex presidente Pastrana y algunos ex presidentes más. La novelesca trama implicaba a las FARC y ETA, y se estaba a la espera de que nuevos datos aportados por el mismo ordenador, implicaran también a Al Qaeda y Fu-Man-Chú. La patraña, cumplida su misión de enturbiar los sentidos, pasó a mejor vida.
Siete meses después, sin embargo, ha vuelto ese inagotable ordenador y la pericia policial española a demostrar, tras uno de esos hábiles interrogatorios que le acaba de suponer una condena y multa del Tribunal Europeo de Derechos Humanos por amparar la tortura, que los comandos de la ETA se entrenan en Venezuela y que Cubillas, un alto funcionario venezolano de origen vasco, organiza los cursos de adiestramiento y hasta los postgrados.
Por ello es quizás el momento, ahora que la justicia venezolana parece dispuesta, a petición de Cubillas, a investigar a fondo el caso, que se investigue también el doble asesinato de Joaquín Alonso Echeverría, de 31 años, y de su esposa Esperanza Arana López, de 39, ambos de Eibar y residentes en Venezuela desde 1976. Joaquín Alonso presidía un comité de ayuda a presos vascos. La pareja fue ametrallada en el apartamento en el que vivían, en noviembre de 1980, siendo Herrera Campins presidente de Venezuela y Adolfo Suárez presidente español.
Todos los indicios apuntaban al terrorismo de Estado que para ese tiempo decía llamarse “Batallón Vasco-español” y que muy pronto mudaría su apellido por los “Grupos Armados de Liberación” (GAL).
Treinta años después, nadie ha sido detenido ni llevado a la justicia por el asesinato de Echeverría y Arana. Y quizás este sea un buen momento para que la fiscalía venezolana o la propia Audiencia Nacional española revisen el caso que, al fin y al cabo, no estamos hablando de ninguna pésima película de ciencia-ficción, sino de un crimen de Estado, tan real como impune.

Triste destino

Ring Paulino había nacido en Sudán. Cierto que nacer en Africa no sólo es un hecho natural, requiere también alguna dosis de fortuna porque no siempre hay una partera cerca o se dan las condiciones que garanticen el feliz alumbramiento. Sin embargo, el bebé de pugilista nombre, como si anticiparan sus padres el cuadrilátero de golpes que le esperaba, sobrevivió a su nacimiento. También logró dejar atrás su infancia, a pesar de la tradicional escasez de la cuchara, y sobreponerse a toda clase de enfermedades. Ni siquiera los pesticidas o el agua contaminada doblegaron su vida. A Ring tampoco se lo comió un cocodrilo, lo aplastó un elefante o fue conejillo de indias de alguna farmacéutica europea. Inmune a las guerras que asolan su país, un mal día cayó preso pero, cuatro años más tarde, eludiendo alambradas y perros pudo darse a la fuga.
A pie cruzó Sudán, subió y bajo montañas, siempre hacia el Norte, hasta cruzar el Nilo y llegar a El Cairo. Evitó entonces los controles aduaneros, engañó al hambre de nuevo, despistó a la policía, trabajó en lo que pudo y, finalmente, logró embarcarse como polizonte en un carguero rumbo a los Estados Unidos.
Tras una interminable odisea, aguantando el calor, casi sin alimentos, oculto siempre para no ser descubierto, ocho mil millas más tarde Ring Paulino llegó a su destino.
Muy poquito después de su arribo a la tierra prometida, informaba la prensa, Ring Paulino Deng era asesinado en Nashville, Tennessee, tras una discusión por un parqueo, en el edificio de apartamentos en el que comenzaba a morir su nueva vida.

