¿Quién votó en la República Dominicana?

Alrededor de la mitad de la población dominicana no tenía derecho a voto, sea por razones de edad o por tener ese impedimento por otros motivos.

De la mitad que sí podía votar, algo más de la mitad (el 60%) se abstuvo, o se ausentó que diría Castaños Guzmán, presidente de la Junta Central Electoral.

De la mitad que sí acudió a las urnas, casi la mitad invalidó conscientemente su derecho marcando con una “N” la boleta, como una forma de votar por “ninguno”.

De la mitad que sí quiso votar por alguno, la mitad se encontró con que su boleta electoral tenía problemas, como reconoció la propia Junta Central Electoral.

De la mitad que sí votó, la mitad vendió su voto al mejor postor en las mismas puertas de los colegios electorales.

De la mitad que no vendió su voto, aproximadamente la mitad lo cambió por alcohol, operativos médicos, varillas, fundas de comida o electrodomésticos.

De la mitad restante, más que votar, si es que votar es elegir, la mitad apostó la boleta por preservar su cargo.

De la otra mitad, más o menos la mitad canjeó la boleta por mantener su cheque.

De la mitad que queda, algo así como la mitad invirtió la boleta para hacerse con un empleo o con un cheque.

Y cuando ya no queda mitad que dividir, me pregunto… ¿Es verdad que votó Leonel Fernández.

¿Y este es el progreso?

No hay progreso que merezca tal nombre si no responde a la condición de procurar la felicidad de los seres humanos, si no sirve para conducir nuestras conductas y relaciones por caminos de respeto y dignidad.

Y los tiempos que corren son una patética demostración de que el supuesto progreso que disfrutamos no ha servido para transformarnos en personas más íntegras, más solidarias, más felices.

Muy al contrario, vivimos atrapados en el miedo. En un miedo que, a veces, nos embosca de frente, descarnado y abierto, como se disfraza de cautela o se calza el respeto como excusa o la sensatez como pretexto. Y así aprendemos a callarnos para que otros hablen por nosotros, y resignamos la voz y la palabra para que puedan otros respirar con nuestro aliento y obrar con nuestras manos.

Por eso cada día son más extremas las medidas de seguridad con las que nos aislamos, mientras multiplicamos verjas y candados.

Por eso la calle ha dejado de ser un lugar de encuentro para convertirse en un inevitable riesgo que hay que afrontar de la mejor manera.

Vivimos cautivos de nuestras supuestas libertades, presos de nuestras carencias y esclavos de nuestros bienes, corriendo siempre para llegar antes que el otro a ninguna parte. Sin tiempo para vernos, sin espacios en los que encontrarnos.

De tanto aparentar lo que no somos ya ni siquiera somos lo que aparentamos.

Gracias al pretendido progreso en que vivimos, ese que algunos disfrutan y los demás penamos,  podemos matarnos antes y agonizar más tiempo.

Algún día, las ratas que nos sobrevivan, heredarán nuestro progreso.