Los hipócritas no tienen rostro,
apenas la sonrisa maquillada
con que ensamblar la pose y la fachada
para poder sumarse al carnaval
y simular una apariencia humana.
Los hipócritas no tienen amigos,
como mucho otros socios
de embozos y emboscadas
con quienes tramar complicidades
y multiplicar los beneficios.
Los hipócritas tampoco tienen sueños,
si acaso la utopía a plazo fijo,
las alas rotas de tanto otear el suelo
o la pesadilla del espejo
cuando el tiempo se cobre los olvidos.
Los hipócritas no tienen palabras,
únicamente voces de artificio,
registros de fogueo
con que acallar conciencias
y maquinar coartadas.
Los hipócritas no tienen vergüenza,
la extraviaron delante de sus ojos
el día en que aprendieron a ignorarla
para no exponerse más a verla.
Los hipócritas no tienen amor,
sólo miedo a conocerse y a que los descubran,
a que la vida reivindique su pulso
y los pulmones dejen salir el aire.
Los hipócritas no tienen Dios,
les basta darse golpes en el pecho
invocando su nombre
en el temor de que alguna vez los oiga.
Lo único que,
en una sociedad como la nuestra,
tienen los hipócritas es… futuro.
Pero, eso sí, un futuro sin rostro,
sin amigos,
sin sueños,
sin palabras,
sin vergüenza,
sin amor…
sin futuro.