Hay que ahorrar en la República Dominicana

Lo decía en estos días un triste funcionario experto en despilfarros. Después de años ahorrando energía a razón de interminables apagones que, además, se pagan; después de años ahorrando las medicinas que no compramos, los alimentos que no adquirimos, las viviendas que no tenemos; después de años aportando recursos al ahorro en bancos destinados a la quiebra, cuando ya no queda país que seguir vendiendo ni  impuestos que crear, se exigen más y nuevos sacrificios,  más y nuevos ahorros.

Pero tienen razón quienes insisten en el ahorro de todos como soporte al despilfarro de algunos.

Hay que seguir ahorrando.

Y empezar, por ejemplo, por ahorrarnos los manilargos gobiernos que se han sucedido en el poder en los últimos 40 años y que han derrochado hasta el agotamiento la confianza de este ingenuo pueblo tantas veces burlado.

Y seguir incentivando el ahorro y así economizarnos los partidos políticos responsables del dispendio de tantas esperanzas baldías, los desembolsos de tantas fraudulentas elecciones.

Y persistir en la mesura del gasto de manera que, felizmente, podamos también ahorrarnos los tantos senadores y diputados, y sus correspondientes gastos fijos y comisiones y primas y franquicias y exoneraciones y canastas navideñas y tráfico de chinos y organizaciones no gubernamentales y sus bien surtidos barrilitos.

Y puestos a ahorrar, economizarnos igualmente los  honoríficos regidores y sus dietas y beneficios y familias numerosas todas dotadas de sus oportunos pasaportes y sus documentos arreglados y sus visas alteradas y más dietas y más exoneraciones y maletines negros.

Y ahorrarnos por fin las primeras y las segundas damas, y los tantos enyipetados funcionarios y sus primeras y segundas queridas, y los tantos aguajeros síndicos y sus primeras y segundas… asistentes.

Y ahorrarnos siquiera algunos de los tantos generales, de los entogados mercaderes, de los ensotanados fariseos, de los depredadores empresarios, de los embajadores malcriados.

Y ahorrarnos los diálogos de sordos, las becas para nobles, los pegasos alados, las enramadas con jacuzzi, los invernaderos populares. Y ahorrarnos los metros y los zoológicos capitaleños y los patios traseros.

Hasta que un día, un feliz día, este sufrido y austero pueblo, ahorradas todas las francachelas ensacadas, todas las cuchipandas licenciadas, se dé por fin el gusto del gran bonche de la dignidad.