La bella Durmiente manda el bosque a la mierda

¿Y es que alguien puede decirme para qué carajo sirve un bosque? Lo pregunto porque después de haber sido arrullados mis sueños con todos los cuentos que se hayan escrito y algunos más improvisados, sigo sin encontrar un motivo que me anime a tener una buena opinión de los bosques… y de los cuentos.
De hecho, la primera vez que alguien me habló del infierno como un espacio en el que castigar todas las perversas conductas humanas y a sus autores, lo imaginé como un lugar provisto de frondosos árboles y tupida vegetación.
Y cuando el mismo informante agregó las llamas a mi infernal visión, confirmé que, además, el bosque estaba ardiendo. Me pareció una buena noticia hasta que, por la misma vía, también supe que el incendio había sido declarado inextinguible, que el bosque estaba condenado a arder toda la eternidad y temí que las llamas se propagaran amenazando vidas inocentes.
En cualquier caso, sigo sin entender esa insistencia de algunos en preservar los bosques. ¿No sería mejor que desaparecieran todos de una maldita vez?
A lo largo de los cuentos con que aprendemos a confundir la historia, los bosques únicamente han servido para dar cobijo a despiadados lobos, a horribles alimañas, a perversas brujas y terribles ogros, y a otras gentes de mal vivir, como ladrones, bandidos y enanos.
Al amparo de sus sombras, de su impune soledad, se han perpetrado los más espantosos crímenes y delitos.
Yo misma fui condenada al sueño eterno con la complicidad de un espeso bosque que me escondía de la curiosidad humana. Y tuvo que ser un príncipe, muchos años después, el que tras ardua lucha con la exuberante vegetación, finalmente, pudiera abrirse paso y llegar hasta mi persona, aquella que fuera hermosa doncella y de la que el cuento, a Dios gracias, no abunda en detalles sobre su estado al terminar la pesadilla.
Para nadie es un secreto que si en lugar de tener que cruzar el bosque Caperucita hubiera podido llegar a casa de su abuelita a través de una iluminada y moderna avenida, nada le habría pasado. El lobo que devorara a Caperucita y a su abuelita aprovechando el refugio que el bosque le brindaba para perpetrar sus carnívoros atentados, no hubiera pasado desapercibido en una gasolinera o en un motel de carretera.
Cualquier patrulla policial lo hubiera descubierto desde que se le ocurriera poner una pata en la calzada, o habría sido identificado por alguna cámara de vigilancia o denunciado por algún ebrio trasnochador de regreso a su hogar.
Si su abuela, en lugar de vivir en el bosque, hubiera dispuesto de un moderno y residencial apartamento, cualquier vecino que no tuviera la televisión demasiado alta, habría podido oír sus gritos de socorro o los aullidos del lobo festejando su éxito.
No por casualidad los padres de Pulgarcito se decidieron a abandonarlo en un bosque. Si lo hubieran dejado a las puertas de una iglesia como era costumbre entonces, alguien la hubiera abierto salvándole no sólo la vida sino, incluso, el alma, ya que no la inocencia. Si lo hubiesen abandonado en un río, dentro de una canasta, siempre habrían aparecido unas piadosas manos que lo rescataran de su turbulento infortunio y lo acabaran convirtiendo en heredero de algún exótico reino, pero en un bosque las posibilidades de sobrevivir para Pulgarcito eran tan escasas que hasta los tiernos gorrioncillos se dedicaron a conspirar contra la vida del niño haciendo desaparecer las migas de pan con que marcara su imposible camino de regreso. Y ya los niños que se aventuran por los bosques no dejan caer migas de pan. Ahora lo que tiran son bolsas y botellas de plástico, cuando no son sus padres quienes aprovechan el bosque para deshacerse desde pañales llenos de mierda hasta electrodomésticos inservibles.
Ni siquiera cuando el bosque, tan surtido de profundas cuevas en las que dar refugio a sanguinarios ladrones, fue capaz de albergar la deliciosa imagen de una casa de chocolate, sirvió la misma para endulzar las ilusiones de dos hermanitos perdidos, que fueron sometidos a la tortura de una antropófaga bruja decidida a comérselos asados una vez los cebara.
Hasta la encantadora Bambi, por empeñarse en vivir en los bosques en lugar de contribuir a hacer más felices a los niños en un circo, casi perdió la vida cuando el bosque en el que se creía segura precipitó el infierno. Si Bambi hubiera estado pastando tranquilamente en un zoológico, aún en el caso de un incendio semejante, los bomberos habrían llegado a tiempo de evitar la muerte de su madre.
Con razón, recientemente, el que fuera presidente estadounidense George W. Bush, planteó la necesidad de cortar los árboles para evitar los incendios.
Ya ni siquiera quedan en los bosques laboriosos enanitos que “aijó aijó” vayan felices a sus entrañas a trabajar.
Al margen de estas y otras muchas referencias en los cuentos y en la literatura que han advertido del riesgo que implican los bosques para la vida humana, sea como espacios de impunidad que han sido testigos, por ejemplo, de los maltratos de las infantas del Cid o como recursos que propiciaron la muerte del rey Macbeth, la desaparición de los bosques facilitaría el desarrollo y el progreso al que aspiramos.
Un tren de alta velocidad hubiera trasladado a los cuatro músicos de los hermanos Grimm a Bremen en cuestión de horas, en lugar de andar penando sus miserias por inhóspitos bosques y caminos, a riesgo de ser pasto de ladrones y de no llegar nunca a su destino.
La madrastra de Blancanieves de haber dispuesto para su ocio de un campo de golf junto a su castillo en lugar de un bosque, no hubiera malgastado su vida, tampoco sus egos, en vanas conversaciones con espejos mágicos. Y ni Robin Hood ni los 40 ladrones habrían podido eludir la acción de la justicia de no encontrar en el bosque amparo a sus fechorías.
Urge que en los cuentos aparezcan en todo su esplendor trenes de alta velocidad, campos de golf, bancos y sucursales, pistas de esquí, centros comerciales, plantas de residuos, aparcamientos, entre otras muchas e imprescindibles obras a las que no se les brindan ni espacio ni recursos por esa absurda y demencial tendencia a preservar los bosques.
Así que, ¡a la mierda los bosques y bienvenido el progreso!