(Publicado en El Nacional el 25 de julio de 1994)
Y amanece.
Por un momento dudo si habré descendido a los infiernos. Mientras dormía, tal vez, a algún imprudente que no había atendido la advertencia del “doctor” de “no tocar esa tecla” se le había ido la mano abriéndose la tierra y tragándonos a todos.
Un caso simple, un breve juicio y el supremo y divino tribunal que resuelve, como ya lo auguraran mi madre y las encuestas, reenviar mi expediente a los infiernos. De ahí el calor sofocante y la almohada empapada en sudor.
Pero abro los ojos y descubro sobre la silla mis pantalones, y las medias durmiendo en los zapatos y al maldito abanico inmóvil en el techo, desplegando las alas pero sin batirlas. Entonces comprendo que no hay luz, tampoco hay luz, y me despierto.
Corro a la ducha, y aclaro que esta urgencia es más una figura literaria que un apunte para la historia, pero no habiendo luz tampoco hay agua y, consternado, vuelvo a reiniciar el día.
¿Dónde estábamos? ¡Ah sí… en el infierno! Y un poco más adentro está la calle. En cualquier esquina pero siempre bajo el sol uno aguarda impaciente su transporte. Un caos rodante que resopla y pita, sucio y oxidado, en el que precariamente nos amontonamos todos. La pericia del chófer nos permite asistir al derrumbe de la teoría de la relatividad, de la ley de la inercia y de la tercera ley de Newton,amén de otros principios físicos que también se derrumban en un concho.
– Donde van cinco, van seis -insiste el chófer mientras mastica el segundo guineo de la ruta. La calle es un estruendo de bocinas. Se hacen sonar para que aceleres, para que gires, para que arranques, para que te apartes, para llamarte imbécil en tres golpes de bocina… Y sobre el estruendo, el último adefesio musical en pagar payola, siempre mal sintonizado, con el que el chófer nos ameniza el viaje.
Quiero apearme. Ocupo la mitad del asiento del copiloto, exactamente, entre la puerta y un varón despatarrado pero, cuando el chófer logre detener el carro, yo debo resolver el enigma de la puerta. ¿Se abrirá por dentro o por fuera? ¿Tendrá pestillo? ¿Será el cierre de herradura? ¿Es jalando hacia arriba o hacia abajo? ¿Me abrirán desde la calle?
Solo había que empujarla. Y otra vez a empezar, a esperar otro concho que me lleve a tiempo a mi cita.
Ya no tengo monedas, únicamente un billete de cien pesos para pagar los 40 centavos de pasaje y no es prudente, si no quieres exponerte a la ira del chófer, un billete de ese tamaño así que, antes de abordar un concho, trato primero de cambiar el billete. El paletero no tiene cambios. Veinte metros más abajo tampoco tiene cambios el de la bomba. Tres intentos más lejos, finalmente, compro una pinta de leche en el colmado y, tras lamentar no tener menudo, le hago depositario al dependiente del billete de cien pesos. Comprueba las reservas en la caja mientras murmura alguna vaina y se ausenta un momento, al compás de la bachata, para cambiar el billete en la banca de apuestas de al lado.
Empiezo a estar harto y decido seguir a pie. Ya casi son las once cuando llego puntual a mi cita en la segunda planta del canal. La contraparte de la reunión no ha llegado. Me dice su secretaria que se le ha quedado el carro y no ha podido salir… que ya me llamará.
Le dejo a la secretaria el número de mi último teléfono y vuelvo a subirme y bajarme, a incrustarme y dividirme, hasta que varias esquinas más lejos, dos horas más tarde, otra secretaria de otro licenciado me deja dicho que el proyecto no va a darse por el momento, que podría ser el mes que viene, que aún no han tenido tiempo de estudiarlo.
Se come donde agarre y si se puede para estar a tiempo en la siguiente reunión. Cuando pasas de la calle a una oficina con aire acondicionado y son las tres de la tarde en medio del verano y en Santo Domingo, puedes quedar traspuesto. Hay que llevarlo al paso. Me senté en la única silla y cerré los ojos. Tras la mesa, al otro lado de mis ojos, una secretaria tecleaba con vertiginosa eficiencia su máquina de escribir. Por no interrumpirla ni siquiera saludé. De vez en cuando atendía una llamada, dejaba mensajes, se citaba con tres amigas y cuatro pretendientes (yo casi estaba por abrir los ojos y sumarme al coro) iba y venía del baño… hasta que una hora más tarde reparó en mi persona o quiso despertarme.
– ¡Oh, pero es usted! ¡Usted como que no para en su casa porque lo he estado llamando pero ha sido imposible comunicarme!
La reunión se había dejado para el viernes. Ella me confirmaría la hora.
De nuevo en tránsito por el infierno. Van a ser las 7 y a esa hora es el ensayo. Angel Haché y yo somos los primeros en llegar. La luz viene y va hasta que, finalmente, decide no regresar. Aún vamos por el cuarto parlamento. Tras las maldiciones habituales, el recurso de las velas. El drama clásico se convierte en teatro chinesco.
Otra vez a sudar, a la calle, a empotrarse y repartirse.
Por fin en casa. ¡Hay luz! Me meto en la cocina a descubrir tesoros pero ¿y si se va la luz y yo sin bañarme? Me desnudo y corro al baño mientras me comprometo a no volver a usar esta licencia literaria. Ya bajo la ducha y con la mano en la llave del agua suena el teléfono.
-¿Y por qué no me esperaste? Le dije a mi secretaria que ya había arreglado el carro y que iba en camino…
Cuelgo y lo intento de nuevo. Apenas son tres gotas. Cinco si sacudo la cañería. Me visto y paso a ver a la vecina. Me cuenta que, de nuevo, se ha dañado la cisterna. Decido perder el apetito y, mientras me espanto los mosquitos de la cara, ojeo el periódico
Narcisazo sigue desaparecido y alguien especula con que, tal vez, él mismo se secuestrara y diera muerte para inculpar al gobierno de Balaguer que acusaba a Peña de “haber hecho pupú fuera del cajón”. Mientras unos acechan los pupús y los cajones, el canciller prefiere disfrazarse de señora y asistir a los mítines de los opositores. Una comisión investiga si el fraude fue fraudulento. Además del `padrón también se pierde la vergüenza. Otro cable se desprende y electrocuta a siete niños que se bañaban en un río. Cuatro presos esposados se enfrentan a tiros a la policía en Puerto Plata resultando muertos. La policía no entrega los cadáveres de los 4 presos muertos a sus familias. Se venden las pruebas nacionales de educación. Se incendia Dajabón. Más de un centenar de opositores al gobierno siguen presos en La Victoria. Pistoleros civiles, provistos de armas largas, reprimen protestas mano a mano con la policía. Siguen los desacatos…
Estoy rendido. El sueño va venciéndome. Me acomodo en la cama disfrutando la bondad del abanico. Hasta Vivaldi hace su aporte al día.
La luz se vuelve a ir y se lleva con ella el abanico y a Vivaldi dejándome a solas con los mosquitos. Solo nosotros podemos aguantarlo.
(25-7-94)