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No hay forma de leer un periódico o sintonizar un canal de televisión o una emisora de radio sin que nos lluevan insultos de todos los calibres. A cualquier hora y con cualquier pretexto, desde el Congreso, desde sus tribunales, siempre vamos a encontrarnos con un ministro, un juez o un contertulio que nos falte al respeto. Y cuando no es el presidente, es un diputado, un empresario o un gobernador civil quien insiste en ofendernos porque no se conforman con desahuciarnos de nuestras viviendas o dejarnos sin empleo, y tampoco se dan por satisfechos con recortar nuestros derechos y negarnos la salud o privarnos de la educación.
Necesitan, además de jodernos, insultarnos y que los agraviados les celebremos las gracias cada vez que nos anuncian brotes verdes en recesiones que, aseguran, ya empiezan a llegar a su fin; cada vez que nos animan a buscar trabajo así sea en Laponia; cada vez que nos echan en cara haber vivido por encima de nuestras posibilidades; cada vez que atribuyen a nuestros impulsos aventureros el que tengamos que emigrar; cada vez que nos exhortan a encontrar amparo en la Virgen del Rocío porque como afirmara una locutora de la televisión española “rezar calma la ansiedad de los parados” y, al fin y al cabo, Esperanza Aguirre “no llega a fin de mes” y la Duquesa de Alba “también lo pasa mal”.
Nos insultan cuando nos mienten, cuando nos asaltan y roban, cuando nos encarcelan y prohíben, cuando nos violentan y agreden. Nos insultan en directo y diferido, en blanco y en negro… Hasta cuando se ofenden nos insultan, que hace falta cinismo y desvergüenza para sentirse injuriado cuando alguien, simplemente, los llama fascistas.