“Eso es lo que hay” es una frase común que oímos a diario y con la que, lo admito, no tengo buena relación. Casi diría que la detesto. La oigo en los medios, a mi alrededor, y aunque su definición sea irreprochable, a su ejecución la pierden los matices. “Eso es lo que hay” es una simple y vaga descripción (“eso”) de las existencias (“hay”). Sin embargo, la oración perfecta se resquebraja fuera de la pizarra, porque también están los estos, las aquellas, lo que hubo… y ocurre que las descripciones no siempre coinciden, ni salen las cuentas por más que insistamos en inflar la frase poniendo todos los nombres que caben en un “eso” y todos los verbos que se admiten en un “hay”. Inventarios al margen, lo que más me encabrona de la citada frase, aún cuando hubiera consenso en la escenografía y al “eso es lo que hay” nada hubiera que objetarle, es ese rancio tufo a resignación que despide su uso cuando pasa de ocasional a cotidiano antes de convertirse en letanía. “Eso es lo que hay” como sentencia firme, sin derecho a apelación es un hedor que espanta, un mantra que contagia la impotencia, un virus que invita a que bajemos las persianas, a no darle más vueltas, a aceptar que “eso” no está en nuestras manos, que debemos resignarnos con lo que “hay”… y no es verdad. El “eso” y lo que “hay” se mueve. Es más, lo movemos.
(Preso politikoak aske)