Errar no es un oficio

Bill Clinton pasó a la historia por sostener relaciones impropias con becarias ajenas cuando bien pudo haber trascendido por ser el presidente en la historia de la humanidad que más ha prodigado las disculpas.
Pidió perdón por haber mentido al país en su romance con la Lewinsky y por la citada impropia relación. Se disculpó también por los sucesivos errores en que incurrió Estados Unidos y que condenaron a los pueblos indígenas de Norteamérica a degradarse o a desaparecer. Pidió perdón por el apoyo que prestara su país al régimen racista sudafricano. Se disculpó por el respaldo ofrecido a Pinochet, a Duvalier, a Trujillo, a Ríos Mont, a Batista, a Somoza, a Stroerner, a D´abuisson y a otros muchos criminales al servicio de los Estados Unidos en América, como los generales que presidieron las sucesivas dictaduras militares argentinas por las que, también, pidió disculpas. Lamentó los errores cometidos por los marines en Vietnam y matanzas como la de My Lay, aldea en la que los luchadores de la democracia inmunizaron a los residentes contra el peligro comunista achicharrando con fuego purificador sus dudas y sus vidas.
Se excusó por el error cometido por su país durante la Segunda Guerra Mundial al canjear presos estadounidenses en manos de los japoneses por ciudadanos peruanos secuestrados por el ejército estadounidense a los que hicieron pasar por prisioneros nipones. Pidió perdón y calificó como error el apoyo dado en el pasado a hombres de la entera confianza de su país, como Noriega y Sadan Hussein. Lamentó el bombardeo sobre el manicomio de Grenada, en el Caribe, cuando invadieron esa diminuta isla y, parafraseando a Pablo Neruda, convirtieron a los locos vivos en los cuerdos muertos. También se disculpó por los miles de muertos que dejaron los bombardeos de su país en el barrio panameño de Los Chorrillos cuando acudieron a detener a Noriega. Volvió a reiterar sus disculpas por los numerosos errores que sus tropas y las de la OTAN, que vienen a ser las mismas, cometieron en Serbia y en Kosovo bombardeando trenes de pasajeros, embajadas chinas o, incluso, refugiados kosovares.
George W.Bush ni siquiera esperó a ser presidente para iniciar su catarsis de disculpas y, ya como candidato, pidió público perdón por sus reconocidas experiencias con las drogas, sobre todo el alcohol y la cocaína, según declaraba, “cuando era joven e irresponsable”, curioso atributo, por cierto, el que Bush confería a la juventud.
Con apenas horas de haber sido elegido presidente ya estaba el hombre pidiendo perdón por haber confundido un país con otro y no saberse el nombre del presidente
paquistaní con quien se entrevistaría esa misma tarde. En esos mismos días volvería a pedir disculpas por un error de bulto en la misma Casa Blanca, al pensar cerrados los micrófonos que estaban abiertos. Mal momento el que eligió para llamar “pedazo de sica, y no de cualquier sica sino de una “sica de primera”, a un periodista que, tal vez fuera una sica, pero no era sordo.
Su última disculpa fue aceptar, antes de irse, que la guerra de Iraq no había terminado a pesar que él había declarado el fin de la guerra, precisamente, el mismo día en que comenzaba. De una guerra que ostenta entre otros récords el de ser la que más vidas de periodistas se han cobrado los errores de los marines. Entre ellos, el periodista español Couso, fusilado a obuses por un tanque estadounidense, junto a otro informador, en lo que la Audiencia Nacional Española calificó de “error habitual en toda guerra” y para el que sólo caben las disculpas.
Y Obama no se está quedando atrás a la hora de pedir disculpas. Ya como candidato pidió disculpas a dos mujeres musulmanas a las que se prohibió fotografiarse con él por llevar hiyab; después pediría disculpas a los discapacitados por bromear sobre su puntaje en el salón de boliche que tiene en la Casa Blanca; se disculparía con los estadounidenses de bajos ingresos a los que llamó “amargados”; y pidió disculpas, al mismo tiempo, por la detención de un profesor negro de Harvard y por calificar como estúpida la detención. También pidió disculpas porque su Air Force One, con él a bordo, sobrevolara a baja altura Manhattan causando el pánico entre la población. A los cinco meses de mandato, con el respaldo del Senado, Obama pidió disculpas a los negros por los siglos de esclavitud padecida y, más recientemente, insistió en sus disculpas por los errores antiterroristas en los controles de seguridad.
Hace algunos meses el FBI pedía disculpas por usar el rostro de un político español como retrato robot de Ben Laden, mientras la casa Blanca se disculpaba por llamar “retrasados” a grupos liberales. Y la CIA también pedía perdón por el error cometido al ordenar en el 2001 a la Fuerza Aérea Peruana derribar una avioneta cargada de narcotraficantes sobre la selva del país andino, que resultó ser una familia misionera estadounidense.
Suerte que, para ser reconocidos, los errores deben aportar a su desatino su condición de pasado. Ahora, por ejemplo, es tiempo de lamentar los mil quinientos guatemaltecos que sirvieron a Estados Unidos como conejillos de indias hace 62 años. Al futuro se subordina el reconocimiento de las culpas y disculpas, que hoy se niegan.
Sólo el paso de un tiempo prudente puede, en el mejor de los casos, abrir los archivos. Estados Unidos debiera establecer cuanto antes una Secretaría de Estado de Disculpas, porque son tantas y tan repetidas las que debe estar concediendo por todas partes del mundo a causa de sus constantes infamias, que sólo institucionalizándolas va a poder dar curso a todas las disculpas habidas y pendientes.
Claro que, errar puede ser un derecho pero nunca un oficio.